Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Hace once años, el 22 de diciembre de 1997, tropas paramilitares mexicanas masacraron en la cercanía de una base militar federal a 45 civiles desarmados [haga clic para ver vídeo] – en su mayoría mujeres y niños – mientras rezaban en una Iglesia en la comunidad de Acteal. Los asesinos – según acuerdo unánime de todas las principales organizaciones de derechos humanos y de los medios – abrieron los vientres de mujeres embarazadas y mataron a tiros a quemarropa a los 45 campesinos tzotziles y a sus niños. Las víctimas eran miembros de una organización católica pacifista conocida como Las Abejas.
Bill Clinton era presidente de EE.UU., Madeleine Albright su Secretaria de Estado, y el Secretario Adjunto de Estado para el Hemisferio Occidental era Jeffrey Davidow, abusón del Departamento de Estado con el dudoso antecedente de haber sido un importante consejero en la embajada de EE.UU. en Chile durante el golpe de Estado de septiembre de 1973 respaldado por EE.UU.
Durante más de una semana antes de la masacre, organizaciones no gubernamentales en Chiapas, México, habían advertido al Departamento de Estado de la inminente atrocidad. Pero gracias a un trato con el régimen mexicano a cambio de su aquiescencia al NAFTA, EE.UU. hacía la vista gorda ante todos los problemas de derechos humanos en territorio mexicano.
La historia de Acetal es no es un incidente aislado o una anomalía. Informé al respecto en aquel entonces y he informado sobre demasiados cientos de historias semejantes desde México y desde todo este hemisferio. Sería una satisfacción poder informar al respecto y sobre los detalles de la complicidad de EE.UU. diciendo que la estrategia de terror contra movimientos sociales pacíficos en México y en otros sitios ha sido una política del gobierno del 43 presidente George W. Bush, con lo que estoy seguro de que muchos estarán de acuerdo, pero como algunos estarán poco dispuestos a aceptar, también fue la política anterior de los gobiernos 42 de Clinton, 41 de Bush y 40 de Reagan.
A algunos, liberales o conservadores, demócratas o republicanos, no les importa o afecta sus conciencias lo que suceda con campesinos indígenas que viven al nivel de la subsistencia en una pequeña localidad en México. (Tampoco quieren considerar las consecuencias directas para sus propias comunidades de que millones de mexicanos han afluido a través de la frontera hacia EE.UU. para escapar de los daños económicos y políticos que les han sido infligidos desde la promulgación del NAFTA.) Por lo tanto, permítanme que les cuente otra historia un poco más cercana que podría impactar a cualquiera que posea la más mínima conciencia…
Nueve años y muchas atrocidades después de la masacre de Acteal, el 14 de junio de 2006, en el vecino Estado de Oaxaca, México, el despótico gobernador del Estado, Ulises Ruiz atacó a un pacífico campamento de miles de maestros de escuela en huelga y sus partidarios. Envió a 3.000 policías al amanecer, mientras los manifestantes dormían, con balas, garrotes y bombas lacrimógenas lanzadas desde tierra y desde un helicóptero. Fue sólo el último incidente en una cadena violenta y represiva. Sólo que esta vez, el público armado con nada más que palos y piedras y su fuerza numérica, estableció barricadas organizadas localmente y ocupadas por voluntarios en cada vecindario, y las fuerzas de seguridad del gobernador no pudieron entrar – aunque habían tratado de hacerlo en múltiples ocasiones – durante los cinco meses siguientes. Narco News publicó un libro sobre esos cinco meses: «The People Decide: Oaxaca’s Popular Assembly,» por Nancy Davies (2007, Narco News Books).
Un periodista de Indymedia de 37 años, llamado Brad Will, a quien había conocido en mis días de organizador en Nueva York, fue a Oaxaca a comienzos de octubre de 2006 para filmar en vídeo la historia. En mi respuesta por correo electrónico, le había sugerido que la situación se había vuelto muy peligrosa – especialmente para cualquier periodista no familiarizado con el territorio y los protagonistas de todas las partes – y le recomendé que no fuera. Pero fue a pesar de todo, como era su prerrogativa. El 27 de octubre de 2006, filmó a pistoleros leales al despótico gobernador – algunos de ellos miembros de las fuerzas de la policía, pero no en uniforme – cuando atacan uno de los bloques de calles y le disparaban directamente con sus pistolas. Murió con su cámara en mano. Podéis ver su última secuencia haciendo clic aquí.
El caso de Brad, elector desde 2001 hasta su muerte de la senadora de EE.UU. por Nueva York, Hillary Clinton (demócrata de Nueva York), sigue suministrando un espeluznante ejemplo de las consecuencias de un régimen mexicano violento y antidemocrático, y de la política bipartidaria de EE.UU. que protege a todo precio a ese gobierno mientras acate la línea estadounidense sobre comercio, política de la droga, y otros temas.
La familia de Brad y sus amigos han buscado justicia durante dos años, pero los pistoleros captados en vídeo siguen libres, mientras, en una increíble perversión de la justicia [(aunque traten de obligarnos a creerla), el Estado acusó recientemente por su asesinato – sin evidencia alguna – a algunos de los manifestantes con los que Brad había hecho amistad, como periodista simpatizante con su causa.
