El caso de la anunciada estatización del grupo agroexportador Vicentín sacude a la Argentina y trasciende sus fronteras, en un contexto de aguda crisis económica mundial, que en la nación suramericana se suma al desastre dejado por el gobierno de Mauricio Macri. Una prueba de fuerza en que la derecha intenta llevar al gobierno recién asumido a la defensiva mientras intenta reparar un enorme fraude contra el Estado y la economía argentina.
El lunes 8 de junio el presidente argentino, Alberto Fernández, anunció junto a Matías Kulfas, su ministro de Desarrollo Productivo, una medida impensada: la intervención estatal de una gran empresa privada y la intención del gobierno de enviar al Congreso un proyecto de ley para su expropiación. Después de cuatro años de ultraneoliberalismo del gobierno de Mauricio Macri, la noticia cayó como una bomba en la política argentina. No solo por la estatización, sino porque se trata de Vicentín, uno de los más grandes grupos económicos de capitales nacionales que opera en el sector agroexportador, es decir, el sector que históricamente proporciona el grueso de las divisas provenientes de las exportaciones, eje central de los conflictos y disputas por la renta desde la consolidación del Estado-Nación en la segunda mitad del siglo XIX.
Mientras el anuncio generó entusiasmo en los seguidores del nuevo gobierno, que vieron confirmada así la voluntad de avanzar en una vía no neoliberal y con amplia participación estatal en la economía en tiempos de enorme zozobra provocada por la pandemia mundial de la Covid-19, despertó en cambio airadas reacciones en la derecha argentina. Se repite así la situación que se dio cuando la nacionalización de Repsol-YPF en el gobierno de Cristina Kirchner, aunque en aquel caso se trataba de una empresa asociada de manera simbólica a la independencia económica, la compañía nacional de petróleo Yacimientos Petrolíferos Fiscales, privatizada en los años noventa por Carlos Menem. El anterior gobierno kirchnerista había avanzado en la reestatización de empresas públicas en su forma original y privatizadas durante el anterior período neoliberal: además de YPF, otras empresas como Aguas Argentinas —ex Obras Sanitarias de la Nación— o Aerolíneas Argentinas, pero no en otras áreas privatizadas como las telecomunicaciones o la electricidad. Es decir, en el período de Néstor y Cristina Kirchner el Estado había recuperado centralidad y posiciones, pero sobre empresas antes estatales, y ni siquiera sobre todas las privatizadas durante los noventa, pues la mayor parte de las estatizaciones ocurrieron por graves irregularidades de las concesionarias y frente a la ausencia de capitales privados dispuestos a reemplazarlas o, como en el caso de Repsol-YPF o las AFJP —Aseguradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones—, por la grave pérdida que estaban ocasionando al patrimonio público y a la capacidad del gobierno de avanzar en las líneas maestras de su política económica.
Tampoco Macri, desde el polo opuesto, había avanzado para revertir estas nacionalizaciones. Su política fue, en cambio, el boicot de las empresas públicas desde el propio gobierno, desfinanciándolas y beneficiando a sus competidoras para hacerles perder mercado y forzar, con posterioridad, su reducción a meras empresas marginales o su nueva privatización. Si esos eran los planes, la derrota electoral los frustró, pero el efecto fue que, tanto Aerolíneas Argentinas como otras compañías públicas, llegaron en pésimas condiciones al cambio de gobierno.
Sin embargo, desde el primer periodo peronista de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado no se veía a un gobierno proclamar la voluntad de estatizar una empresa que no fuera una de las viejas y emblemáticas empresas públicas, operantes en las comunicaciones — trenes, teléfonos, correos— o en la industria pesada —como la siderúrgica SOMISA—. Tampoco se trata de una empresa en expansión o una compañía monopólica a estatizar para buscar el dominio de ese resorte económico. El grupo Vicentín no responde a las características clásicas que el Estado keynesiano usualmente estatizaría para tomar control de un área decisiva de la economía, ni una empresa próspera, pues iba camino a una quiebra casi segura, si bien provocada de manera intencional por sus propios directivos. Es, en cambio, solo uno de los diez grupos que dominan las exportaciones de granos, uno de los cuatro de capitales argentinos. Entonces, ¿por qué el gobierno de Alberto Fernández se arriesgó a un conflicto con uno de los sectores más poderosos de la clase dominante y que evoca al célebre «conflicto del campo» que en el año 2008 casi hacer caer el primer gobierno de Cristina Fernández? ¿Cuál es la conveniencia y la verdadera razón de expropiar Vicentín y convertirse en el blanco de las acusaciones destempladas de una derecha que, a nivel mundial, está más radicalizada y violenta de lo habitual en las últimas décadas, recuperando en su lenguaje y actitudes la hostilidad y agresividad contra el «populismo» y el «comunismo»? ¿Por qué hacerlo en medio de una pandemia, con una actividad económica paralizada en un 50 o 60 por ciento? Y, finalmente, cuál será el resultado de esta prueba de fuerzas: ¿avanza hacia una estatización, se queda a medio camino o fracasa en el intento?
