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Asesores y la ética de los favores

Denunciantes usufructurios: el viaje circular de la ultraderecha

Fuentes: Rebelión

Entre el acting del cambio y la perpetuación

El aquelarre distópico que impregna gran parte del globo se cierne como un torbellino sobre el gradualismo neoliberal, asediándolo, presionándolo y jactándose de ser su versión consecuente, descendencia fiel y valiente, carente de titubeos. En un reciente reportaje televisivo en el único canal al que le concede entrevistas, propiedad del diario más rancio del país, “La Nación”, el presidente Milei expuso sinceramente la autopercepción de ser “el político más relevante del planeta Tierra junto al expresidente estadounidense Trump”. El último, en su reciente contienda con Kamala Harris, mostró una vez más su estilo combativo, aunque contenido en comparación con la ponzoña que destilaba en enfrentamientos pasados, como con Hillary Clinton. Aunque las garras de Trump no llegaron a desgarros personales, su retórica cargada se centró en la descalificación de la competencia de Harris, en el cuestionamiento de su capacidad para liderar. Su mordacidad se volcó más hacia las políticas de la administración Biden, dejando a Harris apenas rozada por su veneno. Milei en cambio, lejos de la contención, continúa su cruzada incendiaria, codeándose con los titanes del capital global para desdeñar por “intrascendentes” a los políticos vernáculos, a quienes describe como “ratas invisibles que jamás van a poder aspirar a eso (…) ¿Qué visión puede tener una rata -se interroga- respecto de un gigante?”. Con una retórica que recuerda el momento cúlmine de la fábula del escorpión y la rana, Milei envenena su propio entorno político, atacando no solo a sus adversarios, sino al tejido mismo que sostiene la esfera pública, los medios de comunicación y la información. Como escribe Eduardo Fidanza en el diario Perfil desde una indignada óptica liberal, lo de Milei no es solo delirio, es la embestida desbocada de un pacto suicida, donde el escorpión no puede evitar picar a la rana, incluso cuando es su única oportunidad de cruzar al otro lado.

Los políticos a los que denomina despectivamente “la casta”, son señalados, no sin fundamentos, como parásitos aferrados al acceso privilegiado a los recursos públicos, para beneficios privados. Figuras que se aprovechan del lazo representativo para anteponer intereses personales mediante diversos mecanismos de tráfico de haciendas e influencias. A los periodistas que velan este oscuro juego o bien los exalta y cobija, Milei los acusa de estar “ensobrados”, es decir coimeados por el poder. Sin embargo, más allá de que presuntamente preferiría prescindir de toda división de poderes y representación plural, ejerciendo una suerte de monarquía decretista, requiere de la propia casta para impulsar leyes y políticas o al menos que se le permita decretar a voluntad, como de hecho viene haciendo. Para ello construyó un espacio político peculiar donde cada candidato debió autofinanciarse la campaña, en una grotesca exhibición de supuesta austeridad low cost, cosa que inmediatamente derivó en una suerte de régimen de franquiciado político, con denuncias diversas de venta de candidaturas. Acusaciones provenientes de personajes insospechados de no estar alineados con la derecha, como Carlos Maslatón o Juan Carlos Blumberg. Aunque la causa judicial fue archivada, lo fue después de su asunción al poder, dejando un rastro de sospechas y deudas políticas.

El caso del senador Abdala, vicepresidente provisional del senado y tercero en la línea sucesoria es un claro ejemplo de cómo la retórica anti casta de Milei se desploma ante las prácticas reales dentro de su espacio político. En una entrevista condescendiente, Abdala admitió sin rodeos que contaba con 15 asesores pagos por el Congreso, quienes trabajaban en su provincia natal, San Luis, para abonar el terreno a su futura candidatura a gobernador. Sin embargo, investigaciones posteriores y una causa judicial abierta revelaron que en realidad son 20 los contratados, todos financiados con fondos públicos. Este «sincericidio» no hizo más que evidenciar la hipocresía de un discurso que se autoproclama disruptivo y anticorrupción, pero que en realidad amplifica las peores prácticas de la “vieja” política. Buena parte de ellos, provenientes del círculo de Adolfo Rodríguez Saa, ex gobernador cuasi vitalicio de San Luis (junto a su hermano), ex presidente efímero durante las sucesiones a repetición de la crisis de 2001 e inclusive ex senador. Abdala, quien llegó al Senado como reemplazo de Rodríguez Saa, no ha dejado prebenda sin aprovechar para su propio beneficio, incluyendo la afiliación al partido libertario de ciudadanos fallecidos, un dato que emergió como parte de la causa judicial. Conspicuo integrante de la casta que denuncia, Abdala es la viva imagen de la contradicción política: un hombre que utiliza las mismas herramientas que condena en su propio beneficio y en detrimento de la confianza pública.