Algunos miembros de la delegación del Congreso de Nueva York, como el representante José Serrano (demócrata del Bronx) – han hecho suya la búsqueda de justicia en ese caso.
Pero múltiples y continuos esfuerzos de los Amigos de Brad Will en Nueva York por convencer a la senadora Clinton para que use su conocida influencia internacional a fin de ayudar a rendir justicia y a cerrar el caso no han merecido respuesta.
Hace un mes, el 22 de octubre, algunos de ellos se sentaron frente a la oficina de la senadora Clinton en Nueva York, en 780 Third Avenue en el centro de Manhattan, y ayunaron para apelar a su ayuda para su difunto elector, su familia y sus amigos.
Según un informe, la senadora Clinton estuvo físicamente presente en la oficina por lo menos durante uno de esos días, pero evitó responder a, o hablar con, los que estaban ayunando afuera, menos todavía escribir las cartas y hacer las declaraciones públicas para hacer justicia en el caso, lo que hubiera hecho cualquier auténtico defensor de los derechos humanos, especialmente si tenía que ver con un elector.
Hay quienes afirman que la senadora Clinton es una «adalid» de los derechos humanos, basándose en un solo discurso que hizo en septiembre de 1995 ante la Conferencia sobre las Mujeres de la ONU, en Beijing, China, porque el extracto más citado de su discurso fue: «los derechos de las mujeres son derechos humanos.»
Nadie – por cierto no este corresponsal – discrepa de esa verdad: Los derechos de las mujeres son derechos humanos, como los derechos de los hombres, de los niños, de las minorías, y de todo el mundo. Pero si, para comenzar, un político no tiene un entendimiento básico de lo que son los derechos humanos, y se niega al deber de defenderlos una y otra vez, incluso cuando impactan tan de cerca, ese político no será capaz de extenderlos a todos los géneros o seres.
En Latinoamérica, como en todas partes, la doctrina de los Derechos Humanos, iniciada en el gobierno de Carter pero abandonada a la atrofia por todos los gobiernos desde entonces, va de la mano con cualquier agenda favorable a la democracia. Cuando los derechos humanos son arrebatados como parte integral de campañas de terror estatal contra disidentes pacíficos, organizadores sindicales, medioambientales y comunitarios en general, el efecto escalofriante sobre toda libertad de expresión y libertad de organización imposibilita la democracia.
Y esa es gran parte de la historia de México en la memoria viviente. Lo mismo vale para Colombia y otros países, donde presidentes demócratas y republicanos – comenzando con Clinton y siguiendo bajo Bush – eligieron la multimillonaria intervención militar de EE.UU. (conocida como «Plan Colombia») y presionaron a favor de acuerdos comerciales beneficiosos para las corporaciones por sobre la defensa de los derechos humanos. Semejantes políticas sólo han envalentonado las campañas estatales de terror en ambos países y llevado a una tragedia humana tras la otra.
Sin inmutarse por el vil fracaso del «Plan Colombia» en la mejora de los derechos humanos y de la democracia en ese país (pero probablemente incitado por cómo el déspota de ese país, el presidente Alvaro Uribe, obtuvo los instrumentos necesarios para reprimir a disidentes y movimientos pacíficos que se le oponen), el gobierno de Bush propuso, y el Congreso aprobó, el año pasado el «Plan México» que ya financia una especie de colombialización del país vecino de EE.UU.
Esas políticas también han dañado a los estadounidenses ya que compañías han cerrado sus fábricas dentro de EE.UU. y se las han llevado a México y a otros sitios donde las campañas estatales de terror impiden que los sindicatos se organicen y a los ciudadanos que se pronuncien contra la contaminación que causan en el entorno natural.
Y se podría decir que: «el próximo Secretario de Estado tendrá que ajustarse a las políticas del próximo presidente.» Así sería, en un mundo ideal. Pero pasan tantas cosas, día tras día, en tantos países… tantos ataques diarios contra disidentes, organizadores comunitarios, y otros que se atreven a hablar y a actuar para mejorar sus vidas… que ningún presidente de EE.UU. puede posiblemente encarar todos los detalles de la situación y tomar acción preventiva desde el Despacho Oval ante cada atrocidad pendiente. Para eso existe el Departamento de Estado: para manejar las comunicaciones constantes que son necesarias con otros gobiernos.
Y si – como parecen coincidir ahora los medios de masas – el presidente electo de EE.UU., Barack Obama, está a punto de instalar a alguien como el [la] próximo[a] Secretario[a] de Estado que tiene entendimiento cero, mucho menos pasión y acción a favor, de los derechos humanos en México, Colombia y otros sitios (excepto en casos aislados en los que los mismos medios de masas han convertido un caso en particular en una causa célebre internacional), veremos que más de la misma terrible historia se repetirá una y otra vez.
Si no puedes conseguir que alguien actúe para defender los derechos humanos, cuando es tu propio representante elegido, ¿crees realmente que una tal persona comenzará a hacerlo cuando repentinamente represente a todo el país ante el mundo?
Escribo estas palabras en recuerdo de mi difunto buen amigo y abogado laboral Carlos Sánchez López (1954-2003), de Juchitán, Oaxaca, asesinado en la noche del 15 cumpleaños de su hija, en agosto de 2003, quien vivió y murió para que algún día pueda tener lugar un verdadero cambio.
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Al Giordano es editor de Narco News.
http://narcosphere.narconews.