Estas preguntas no son ociosas. A partir del anuncio del presidente se inició una confrontación política que el gobierno intenta reducir, mientras lo más radicalizado de la oposición quiere escalar hasta llegar a una batalla por todo o nada. En tiempos en que el mundo ve a una izquierda o centroizquierda apenas moderada, tímida, y una derecha cada vez más ultra y lanzada a posiciones que semejan un fascismo invertebrado, que a lo sumo articula prejuicios y defensa clara de intereses inconfesables, el todo o nada para el proyecto político del gobierno es casi decisivo en caso de derrota, mientras que para la derecha representaría solo un «nada» hasta la próxima oportunidad. El mérito de la oposición es haber convertido las dudas e improvisaciones del plan gubernamental en la posibilidad de dar esa pelea a fondo, surgida de una de las tantas consecuencias de su accionar en el gobierno hace apenas unos meses.
Ascenso y debacle del grupo Vicentín
Vicentín es un grupo de empresas que actúa en el rubro de la exportación de granos, de manera preferencial soja y otros cereales, y sus derivados, integrando una cadena que agrupa a productores agrícolas de las zonas más ricas de la Pampa húmeda de las provincias de Santa Fe y Córdoba. El grupo además está diversificado y posee fábricas de hilado de algodón, frigoríficos faenadores[1] de carne vacuna, destinados en su mayoría a la exportación, algunos complejos agroindustriales y participación en sociedades conjuntas con grupos internacionales, como la productora de biodiésel Renova, en asociación con la compañía suiza Glencore. Además, Vicentín tiene varias filiales y posesiones en otros países, entre las que se destacan Vicentín Uruguay y Vicentín Paraguay. El grupo nació a fines de los años veinte en la localidad de Avellaneda, que no es la famosa ciudad del Gran Buenos Aires cuna de dos de las grandes instituciones del fútbol argentino, sino una pequeña ciudad en el norte de la provincia de Santa Fe, zona agropecuaria en la llamada «pampa gringa», caracterizada por las colonias de agricultores migrantes europeos que llegaron al país en oleadas entre la segunda mitad del siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial.
De esos humildes comienzos, las familias fundadoras (Vicentín, Padoan y Nardelli, nombres que todavía se encuentran entre los propietarios de la empresa) fueron desarrollando una compañía pujante que recién encontró su despegue haciendo negocios con la última dictadura militar. No por casualidad, los actores clave de la clase dominante argentina en la actualidad son, en gran medida, los empresarios que multiplicaron sus patrimonios y negocios en los años del terrorismo de Estado, entre ellos la familia Macri (SOCMA), la familia Rocca (Techint), el grupo multimedios Clarín y, también, el caso que nos ocupa. A partir de esos contactos con los militares, tomando préstamos al exterior no devueltos y luego convertidos en deuda pública al final de la dictadura (también Vicentín tomó dos millones de dólares, una cantidad «insignificante» en el conjunto de 30.000 millones que dejó de deuda externa el «proceso» militar, pero una inyección decisiva para su desarrollo) y logrando diversas ventajas para el crecimiento de la empresa, la vieja Vicentín se fue convirtiendo en un poderoso grupo económico que, con el boom de la exportación de soja y el desarrollo del agronegocio, se elevó a los primeros planos de la economía argentina. Nótese el detalle: de la estatización de deuda privada por el Estado argentino jamás se quejaron los que hoy braman contra la supuesta implantación del comunismo.
