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El peronismo realmente existente

Fuentes: Rebelión

Un 4 de junio de 1946, es decir hace exactamente 75 años, Juan Domingo Perón daba inicio a su primer periodo como presidente de Argentina.

De aquel entonces a hoy el llamado peronismo ha transitado variadas etapas que dificultan una caracterización unánime sobre su proyecto o modelo político. Una síntesis posible de ese trayecto histórico puede elaborarse partiendo de reconocer el pasaje que va desde la configuración de un programa político reformista y pluriclasista, a un aparataje burocrático electoral esencialmente pragmático y carente de una ideología cohesionadora coherente.

Para tratar de explicar esto sería una obviedad decir que hubo un antes y un después en este movimiento político marcado por la muerte del líder conductor. Lo que no es tan obvio es decir que incluso durante su periodo de vida, el propio Perón promovió el famoso pendular de su movimiento, que significó la pervivencia no sólo de sectores pluriclasistas en su seno, sino de políticas que iban desde el acérrimo antocomunismo de derechas a medidas que pueden señalarse como obreristas: se trataría más que de un pendular, de los primeros síntomas de ambigüedad ideológica. Pero, al no pretender en este escrito asumir un análisis histórico de los años de los gobiernos peronistas encabezados por Perón, basta mencionar que la ausencia de claridad ideológica ha quedado incorporada en el sentido común contemporáneo con una denominación tan amplia como vaga: la llamada corriente ideológica nacional-popular. En palabras de su propio líder bautizada como »justicialista», por aspirar a la justicia social pero sin ser socialista.

Esa concepción nacional-popular, estandarte presente de gran parte de la militancia de la izquierda peronista (ya que existió y sigue existiendo la derecha peronista) no puede ser entendida como un valor ahistórico, es decir, estar aislada en su contenido del contexto social específico de su época. En ese sentido, bien podría recordarse que para la década de 1940, cuando Perón irrumpe en la escena política como parte de un golpe de Estado militar, el mundo se encontraba atravesando una etapa signada por la conflictividad interimperial que desencadenó en la segunda guerra mundial. En tal escenario, una postura que tomaba mucha fuerza dentro del estamento militar argentino giraba en torno a la concepción de la soberanía nacional articulada a una perspectiva de tipo militar, propia del contexto de guerra. En otras palabras, la defensa y seguridad del Estado eran los pilares del nuevo (para aquel entonces) entramado geopolítico que aún no contaba con la consolidación de los Estados Unidos como nuevo gendarme del orden global. En ese momento, desde esa perspectiva militarista, se encauzaba una lectura de la soberanía nacional como capacidad de decisión sobre el lugar que la Argentina debía y podía ocupar en el cambiante orden mundial . Una de las particularidades del peronismo de aquel entonces fue que la defensa de la soberanía nacional se propuso como una línea política a desarrollar en atención a la conjunción de medidas diversas que robustecieran la economía del país mediante un esquema redistributivo de la riqueza que, sin afectar la concentración de la propiedad ni el sistema de producción, lograra vincular a los sectores obreros y las clases medias a través de la citada mejora de sus condiciones de trabajo y capacidad de consumo, junto a las clases propietarias, asumiendo un ideario de conjunción pluriclasista de intereses supuestamente conciliables. Tal el programa que encarnaba el ideario de nación y de justicia social en ese momento.

Pero, como ha sido ampliamente analizado por estudios sobre el tema, la baja permeabilidad de los sectores de la oligarquía tradicional a aceptar este sistema redistributivo que, a la larga, no significaba una afectación profunda en el esquema general de concentración de su riqueza, hizo que dentro del propio peronismo aparecieran variantes que buscaron reforzar la inserción de los sectores trabajadores, como foco de presión para que las elites renuentes aceptaran el modelo de gestión peronista. Dentro de esta búsqueda resultó muy destacable la generación de una matriz discursiva que delineó una perspectiva cultural y simbólica afín a los valores de la clase trabajadora, para ser integrada como estandarte de la política sin que lo fuera de la economía. Lo nacional-popular se estructuró como un conjunto de dispositivos simbólicos que suponían ofrecer la integración de los sectores obreros al modelo de gobierno, al tiempo que se consolidaba el modelo productivo de industrialización dependiente.

