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El gobierno como espectáculo

Fuentes: Critica Digital

Me invitaron a Olivos para el «anuncio trascendental» del jueves pasado, pero decliné la oferta. Pocos días antes me habían invitado al teatro Argentino de La Plata para la presentación en sociedad de la ley de radiodifusión y también me negué al dudoso placer de participar en el coro multitudinario. La invitación más significativa era […]

Me invitaron a Olivos para el «anuncio trascendental» del jueves pasado, pero decliné la oferta.

Pocos días antes me habían invitado al teatro Argentino de La Plata para la presentación en sociedad de la ley de radiodifusión y también me negué al dudoso placer de participar en el coro multitudinario.

La invitación más significativa era la segunda, porque venía a continuación de mi voto positivo en el adelantamiento de las elecciones y tal vez alguien se confundió pensando que apoyaba al gobierno y no al interés de la sociedad y el Estado.

Algo similar ocurrió el año pasado, después de la maratónica sesión sobre la 125. Como había votado a favor de las retenciones segmentadas, me propusieron subirme a la caravana de vehículos que partió, cargada de legisladores, hacia el besamanos de Olivos. Tampoco fui, por supuesto.

En los tiempos que vivimos, tanto el gobierno como la oposición suelen confundir coincidencias ocasionales derivadas de la lealtad a ciertos principios permanentes, con un apoyo a sus conveniencias puntuales. Ser recibido con sonrisas o execrado depende, por ejemplo, de la asistencia a una sesión especial.

En el caso del gobierno esa lealtad implica integrarse a un estilo, diría a una estética incluso, que me resultan totalmente ajenos. Es una suerte de Versailles bonaerense, en la que sólo cabe empolvarse la peluca, ajustarse las medias de seda, sacarles brillo a los escarpines de charol y prepararse para aplaudir anuncios enigmáticos cuando son formulados, entre sonrisas y reconvenciones, por Su Excelencia.

Mientras llega ese momento climático hay que abrazarse y besarse con personas a las que uno no invitaría ni a tomar un café y esperar paciente, entre ávidos apretujones, a que los esforzados soldados del protocolo presidencial les asignen un lugar en el espacio cortesano.

El Quincho de Olivos, devenido Trianón del poder bifronte, se ha convertido en el espacio predilecto de un estilo político que combina las inclinaciones dieciochescas de marqueses y marquesas con las sorpresas online del reality show. Es el gobierno como espectáculo.

Ante la carencia de un proyecto, ante la ausencia de una estrategia nacional, reina la táctica y el grueso margen de error que puede anularla o incluso volverla en contra, cuando ella carece de una visión trascendente y se limita a proponer soluciones de cortísimo plazo. Soluciones que no suelen pasar del jueves siguiente. Que sólo permiten ir durando hasta el próximo «anuncio trascendental». O, peor aún, que aumentan la irritación creciente de vastos sectores de la población cuando los espectadores descubren la tosca urdimbre del truco. Porque entonces, cuando la ilusión se esfuma, la sustituye el encono.

Es, precisamente, lo que ha ocurrido con esta última prestidigitación de las retenciones y su coparticipación con provincias y municipios. Aún los espectadores menos avisados entendieron rápidamente que este supuesto triunfo del federalismo constituye apenas una maniobra para asegurar el apoyo de gobernadores e intendentes en la inminente campaña electoral.

Así lo entendieron varios de los asistentes al Trianón que pelaron sus sofisticados blackberries o sus rústicas calculadoras para convertir en guarismos el maná presidencial que les estaban anunciando.

El llamado «campo», en cambio, volvió a redoblar los tambores de guerra. Los chacareros recibieron el anuncio como una provocación y actuaron en consecuencia. Reacción previsible que no justifica algunos actos de canibalismo político, como los cortes de ruta y los exabruptos macartistas.

Ahora bien, ¿no lo previeron los estrategas de Olivos o, por el contrario, se trataba de un efecto buscado ? En cualquiera de los dos casos es lamentable. Lo que menos necesita el gobierno y la sociedad en este momento es un regreso a los idus de marzo del año pasado, que dieron paso a la guerra gaucha y a la más vertiginosa evaporación de caudal político de que se tenga memoria.

Lo dije antes y lo reitero ahora : creo firmemente que el Estado nacional debe percibir retenciones por los derechos de exportación, como los percibe por derechos de importación. El sector público debe retener una parte de la renta agraria, como de la minera o la petrolera. Esos derechos no son coparticipables. Pero creo también que debe haber una ponderación racional y equitativa en su percepción, adaptable a las distintas coyunturas.

La realidad de los pequeños y medianos productores no es la misma que la de los grandes pools de siembra. Tampoco las condiciones de este marzo son iguales a las del año pasado. Media entre ambas situaciones una de las sequías más devastadoras de nuestra historia agropecuaria y un derrumbe en los precios internacionales de las commodities, como la soja.

También es verdad, para ser justos, que la recaudación fiscal no es la misma y que el gobierno debe munirse de recursos para hacer frente a crecientes obligaciones. Pero lo curioso es que este último «anuncio trascendental» no concurre a resolver ninguna de las dos falencias. Ni la de los productores ni las del Estado, que ahora resigna un 30 por ciento de las retenciones.

La medida desnuda lo que hemos venido señalando hasta el hartazgo desde esta columna : no existe un proyecto nacional y por lo tanto no existe un plan agropecuario que potencie a las distintas producciones. Esta carencia no se resuelve demonizando a un sector social remiso a soportar mayores cargas fiscales, sino construyendo un sistema de equidad.

Hay numerosos ejemplos históricos en todo el mundo de gobiernos que exigieron a sus pueblos esfuerzos extraordinarios para superar crisis, embargos y guerras, pero sólo fueron acompañados aquellos que pudieron demostrar imparcialidad y equilibrio en sus exigencias. La famosa doctrina de la manta, de la que hablaba Arturo Jauretche : «Que tape a todos o que no tape a nadie».

No es el caso de nuestro gobierno, que sigue sin aplicar de manera igualitaria el viejo sistema de premios y castigos. Que extravió el rumbo al olvidar que la crisis de representatividad sufrida en diciembre de 2001 sigue bullendo bajo la superficie.

Por eso juzgo que es mejor apartarse para tomar real perspectiva y no quedar atrapado en el minué de los cortesanos. No sé muy bien qué puede entenderse hoy por «progresista», pero estoy seguro de que no hay progreso alguno en un retorno a Versailles.