Al asumir Mauricio Macri la presidencia, Vicentín ocupaba el lugar decimonoveno entre las grandes empresas del país y la cuarta posición entre los exportadores de granos, con un volumen de 3.000 millones de dólares anuales de facturación. En 2018, ya con el mandato de Macri avanzado, y antes de empezar a tomar créditos en forma desaforada en distintas instituciones bancarias, pasó a ocupar el sexto lugar entre las primeras 200 empresas y el primero entre los exportadores de cereales, junto con los grandes del agronegocio a nivel mundial, como Cargill o Dreyfuss. Sus ventas, que eran en el 90 por ciento al mercado exterior, ya estaban en el orden de los 5.900 millones de dólares anuales.[2] Los hermanos Sergio y Gustavo Nardelli, sus más notables directivos, se convirtieron en hombres muy cercanos al presidente, que premió al sector agroexportador con la quita de las retenciones a la exportación de la mayor parte de los productos y una rebaja sustancial en las que gravaban la soja. Además, Macri quitó toda regulación a los exportadores para liquidar las divisas en el país, lo que permitió a los grandes jugadores del sector vender su producción y dejar todo o casi todo el producto en divisas fuera de la plaza cambiaria local, generalmente en paraísos fiscales.
Todas estas medidas acentuaron la incapacidad del Estado de tener un mínimo control sobre las exportaciones agropecuarias, las más rentables de su economía, pues además de todos esos beneficios la subfacturación era —es— una práctica habitual. En el caso de Vicentín, una de las cuestiones que la crisis de la compañía sacó a la luz es la utilización de las empresas gemelas en Paraguay —en lo principal— y Uruguay para evadir impuestos, haciendo pasar exportaciones de granos argentinos como si fueran de esos países a través de operaciones ficticias entre sus filiales. En el caso de la sucursal de Paraguay la estafa era flagrante: la empresa paraguaya exportaba por 200 millones de dólares que no tributaban impuestos ni en Paraguay ni mucho menos en Argentina, con una estructura de seis empleados en una oficina en Asunción. El secreto a voces era que los barcos salían vacíos del Paraguay, bajaban el río Paraná hasta los puertos privados de la empresa y se cargaban con granos sin declarar en Argentina, que salían como exportaciones paraguayas. De esta manera, se contrabandeaba parte de la producción para la exportación sin rendir cuentas a nadie, ni siquiera en las ampliamente favorables condiciones del macrismo.
Por último, el grupo Vicentín comenzó a pedir abultados créditos a instituciones financieras nacionales e internacionales y acumuló una deuda inexplicable para una empresa exitosa y en crecimiento. En especial a partir de la derrota de Macri en las elecciones primarias de agosto de 2019, el grupo comenzó a recibir dinero del Banco de la Nación Argentina —BNA—, la banca pública más importante, presidido en ese tiempo por un conspicuo e histórico funcionario al servicio del capital financiero, Javier González Fraga. Estos préstamos se aceleraron luego de la definitiva victoria de Alberto Fernández en octubre del año pasado. Ya sabiendo que se iban del gobierno y de la presidencia del Banco Nación, González Fraga hizo aprobar a escondidas de su propio directorio créditos por unos 400 millones de dólares que Vicentín recibía y giraba al exterior. Se consumó así una gigantesca estafa, una maniobra desembozada de fuga de capitales a costa del Estado argentino como pocas veces antes se había visto, pero que no desentonó con lo que parece haber sido la tarea principal del gobierno macrista: un informe del Banco Central de la República Argentina estimó hace pocos días que, de los 100.000 millones de dólares de deuda externa que generó la presidencia de Macri, nada menos que 86.000 millones fueron a parar a cuentas y paraísos fiscales en el exterior.[3]
El 5 de diciembre de 2019, a solo cinco días del cambio de gobierno, el grupo Vicentín anunció de manera repentina que entraba en «estrés financiero», un llamativo eufemismo para la cesación de pagos. La deuda acumulada, entre bancos extranjeros —un 40 por ciento—, bancos nacionales, principalmente los bancos del Estado —30 por ciento— y productores y proveedores, ascendió a unos 1.800 millones de dólares. Una nueva maniobra de acumular, endeudarse y pasar el costo al Estado se había consumado.
¿Justicia financiera o batalla por la supervivencia?
Al asumir el nuevo gobierno, en medio de una crisis económica monumental signada por la cuantiosa deuda dejada por el gobierno saliente — incluyendo uno de los mayores préstamos otorgados por el Fondo Monetario Internacional en toda su historia—, se encontró con la sorpresa del enorme financiamiento que el Banco Nación había dado a una empresa que se declaró en convocatoria de acreedores apenas dejó de recibirlos. El crédito dado por el banco estatal equivalía al 20 por ciento de sus activos, lo que lo dejaba en una situación complicada para el papel de dinamizador económico que el nuevo gobierno tenía pensado para el BNA. Al mismo tiempo, Vicentín había dejado en la estacada a sus principales proveedores, a los cuales obligaron a entregar materia prima hasta casi el mismo día de declararse en «estrés financiero», sabiendo perfectamente que no iban a pagarles. Esto dejó un tendal de víctimas entre los productores agropecuarios de la zona que les proporcionan los granos al grupo, muchos de ellos pertenecientes a las cooperativas agrarias.
