Argentina vive un colapso de tristeza general. De repente olvidó la pandemia, la crisis económica y social para sumergirse en un duelo colectivo por la muerte de Diego Maradona, un número 10 hecho país, una reivindicación popular en pantalones cortos y cara de chiquilín sin maestra. Silencio hospital en su país, conmoción en todo el mundo.
“De una patada fui de Villa Fiorito a la cima del mundo y ahí me la tuve que arreglar solo”, solía decir. Y, una semana después de su cumpleaños 60, Diego fue operado con éxito de un edema cerebral, tras una descompensación, luego de que su salud se viera deteriorada por su adicción al alcohol y la dependencia a los psicofármacos, lo que derivó en un cuadro quirúrgico por un hematoma subdural en su cabeza.
Y el país celebró la última gambeta de su héroe dramático. “Es evidente que tengo línea directa con el Barba”, dijo en 1997, en referencia a Dios, después de una de sus habituales resurrecciones. Ya no habrá más.
El 11 de noviembre había recibido el alta clínica (pero no el alta médica) en el sanatorio de Olivos, donde fue operado el 3 de noviembre, para continuar con un tratamiento ambulatorio en una casa ubicada en un barrio cerrado de Nordelta.
Dicen que la vida se cobra los excesos, descuidos y conflictos emocionales. La última vez que entró a una cancha, como técnico de Gimnasia y Esgrima de La Plata, parecía llevar encima el físico y los pesares de un hombre maltrecho de 80 años, ayudado por dos auxiliares incluso para caminar,
Fue cuando su historial clínico volvió a la memoria de todos: desde su vieja adicción a la cocaína, la obesidad que lo golpeó a inicios del 2000 y el posterior bypass gástrico, un corazón que hacía mucho años trabajaba al 30 por ciento, los sangrados estomacales cada vez más habituales, problemas severos con el alcohol, las sucesivas operaciones en sus rodillas y los miles de golpes brutales que recibió como jugador, incluida la fractura de un tobillo.
Era un salto al vacío sin paracaídas, una montaña rusa constante con subidas empinadas y caídas abruptas. Y murió el mismo 25 de noviembre, cuatro años después que su admirado Fidel Castro.
Para los “estudiosos” el fútbol será un simulacro de guerra, pero los estadios constituyeron para Maradona su único remanso de paz, una infancia eterna. La vida afuera de los campos de juego siempre le pesó. Ser Maradona y tener un solo cuerpo fue una pelea desigual, como él mismo dijo,
Una historia sin igual
Villa Fiorito, en el postergado sur del cono urbano de Buenos Aires, fue el punto de partida de una vida televisada desde aquel primer mensaje a cámara en un potrero en el que un nene decía soñar con jugar en la Selección..
Quizá su mayor coherencia haya sido la de ser auténtico en sus contradicciones. La de no dejar de ser Maradona ni cuando ni siquiera él podía aguantarse. La de abrir su vida de par en par y en esa caja de sorpresas ir desnudando gran parte de la idiosincrasia argentina. Maradona es los dos espejos nunca pudo ocultar ninguno): aquel en el que resulta placentero mirarnos y el otro, el que nos avergüenza, señala el diario Clarin.
Es el que se va bañado de gloria del estadio Azteca y el que sale de la mano de una enfermera en Estados Unidos. Es el que arenga, el que agita, el que levanta, el que motiva. El que tomaba un avión desde cualquier punto del mundo para venir a jugar con la camiseta de la Selección.
Es el novio de Claudia y es también el hombre acusado de violencia de género. Es el adicto en constante lucha. El que canta un tango y baila cumbia. El que se planta ante la FIFA o le dice al Papa que venda el oro del Vaticano. El que fue reconociendo hijos como quien trata de emparchar agujeros de su vida.
El neoliberalismo noventoso lo quiso convertir en un íono, pero el se tatuó la cara del Che en el brazo y se subió a un tren para ponerse cara a cara contra Genorge Bush y ser bandera del progresismo latinoamericano, al grito de ¡ALCA-rajo!, junto a Hugo Chávez y Evo Morales.
Es Diego, el hombre que abraza a la Copa del Mundo, el que maldice cuando los italianos insultan el himno de su país y el que le saca una sonrisa a los héroes de Malvinas con un partido digno de una ficción, una pieza de literatura, una obra de arte.
En esos cuatro minutos que transcurrieron entre los dos goles que hizo el 22 de junio de 1986 contra los ingleses en el estadio Azteca, le dijo al mundo quién es Maradona. El tramposo y el mágico, el que es capaz de engañar a todos y sacar una mano pícara y el que enseguida se supera con el mejor gol –quizás- de todos los tiempos.
En 2005 se entrevistó a sí mismo. El Diego de saco le preguntó al de remera de qué se arrepentía. “De no haber disfrutado del crecimiento de las nenas, de haber faltado a fiestas de las nenas… Me arrepiento de haber hecho sufrir a mi vieja, mi viejo, mis hermanos, a los que me quieren. No haber podido dar el 100 por ciento en el fútbol porque yo con la cocaína daba ventajas. Yo no saqué ventaja, yo di ventaja”, se contestó.
Dicen que en el último tiempo ya no quería ser Maradona y ya no podía ser un hombre normal; nada lo motivaba, ya no servía el paliativo de los antidepresivos ni las pastillas para dormir.
En la autoengtrevista de 2005, el Diego de traje le propuso al de remera que deje unas palabras para cuando a Diego le llegue el día de su muerte. “Uhh, ¿qué le diría?”, piensa. Y define: “Gracias por haber jugado al fútbol, gracias por haber jugado al fútbol, porque es el deporte que me dio más alegría, más libertad, es como tocar el cielo con las manos. Gracias a la pelota. Sí, pondría una lápida que diga: gracias a la pelota”.
Lo llora Villa Fiorito, escenografía inicial de esta historia de película y pieza fundacional para comprender al personaje. Lo llora toda la Argentina y también Nápoles, donde con una pelota cambió la vida de una ciudad para siempre.
«Diego Armando Maradona fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable. Pero los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero», señalaba Eduardo Galeano.en el libro póstumo ‘Cerrado por fútbol’, publicado en 2017.
En ese texto el escritor oriental agregaba: «Maradona fue condenado a creerse Maradona y obligado a ser la estrella de cada fiesta, el bebé de cada bautismo, el muerto de cada velorio. Más devastadora que la cocaína es la ‘exitoína’. Los análisis, de orina o de sangre, no delatan esta droga», .»Gracias por enseñarme a leer el fútbol»,comentó Diego tras enterarse de su fallecimiento en 2015.
Rubén Armendáriz. Periodista asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)