El reciente atentado contra la expresidenta y actual vicepresidenta ha suscitado la cuestión de las extremas derechas. No se trata de combatir a grupúsculos marginales sino de desenmascarar el “ultrismo” reaccionario que hoy ocupa parte creciente del escenario.
La mirada sobre las extremas derechas no debe solazarse en grupos que sostengan posiciones más o menos delirantes, en general ultraminoritarias. Éstos en general operan como reducidas fuerzas de choque, a veces sin aptitudes, adiestramiento o recursos para ser eficaces en esa tarea. Y resulta muy poca cosa si no tienen estímulo y ayuda de núcleos menos marginales, más numerosos, y con cierta capacidad organizativa y financiera.
La preocupación mayor no pueden ser las sectas, por más que sean peligrosas e incluso capaces de cometer hechos tan deletéreos como un magnicidio.
De Bolsonaro y “bolsonaristas”.
Ya hace cuatro años que un derechista extremo es presidente de la primera potencia regional. Y hace sólo unos meses que otro ultraderechista disputó con posibilidades de éxito la primera magistratura de Chile. Allí está el mayor peligro, en facciones capaces de adquirir en poco tiempo predicamento electoral y capacidad de movilización callejera.
Quiero referirme entonces a la derecha ultra liberal en economía y con propensiones autoritarias crecientes en política que está hoy en desarrollo en nuestro país. La que ha creado sus partidos “libertarios” con buenos resultados en la provincia de Buenos Aires y mucho más en la Ciudad. Y con proyección creciente en otros lugares del país. Ellos son ya extremas derechas gravitantes a las que, quizás, dentro de poco encontremos en la disputa de una elección presidencial en condiciones de competir por el “premio mayor”.
A la vez esa ultraderecha se proyecta sobre núcleos de la coalición Juntos por el Cambio. Los mismos que parecen propensos a dejar de lado el tono tecnocrático y de pretensión racional a favor de un discurso de “orden” a como dé lugar, que asocia reformas económicas radicales con intervenciones violentas que prevengan movimientos de resistencia o sofoquen a los ya producidos.
Se necesita señalar también que expresiones derechistas de signo conservador, son arrastradas bien a alianzas explícitas con la ultraderecha o pasan a adoptar, cada vez más, buena parte de la agenda extrema de esas agrupaciones. Que se llegue a discutir seriamente la posibilidad de legalizar la venta de órganos humanos, es ya la prueba del éxito de los “ultras”.
En Argentina se vive un proceso en esa dirección. Lo que ha quedado claro hace un tiempo en el agrio debate, entre distintas corrientes de Juntos por el Cambio a propósito de abrir o no el camino al ingreso de los llamados “libertarios” a la alianza opositora. Fueron varias las manifestaciones acerca de “no dejar a nadie afuera”.
El expresidente Mauricio Macri afirmó que sus ideas económicas son similares a las de Javier Milei. Y la presidenta de PRO está involucrada desde hace años en el impulso a que las balas de plomo sean una herramienta cotidiana del aparato estatal. La pugna por convertirse en el “Bolsonaro argentino” está abierta.
Se produce la combinación entre las ideas ultraliberales en lo económico y el enfoque ultrarrepresivo de cuestiones de lo que mal se denomina “seguridad”. El posible margen de discrepancia con el líder “libertario” se vuelve estrecho y quizás irrelevante.
¡Ah, la república!
No son tampoco casualidad ciertas inflexiones de lenguaje que marcan otro sendero de radicalización. Las derechas hablan cada vez más de república y menos de democracia. Esa terminología es síntoma de que se asigna más gravitación al juego de las instituciones que a la soberanía popular. Lo que emana del sufragio, por ejemplo, debe ser “corregido” en todo o en parte por el Poder Judicial cada vez que sea necesario.
Tal como se hizo en Brasil con el expresidente Lula por parte del juez Sergio Moro para impedir su muy probable triunfo electoral. Similar a lo que se intenta en Argentina con la actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, pasa sacarla del juego democrático con una condena a “inhabilitación” a perpetuidad para ocupar cargos públicos.
La “prensa libre”, otro supuesto atributo republicano, tiene a su cargo por lo general lanzar y luego azuzar con el mayor ímpetu las acusaciones de corrupción más allá de su veracidad real, para convertirlas en “verdades” mediáticas.