El Estado nacional, como uno de los principales acreedores de la empresa, comenzó a manejar la idea de la intervención o expropiación, pero no solo para recuperar sus pérdidas, sino para evitar la destrucción de un entramado productivo que, a pesar de su historia de fraudes y extorsiones, representa un grupo de capitales nacionales en medio de un rubro de la economía cada vez más extranjerizado. Además, un sector decisivo en el mercado exportador y en la provisión de las divisas que el país necesita y que el gobierno de Macri, al igual que en todos los períodos neoliberales anteriores, se especializó en brindar las herramientas legales para que salieran del país sin trabas. La lógica de la intervención estatal aparece clara y, asumiendo uno de los lugares comunes de los neoliberales, le permite «convertir la crisis en una oportunidad». La Vicentín estatal tiene muchas virtudes: recupera activos, evita la quiebra de productores pequeños y medianos y, por lo tanto, la mayor concentración del agronegocio, pone un pie en la producción de alimentos (a lo que llamó «soberanía alimentaria», provocando el airado enojo de los puristas), entra como actor en la exportación de granos y subproductos como empresa testigo que pondrá en evidencia, por contraste, las infinitas maniobras de evasión, subfacturación y contrabando de los exportadores y, por último, interviene en el mercado de cambios aportando una fuente genuina de divisas a las reservas del país.
Todo esto estuvo en la cabeza del gobierno al anunciar la intervención y la intención de expropiar a través de una ley del Congreso, que es como la Constitución Nacional lo establece. Aunque la derecha habla de confiscación, comunismo, etcétera, es la carta magna liberal de 1853 la que proporciona el instrumento, como en casi todas las constituciones liberales del mundo, por causas de «utilidad pública», y mediante el pago de una indemnización. Por supuesto, es el Estado el que definirá para qué usa la herramienta, y así como en otras ocasiones se utilizó para una enorme variedad de cosas –desde la construcción de obras de infraestructura hasta para recuperar fábricas y dárselas a cooperativas de trabajadores–, si se logra justificar la utilidad pública —que en este caso parece más que clara—, es cuestión de tener los votos en el parlamento para hacerla válida.
Pero, así como en el pensamiento del gobierno las razones son claras, también lo fueron para la derecha. Aunque argumenten cualquier otra cosa, ven clara la jugada y salen a convertirla en su propia oportunidad, una batalla política contra el «populismo» y el «comunismo» que quieren hacer ver en el gobierno de Alberto Fernández que, de ganarla, debilitaría el proyecto político-económico del Frente de Todos y dejaría al país al borde de la ingobernabilidad. Todo, en medio de una situación nunca vista como la pandemia del coronavirus que está llevando a una economía castigada al borde del nocaut.
Medios para dar la batalla no le faltan a una derecha poderosa, que acaba de dejar el gobierno con una derrota amplia pero que lograron presentar casi como una victoria. Desde la hegemonía en la comunicación hasta su excelso manejo de las redes sociales, que hacen pasar por masiva una manifestación marginal de algunos miles de burgueses airados y delirantes de las conspiraciones que salen a protestar, tanto por la defensa de la propiedad privada, como contra el dominio de un imaginario Nuevo Orden Mundial provocado por la tecnología china del 5G y el aislamiento social por lo que juzgan como una pandemia imaginaria y que coarta la libertad. Pero, en lo fundamental, por la capacidad de lobby que demuestran, incluso llevando a parte de los acreedores a estar en contra de la única posibilidad que tienen de recuperar su dinero, y elevando la expropiación al nivel de la amenaza del comienzo de un Estado que viene a llevarse puesto al capital. Esta presión apuntó no solo a su propio sector social, sino a quebrar la base de sustentación del gobierno, una coalición peronista que incluye sectores moderados o, incluso, de derecha, que por ideología y temor dudan de apoyar una medida que lograron hacer aparecer como de gran radicalidad.