Como también ha sido ampliamente analizado en diversos estudios, luego del golpe militar que derrocó a Perón en 1955, y afianzado el poder estadounidense en referencia a su rol intervencionista dentro de Latinoamérica, el peronismo, fuera del poder, recabó en sus bases militantes para configurar un movimiento realmente popular y de resistencia. Las casi dos décadas siguientes evidenciaron la proyección de una tendencia peronista realmente nacional y popular, en el sentido de constituir un proyecto político de nación desde abajo. Pero, la potencialidad de una articulación entre la resistencia peronista y los proyectos revolucionarios de la izquierda marxista, manifiestos en la imposibilidad de los sectores dominantes (a través del poder militar) de consolidar la estructura de poder interno y sosegar la lucha de los sectores trabajadores propia de los años 60 ́s y principios de los 70 ́s, hizo que se pensará en el regreso del propio Perón como una prenda de garantía para cooptar la capacidad de movilización popular y restablecer el anhelado orden.

Una vez más el peronismo evidenciaba su carácter multiforme y su utilidad práctica para las clases dominantes. El regreso de Perón confirmó que los intereses de un sector de la elite local podían defenderse bajo el corsé de un discurso aparentemente popular (como antaño sucedió). Sin embargo, en su tercer mandato, el carácter represivo y la política antiobrera mostró su faceta más elocuente. Un balance de las medidas políticas tomadas entre los presidentes Perón y su sucesora Isabel Perón resultaría plenamente favorable a la afirmación del carácter regresivo del tercer peronismo. Tras esos años, la llamada derecha peronista se consolidaba como dirigencia del movimiento, relegando su vertiente popular a los discursos y las añoranzas de las bases militantes.

Pasada la dictadura cívico-militar, y tras el retorno de la democracia, reaparecerá el peronismo en su forma menemista. No sería necesario explayarse demasiado en un balance de los años de ese gobierno para, recordando su escandalosa funcionalidad de cara al avance del modelo privatizador neoliberal, concluir en la identificación del peronismo de los años 90 ́s como un modelo de gobierno carente de una ideología específica y, más bien, portador de una perspectiva pragmática que buscaba garantizar los intereses de los sectores tradicionales de poder vía cooptación de las clases trabajadoras. El descalabro del peronismo fue tal que los años 90´s culminaron con un desastre en lo económico y una crisis institucional sin precedentes; las jornadas de rebelión del 2001 y 2002 así lo recuerdan.

Pero, como también sabemos, del desastre encabezado por el peronismo neoliberal volvieron a resurgir las nunca apagadas llamas de la organización desde abajo. Y fue sobre esas bases que se instaló el modelo kirchnerista que representó una nueva prenda de garantía para ciertos sectores de poder. Lo nacional-popular implicó entonces un salvataje al modelo de orden económico capitalista y a la institucionalidad burguesa que lo regula: ese es nacionalismo peronista. Al tiempo, su carácter popular estuvo expresado en la inserción de ciertas reivindicaciones de las clases trabajadoras, retomando algunos elementos del viejo sistema redistributivo, en un contexto internacional favorable a las políticas neodesarrollistas que apostaron a la profundización del modelo primario exportador y se beneficiaron del precio de los commodities. También, se configuró un discurso favorable a políticas igualitarias y de defensa de los derechos humanos, como una de las muestras del influjo que, empujando desde abajo, daba un cierto carácter pluriclasista al modelo. El peronismo revivió de entre sus cenizas dando a luz una nueva generación de militantes, en especial, entre los sectores medios urbanos más susceptibles a las políticas de fomento al consumo y a las demostraciones simbólicas. Al mismo tiempo que se retomó la vieja táctica peronista de intervencionismo y cooptación dentro de la estructura sindical, se favoreció a un nuevo sector de la burguesía con las ventajas de la contratación y los cargos públicos.

Pero, el viento favorable fue apagando su vigor y, ya para el segundo mandato de la empresaria hotelera, Cristina Fernández, los buenos tiempos peronistas eran una extraña mezcla de añoranzas lejanas y discursos inofensivos. La muy famosa grieta en la política argentina se acentuó entre los sectores dominantes proclives a confiar en el peronismo como garantía de la gobernabilidad, a través de la mezcla de medidas asistencialistas y cooptación de los sectores populares, y aquellos sectores dominantes adeptos a la clarificación de la explotación de clase sin maquillajes populistas. Hablar de grieta, obviamente, no es lo mismo que de lucha de clases.