Las instancias privilegiadas por los “republicanos” tienen en común que son órganos a los que nadie elige. Y están manejados, de modo público, como los grandes grupos de medios, o entre bambalinas, como el poder judicial, por quienes detentan el el poder y el dinero al margen de la voluntad popular.
“Discursos de odio” ¿Qué es esto?
Hoy se expande la condena genérica a “los discursos de odio”, como si se generaran por la sola influencia de los medios de comunicación y los partidos de derecha, sin coordenadas sociales que los determinan.
Son en cambio un fruto de algo realmente existente, como es la difusión de un ideario que toma un conjunto de reivindicaciones motorizadas por el gran capital, el que aspira a una hegemonía plena sobre las sociedades latinoamericanas y la argentina, y moviliza todos sus vastos recursos para lograrlo.
En los últimos días, a raíz del atentado contra la vicepresidenta, se ha hablado hasta el agotamiento que se ha roto el “acuerdo social” en el que está basado, desde 1983, la democracia argentina. Pareciera no asignarse alcance a incumplimientos flagrantes del pacto democrático que vienen de más atrás. Aquel “con la democracia se cura, se come, se educa” enunciado por el presidente Raúl Alfonsín, ha quedado hace tiempo desvirtuado en una sociedad con 40% de pobres y con sistemas públicos de educación y de salud en progresiva y hasta ahora irreversible decadencia.
Asimismo cabe reparar en que si algo pone en riesgo a nuestra democracia, es su progresiva degradación. Con la constatación cotidiana de que cada vez son menos las decisiones importantes que tienen algún correlato en la decisión popular. Se gobierna al margen de las promesas a los electorados. Y a despecho de identidades partidarias el grado de obediencia a los poderes fácticos es progresivamente mayor.
Otra apelación que circula es que se alteró la “paz social” y se trata ahora de garantizarla. Esto resulta asimismo problemático, ya que, en las actuales condiciones de nuestra sociedad, tal “paz” puede llevar a una interpretación que la aplique sobre todo a las clases subalternas. Ellas deberían acallar sus protestas y disminuir su nivel de movilización, como forma de garantizar un “orden” que se encuentra amenazado.
Hoy nos podríamos encontrar con un triunfo electoral de una expresión radicalizada que asumiera un camino de acción parecido al de Bolsonaro en Brasil. Que trate de hacer retroceder 50 años todas las conquistas progresivas de la sociedad argentina.
No podrá derrotarse esa posibilidad con opciones contemporizadoras ni con llamados al diálogo. Estamos frente a algo que no se homologa con una amenaza fascista clásica, pero sí entraña un movimiento reaccionario que aspira a tomar rápidamente el control de las derechas existentes y culminar su “batalla cultural” en la disputa por el control pleno del aparato estatal.
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En el fondo nos encontramos con el capitalismo desnudo, que como escribió Marx en su momento avanza chorreando sangre y lodo. Estamos frente a un proyecto de sometimiento de las masas populares. Hay fuertes indicios de que sus portadores no vacilarán en dar un lugar creciente a la coerción, hasta imponer un disciplinamiento que deje vacías las calles y garantice una fuerza de trabajo sumisa y resignada.
Para enfrentarlos necesitamos recobrar el sentido de la “gran política”, en el lenguaje gramsciano, la que pone en discusión las bases mismas de la organización social. Al contrario de la “pequeña”, centrada en los pasillos y las negociaciones, circunscripta a cuestione parciales y cotidianas.
Como hemos expuesto brevemente, los personeros de las clases dominantes pretenden su avance con una agenda cada vez más radical y sin reparar en ningún tipo de costos. La verdadera lucha contra la extrema derecha no se reduce a una cuestión policial. Ni a una administración “prolija” de lo existente que procure no despertar la ira de los reaccionarios
Las disyuntivas que están planteadas pueden ser resueltas por la “gran política”, que persiga una democratización radical que se asiente en un cuestionamiento progresivo de las relaciones de producción. Se nos trata de aherrojar con tímidas discusiones acerca de la “redistribución de la riqueza”. Hoy no hay camino de redistribución drástica y permanente sin poner en tela de juicio la propiedad. No existe una sociedad más justa dentro del capitalismo.
No se trata sólo de alertar sobre una posible catástrofe, sino de generar los medios eficaces para impedirla. No son las “derechas moderadas” asuman o no esa identidad, las que podrán derrotar a sus impulsores.
Consignas tan genéricas como las de “igualdad y justicia”, sólo cobran hoy sentido dentro de una perspectiva socialista. De eso se trata.
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