En esa estrategia, cacerolazos, manifestaciones de locos anticuarentena, airadas editoriales mediáticas y presiones —más serias— de los poderes financieros internacionales que amenazan con llevar el caso a los tribunales internacionales que castigaron ya repetidamente a la Argentina por decisiones soberanas llevadas a cabo en anteriores gobiernos, forman parte de ese empuje destinado a romper el frente interno gubernamental. Agitan, entonces, el fantasma de «la 125», la fallida resolución que aumentaba los derechos a la exportación de granos —las retenciones— que llevaron a una rebelión de las patronales agrarias que casi hace caer al gobierno de Cristina Kirchner en 2008, justamente al haber logrado cooptar a parte de la alianza de gobierno, empezando por el mismísimo vicepresidente.
Esta situación es la que está llevando al caso Vicentín a una coyuntura de riesgo para el gobierno. Si la anunciada intervención fracasa —por ejemplo, al no reunir los votos decisivos en el Congreso por falta de aliados o pérdida de votos parlamentarios propios— o porque el mismo gobierno da marcha atrás ante este riesgo, la derecha va a ir por más. Si logra imponerse, la oposición solo deberá esperar la próxima oportunidad. Es una dinámica permanente a la que todo proyecto político que no responda al bloque de poder dominante en el país, la región y en el mundo, deberá acostumbrarse.
Entendiendo esta situación, el gobierno hizo jugar la carta de una intervención de la mano del moderado gobernador de la provincia de Santa Fe, Omar Perotti, que permitiría evadir la batalla por la expropiación sin renunciar al objetivo del control estatal de la empresa. Justo antes de presentar esta nueva propuesta, el juez del concurso —un oscuro juez de una ciudad de mediana importancia del interior de esa provincia— desconoció la intervención decretada por el Gobierno nacional y restituyó a los directivos de la empresa en sus cargos. La batalla judicial, terreno propicio donde el poder de clase se mueve a sus anchas, también empezó a mostrar sus rispideces, como lo viene haciendo en toda América Latina. La propuesta de Perotti gira en torno a sumar al Estado provincial a la intervención y a conseguir el aval de los principales acreedores argentinos, públicos, cooperativos y privados, para una gestión estatal que logre preservar los activos del grupo y devolver las acreencias asociando a los productores al destino de la nueva empresa. Una manera de estatizar, con propiedad mixta pero garantizada por los poderes públicos, y quitarle a la oposición radicalizada la bandera de la lucha contra la expropiación, usando sus propios argumentos —uno de ellos es que hay un concurso y se debe resolver por la vía ordinaria y no por la expropiación—.
El gobierno de Alberto Fernández asumió sabiendo que tomaba las riendas de un país difícil de controlar, con una economía destruida por cuatro años de neoliberalismo salvaje y una deuda externa condicionante. Sin contar con la extraordinaria situación de la pandemia de la Covid-19, imaginó un primer año difícil, haciendo equilibrio entre las acuciantes necesidades de un pueblo que sufrió el macrismo y esperaba —y lo continúa haciendo— un gobierno que alivie su pesar y restituya derechos perdidos, y una difícil negociación por una deuda externa impagable. Se encontró con algo aún peor, con sorpresas como esta de Vicentín. Como algún funcionario ejemplificó, «en cualquier cajón que abras en una oficina de un Ministerio aparece una deuda». El neoliberalismo o ultraneoliberalismo, no solo es un programa económico y político, sino un arma de destrucción masiva de la capacidad del Estado para intentar dar marcha atrás con ese proyecto o para hacer cualquier cosa que se desvíe de las líneas maestras dictadas por el capital concentrado.
El desafío del gobierno es no solo tomar las riendas de la economía desde el Estado y a favor de los intereses nacionales y el bienestar popular, que es para lo que fue votado y lo que se espera de él, sino que debe hacerlo con un instrumento inutilizado, el llamado «Estado bobo» neoliberal y al que debe transformar. Nada que no se haya puesto en blanco y negro desde hace más de un siglo y medio, pero sin haber hecho ninguna revolución, sino formando parte del mismo sistema político, lo que es un signo de los tiempos que corren. El caso Vicentín es un claro ejemplo.
Notas:
[1] Faenar: Matar reses y descuartizarlas o prepararlas para el consumo (Nota de La Tizza).
[2] Datos provenientes del informe del director del BNA, Claudio Lozano, sobre el caso Vicentín (Nota del Autor).
[3] http://www.bcra.gov.ar/Noticias/publicacion-de-informe-mercado-cambios-deuda-2015-2019.asp