Pero, la cuenta pendiente que debe reconocerse al modelo kirchnerista es la clara demostración que de las políticas reformistas y de gestión »humana» del capitalismo no se avanza hacia una transformación estructural (mucho menos revolucionaria) del injusto y desigual sistema de explotación y empobrecimiento actual, sino todo lo contrario. La puesta en valor del viejo esquema productivo que propuso el kirchnerismo no es la antítesis del ajuste macrista que significó el aumento de la concentración de la riqueza de la clase propietaria: es más bien su antecedente lógico (o su factor de impulso). No hay una contradicción entre las políticas de Cristina y de Macri sino una racionalidad de continuidad estructural. Bien lo sabían los propios peronistas que, en las elecciones de 2015 ya vociferaban con desespero que había que votar por su candidato Scioli, pues este representaba el modelo de ajuste más gradual y, por ende, ¡menos malo! (pero el ajuste o recomposición de la acumulación capitalista era indudable).

Y, tras los años del brutal ajuste del gobierno macrista, es posible que la táctica de votar por el menos malo haya favorecido el regreso del peronismo en 2019. Así, el modelo del frente de todxs, más que heredero de un proyecto decadente, es la prístina expresión del pragmatismo político, de gestión populista. Llegado nuevamente el turno del peronismo en la sucesión bipartidista burguesa que el kirchnerismo se empeñó en defender desde 2003, los meses de gobierno albertista han demostrado con creces su carácter ambiguo.

Las coincidencias que muestran las políticas burguesas de (mal) manejo de la pandemia en toda Latinoamérica, incluida Argentina, son elocuentes. Pasando por alto aspectos de salud pública (que merecerían un análisis aparte), es destacable el perfil autoritario con el cual se justifica y supone legitimar la habilitación de las fuerzas de seguridad para reprimir al pueblo con la excusa del cuidado sanitario. La generación de planes sociales de alivio económico, evidentemente insuficientes y no pocas veces volcados a los subsidios a los empresarios, la injustificada tardanza para intervenir en el esquema impositivo y recaudar de los grandes poderes económicos que han salido fortalecidos en esta pandemia, son dos ejemplos más que aúnan a gobiernos neoliberales (casos Chile o Colombia) con el peronismo actual.

En otros rubros, el modelo peronista del presente ha pasado de reprimir las tomas de Guernica (con las tácticas patoteras de siempre) perfilando un discurso en defensa de la propiedad privada por sobre el derecho humano a la vida digna y la vivienda, al impulso a la ley de interrupción legal del embarazo: ¿donde queda lo nacional-popular entre estos dos ejemplos? Quizás una respuesta más cercana pase por reseñar las políticas de congelamientos de tarifas de servicios públicos que desde la presidencia exponen como una muestra del carácter popular del gobierno. La pregunta sería si eso no termina legitimando las brutales subas en esos rubros durante el periodo macrista. El daño ya fue hecho a los bolsillos y no hay vuelta atrás. Todo lo que se nos pide es agradecer que las subas de ahora son menores, o creer que la inflación es un fenómeno tan indescifrable como natural e incontrolable. Pero la complementariedad estructural entre el gobierno anterior y el presente para el ajuste de la clase trabajadora es evidente, y los grandes empresarios lo celebran.

La ausencia de medidas que se encaminen a modificar estructuralmente la matriz productiva primaria del país es el correlato de la falta de regulación al comercio exterior. La inflación galopante no es, como cantinflescamente aseveró el presidente, un asunto que «debemos controlar entre todos». Es más bien el costo que pagan los sectores trabajadores por vivir bajo un modelo dominado por los grandes exportadores «del campo» y los especuladores financieros; que siguen amasando grandes fortunas más allá de los discursos disgustados pero inofensivos que salen de la casa Rosada. Lo nacional-popular es hoy entonces la ambigüedad que caracteriza a un modelo político de gestión capitalista basado en la cooptación (simbólico-política y económico-asistencialista) de vastos sectores del campo popular en pro de los intereses de la burguesía nacional. Acaso no hay ejemplos más evidentes que recordar la vigencia incuestionada del código minero que garantiza el saqueo de riquezas del suelo argentino a cambio de miserables tasas porcentuales de retención, la avanzada ilegal e ilegítima para la apertura de más proyectos mineros, la ampliación del modelo sojero y su correlato de envenenamiento pesticida y desastre ambiental o los festejos en torno a la explotación mediante fracking en Vaca Muerta (extracciones que por cierto son controladas en más de un 50% por empresas extranjeras). ¿Donde queda allí lo nacional-popular? El nacionalismo peronista se concreta en el pago acrítico de la deuda externa ilegítima y criminal: eso, desde luego, nada tiene que ver con una postura antiimperialista.

