Saber dónde reside lo político en las relaciones sociales, y cuál es su núcleo incandescente y definitorio, es esencial. La estructura del Estado y las garantías constituyen la esencia de lo político.
Quien destruye las garantías por conveniencias de ocasión debe saber que lo que hace va a tener consecuencias. Destruir las garantías significa, más allá de las intenciones de los actores, inclinarse -siguiendo a Carl Schmitt- por la lógica amigo-enemigo como definición de lo político.
Ahora bien; si hay un caso suscitador de reflexiones como las que anteceden, es el expediente «Boudou, Amado, y Otro s/ cohecho». Que los jueces que han intervenido y todavía intervienen en esta causa apliquen el derecho es algo de lo que, legítimamente, se puede dudar.
Entrar en las consideraciones de fondo -que es lo que el ex vicepresidente de la Nación reclama y se le niega- excede espacio y propósitos de esta nota. Lo que está en juego ahora, de modo inmediato, es el capítulo de la ejecución de la pena. Y si la referida lógica amigo-enemigo (lógica violenta si las hay) lleva incluso a enervar la garantía del art. 18 de la Constitución Nacional, en ese caso no es ya Amado Boudou quien está en un problema, es la Argentina y su democracia las que empiezan a arriar las banderas de la convivencia y a abonar el suelo de la arbitrariedad con el fertilizante de una retórica formalmente jurídica pero materialmente hueca y huérfana de razones.
En efecto, las cárceles de la Nación han de ser para «seguridad» de los detenidos, como establece ese artículo constitucional, ya sea que por este vocablo se aluda a una deseable indemnidad física y psíquica de aquéllos o a certezas acerca de evitar la posibilidad de que eludan la pretensión punitiva del Estado.
En cualquiera de los dos casos, no es en la cárcel donde el exvicepresidente encontrará la «seguridad» a la que con todo derecho aspira para continuar sus estudios y -sobre todo– mantener la relación paterno-filial con sus dos pequeños hijos de 2 años de edad. En la segunda hipótesis, el período de casi un año, ya pasado, de prisión domiciliaria, acredita la inexistencia del «poder residual» de que sedicentemente dispondría el ex vicepresidente para entorpecer la causa o fugarse del país. Es la patética «doctrina» Irurzun la que se estaría aplicando al caso.
El 7 de agosto de 2018 el Tribunal Oral Federal 4 de Capital Federal dio a conocer la sentencia en la causa de la imprenta Ciccone Calcográfica, por la cual, basado en la declaración de un solo testigo, Alejandro Vandenbroele, retribuido con el equivalente de más de cinco millones de pesos actuales por el Programa de Testigos Protegidos, condenó a Boudou a 5 años y 10 meses de prisión por los delitos de cohecho y negociaciones incompatibles con el ejercicio de la función pública. Boudou apeló ante la Corte, que rechazó el recurso en tiempo récord (unos días) sin molestarse siquiera en fundamentar su decisión, utilizando el atajo cuasimonárquico del art. 280 del Código Procesal que le permite rechazar «porque sí» y sin fundamentos el grito de las personas que claman nada menos que por la libertad, esa libertad que les parece hierática cuando se refiere a los negocios pero una banalidad si se trata de silenciar al enemigo.
Es la misma Corte que aún tiene sin resolver el recurso interpuesto, por Carlos Menem contra la sentencia condenatoria por contrabando agravado de armas a Ecuador y Croacia, a 7 años de prisión confirmada por la Cámara de Casación en marzo de 2013, lo cual le permitió renovar su mandato de senador.
Según el juez de ejecución, al quedar firme la sentencia para Amado Boudou, las condiciones ya no son las mismas, y debe volver a prisión. Pero ese es un razonamiento falaz. Si la duda ameritaba no infligirle al imputado sufrimientos innecesarios mandándolo a la cárcel, ¿la presunta certeza sobre su culpabilidad sí amerita infligirle esos sufrimientos? La cuestión excede lo jurídico y exorbita hacia el plano político y axiológico.
Lo actuado hasta hoy por una parte sustancial de la justicia argentina en el tema que nos ocupa es una revancha, y también una advertencia: la última línea contra el «populismo» es el poder judicial y los que se obstinen en soluciones de tal guisa ya saben lo que tienen que esperar.
El problema, para los argentinos, estaría residiendo en que el derecho ha devenido instrumento para la «purga». Y es ésta una palabra que carece por completo de neutralidad. Remitea aquella noche de los cuchillos largos (Nacht der langen Messer) durante la cual Hitler acabó con sus enemigos y que mereció enseguida una ominosa interpretación: Carl Schmitt, en un artículo que tituló “El Führer defiende el derecho”, dijo que ese exterminio de opositores había sido un acto de defensa del derecho.
A diferencia de aquellos liberticidas del siglo XX, estos del XXI no quieren purgar a sus iguales sino a los que se les oponen porque son distintos.
Estamos entrando, en la Argentina, en zona de riesgo institucional. Aquí, la derecha -todavía- no se ha extraviado hasta ningún límite, como sí lo hizo ayer cuando prohijó y aplaudió en sordina al terrorismo de Estado. ¿Por qué? ¿Por falta de deseo? No. Es porque el pueblo argentino se ha movilizado permanentemente, y lo seguirá haciendo, para que las garantías procesales no sucumban, para que dos niños de dos años no sean sometidos nuevamente a experimentar la ausencia paterna, y para que rija efectivamente el art.18 de la Constitución Nacional que prohíbe que los presos sufran la aplicación de “toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija”. Esa norma también hace “responsable al juez que la autorice».
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/315150-hay-jueces-que-interpretan-el-derecho-como-hitler