El año de la peste finalmente terminó, nos deja tremendas
secuelas y una gran incertidumbre. El 2021 se inició con
la vacunación y las esperanzas depositadas en ella.
El año de la pandemia como recordaremos por siempre al 2020 (de la rata de metal en el horóscopo chino), terminó con un rebrote del virus y con el descubrimiento de las vacunas, pero también con el logro del aborto legal seguro y gratuito, resultado de años de movilizaciones y debates. El 2021 (año del búfalo) será el de la vacunación masiva y deberá ser sí o sí, más allá de lo que diga el horóscopo, el de la lucha contra la desigualdad social.
El filósofo italiano Antonio Gramsci supo escribir un célebre texto en el que afirmaba «odio el año nuevo». Lo odiaba porque «se acaba creyendo que de verdad, entre un año y otro, hay una solución de continuidad y que empieza una nueva historia. Así la fecha se convierte en una molestia, un parapeto que impide ver que la historia sigue desarrollándose siguiendo una misma línea fundamental».
El escrito del fundador del PC italiano es certero, no caben dudas de esas secuencias que se trasmiten de un año a otro. Sin ir más lejos en este inicio del 2021 la pandemia no solo no llega a su fin sino que está recrudeciendo, la economía del país se hundió y sigue el interrogante sobre el futuro de una crisis inédita y su comportamiento en el 2021 que, más allá de un rebote, no es seguro el crecimiento.
Continuidades
El estancamiento de la economía y un proceso recesivo que lleva ya tres años, profundizado por la pandemia, ha provocado una desocupación creciente y caída de los ingresos populares (salarios, jubilaciones). Según los últimos informes disponibles del INDEC y la UCA la tasa de desocupación estaría en el 14,2 por ciento de la población activa, pero si se la corrige por el efecto desaliento (quienes dejan de buscar trabajo) estaría en el 28,5. La pobreza habría alcanzado al 44,2 por ciento de la población (10,1 la indigencia); si no fuera por los planes asistencialistas (IFE, AUH, Tarjeta Alimentar y otros) llegaría a 53,1 por ciento.
Hay continuidades ya históricas: la restricción externa y la inflación, presentes en todas las crisis; la deuda externa y su correlato el FMI y sus préstamos, que en buena parte son la causa de esas continuidades históricas. La deuda externa consume los excedentes que genera la actividad productiva del país desde la dictadura militar de 1976 en adelante (Planes Baker y Brady, canjes y megacanjes, blindaje y reestructuraciones), todo bajo el atento control del FMI, con quién en ese período se firmaron más de 20 programas de «ayuda» destinados a estabilizar la economía y equilibrar las cuentas. Ninguno funcionó, peor aún, incrementaron las crisis, subordinando todo intento de desarrollo de las fuerzas productivas.
Por el contrario la aprobación de la ley IVE (Interrupción Voluntaria del Embarazo) es el último eslabón de una larga cadena de ampliación de derechos desde 1983 a la fecha: patria potestad compartida, divorcio vincular, fertilidad asistida, muerte digna, matrimonio igualitario, identidad de género, cultivo y uso del cannabis medicinal, aborto legal… Aquí sí hay continuidad; si hasta ahora el lema era «que sea ley» a partir del nuevo año será «que se cumpla la ley».
Rupturas necesarias
Es cierto que la situación social se agudizó por la pandemia, pero no menos cierto es que las desigualdades sociales crecientes son también resultante de esas continuidades estructurales negativas. Mantienen su permanencia en el tiempo desafiando toda política asistencialista instrumentada por los distintos gobiernos a través de los años. Es una tendencia mundial resultado de la lógica de la acumulación del capital en este período histórico, que en nuestro país tiene rasgos propios. Incluso en el ciclo progresista de América Latina todos los gobiernos redistribuyeron ingresos, todos bajaron la pobreza, sin embargo las desigualdades crecieron. Fue así porque la tasa de acumulación en lo alto de la pirámide resultó mayor y rotó más velozmente que la tasa de reducción de la pobreza en el extremo inferior de la pirámide. En el año de la pandemia las 500 personas más ricas del planeta incrementaron sus patrimonios en más de un 30 por ciento.
No estaría mal que al menos por una vez esas secuencias se discontinuaran. Que el aserto del filósofo italiano no se cumpliera. Que efectivamente hubiera una ruptura con ese pasado y se empezara una nueva historia. Que en el 2021 la vacunación masiva diera resultados, que a mediados de año el Covid 19 fuera un mal recuerdo. Que se suspendieran los pagos y se hiciera una investigación de la deuda y se cancelara todo compromiso con el Fondo. Que todos los recursos disponibles se volcaran a la recuperación de la economía, a crear empleo y aumentar salarios y jubilaciones. Que las leyes se cumplieran. Pero así como las crisis, las restricciones y el endeudamiento, la desocupación y la pobreza no son obra de la fatalidad ni un hecho de la naturaleza, tampoco lo son las medidas a tomar para resolver los problemas que se crean. Unas y otras dependen de decisiones políticas.
Que paguen los que más tienen
Ya lo hemos dicho desde esta columna la solución no pasa por mayor asistencialismo a los pobres, aunque en la coyuntura resulte un paliativo necesario, tampoco por hacer más eficiente esas asistencias, aunque sería bueno mejorarlas. Por el contrario se necesita una política tributaria progresiva que financie un plan de efectivo desarrollo de las fuerzas productivas, acompañado por un salario social garantizado por el Estado. El recién aprobado impuesto a las grandes fortunas es un primer paso, insuficiente y limitado pero en la dirección correcta. Todo pasa por hacer que los ricos de toda riqueza contribuyan a un país más igualitario.
Eduardo Lucita. Integrante del colectivo EDI (Economistas de Izquierda).