La soberanía nacional, en el pragmático modelo nacional-popular, está más en los discursos políticos en torno a las reivindicaciones sobre las islas Malvinas que en los argumentos que llevaron a revertir los anuncios sobre la reestatización de la administración de la hidrovía del Paraná. O es que acaso no se entiende como una afectación a la soberanía que el control de los puertos y el tránsito por la principal vía de comercialización de la producción esté en manos de empresas extranjeras. Argentina, la nueva fábrica de cerdos para China (acuerdo impulsado por el Canciller de los agrotóxicos y las semillas transgénicas…otro aspecto para analizar por separado), ha consolidado con la invaluable ayuda del peronismo su lugar dependiente y de proveedor de materias primas en la economía global a sabiendas que ello implica la continuidad de un modelo de concentración de la riqueza en manos de unos pocos y el empobrecimiento para la gran mayoría de la población. Ese nacionalismo, repito, no tiene nada de popular y mucho menos de antiimperialista.

Pero, tras este decadente devenir, el peronismo realmente existente empieza a evidenciar una nueva marca distintiva. Como todas las variables de dominación burguesa, el peronismo está hoy sujeto a la profunda crisis de credibilidad que se disemina en la mayoría de sectores poblacionales. La creciente desconfianza, el descreimiento y el rechazo a las instituciones del Estado, en general, moviliza y unifica distintas reivindicaciones del pueblo. Hay muestras hoy latentes en Latinoamérica (Chile y Colombia de nuevo son ejemplos) que vaticinan ese nuevo tipo de desafío para las desgastadas democracias formales que, tras más de 200 años de instauración no han hecho más que resguardar el sistema de desigualdad y exclusión. Y, en este escenario, el modelo de ambigüedad peronista no tiene nada que ofrecer. Su pragmatismo está dejando de ser suficiente para ocultar la falta de una ideología que proponga un horizonte verosímil hacia el cual dirigir al conjunto de la sociedad. El corte militarista que el peronismo de antaño confeccionó para la ideología nacional-popular, y el disfraz asistencialista que el séquito neoliberal y neodesarrollista del peronismo más reciente ha seguido malformando, no va a poder seguir aplazando la necesidad de construir, realmente desde abajo, un proyecto de futuro que no prometa alianzas imposibles, ni mistifique años dorados que ya pocos recuerdan.

Las luchas que están por venir van a expresar con claridad la necesidad de construir un proyecto político que, sin ambigüedades, articule discursos y medidas políticas con transformaciones estructurales que realmente combatan la sobreexplotación laboral, el hambre, el desempleo, la precariedad en la vivienda, el desastre ambiental y tantos otros aspectos propios del sistema capitalista. Para alcanzar esos cambios será necesario no solo transformar la institucionalidad sino reconstruir la democracia, generando la amplia y directa participación activa de las mayorías para el manejo de sus destinos. El empeño peronista en defender una institucionalidad decadente, y el discurso ambiguo para cooptar y «conducir» al pueblo serán inevitablemente trascendidos por esas prácticas de participación directa y transformación social.

Y en ese tiempo por venir podrá verificarse si el peronismo quedará remitido a los archivos y a los debates de los melancólicos o, por el contrario, tendrá vigencia futura como estandarte de prácticas e ideas que reivindiquen un tipo de sociedad en donde las mayorías vivan con dignidad y sin explotación. Si esto último ocurriese, el peronismo, finalmente, alcanzaría una ideología coherente y un sentido popular sin atajos ni ambigüedades; aunque con ello, en consecuencia, dejaría de ser peronismo.