El caso de la senadora Vilma Bedia, que tuve ocasión de exponer en este espacio en mayo, es el ejemplo perfecto de cómo, bajo la apariencia de una misericordiosa pastora evangélica, se ha construido un feudo familiar en las entrañas del poder legislativo. Aparentemente guiada por una moral cristiana que, incapaz de multiplicar panes y peces, optó por multiplicar empleos en el senado, incorporando a tres hijos, un hermano, una sobrina y una cuñada. Bendito nepotismo.

El politólogo Andrés Malamud, con su habitual enfoque conservador dentro de una perspectiva liberal, denominó a los integrantes del partido de Milei “La libertad Avanza” (LLA) como “casta aspiracional”. Entrenado en la experiencia de columnista televisivo, según él, se trata de un grupo de improvisados que anhelan integrarse a la casta supuestamente denostada. En un proceso que no concibe necesariamente irreversible, aludiendo a la posibilidad de superación a través del conocimiento y la experiencia, su crítica apunta a que, mientras tanto, el equipo de gobierno se comporta como un «corso a contramano», desplegando torpezas en cada paso. Personalmente, creo que si bien hay aspectos (a)morales indispensables a nivel individual para sostener este tipo de prácticas, pues ayudan a evitar la repulsión ética y ejercer resistencia al uso, sin embargo, la explicación es material y sistémica, no subjetiva. Estas aberraciones son posibles porque el dispositivo político las permite y estimula.

Con datos de mayo de este año en el Senado hay 1.314 asesores distribuidos entre los 72 senadores, lo que da un promedio de 18,25 por legislador. Sin embargo, algunos se alejan notablemente de la media. Hay senadores que, habiendo iniciado su mandato en diciembre de 2023, ya cuentan con más de 30 asesores. El sistema funciona a través de “módulos”, donde cada senador cuenta con 7.338 módulos para asignar a sus “agentes” en la planta transitoria. En términos monetarios esta cifra casi duplica la escandalosa dieta que perciben. En consecuencia, pueden combinar esos módulos para asignar salarios que van desde el más bajo (categoría A14) hasta el más alto (A1), dependiendo de cómo decidan favorecer a cada asesor. Esta flexibilidad genera desigualdades: algunos prefieren tener más asesores con salarios modestos, mientras que otros optan por menos asesores, pero altamente favorecidos, con toda una amplia variedad intermedia. Además de esos asesores, cada senador puede “heredar” personal de planta permanente, y para esos no utilizan la cantidad de módulos que reciben. En la cámara de diputados, si bien cambian las proporciones y algunos detalles, el sistema es relativamente similar ¿Sobre qué materia creerá el lector que asesorarán este ejército de consultores? Como mínimo, para perpetuarse como tales, incluyendo a sus benefactores.

La actitud acrítica hacia estos mecanismos o dispositivos institucionales, que no son más que maquinarias clientelísticas al servicio de intereses propios o fraccionales, se ha manifestado tanto en las izquierdas como en los progresismos por igual. Estos sistemas no fueron concebidos para defender la ética pública, sino para someterla. En Argentina, la autoproclamada izquierda revolucionaria no solo ha guardado silencio ante estas prebendas institucionalizadas, sino que, en muchos casos, ha recurrido a ellas para retribuir a sus militantes. ¿Es acaso sorprendente que, desde la adolescencia, las agrupaciones estudiantiles se disputen la fotocopiadora del centro de estudiantes como recurso para solventar su organización? Este silencio aquiescente explica buena parte de la razón por la cual la ultraderecha logra presentarse como una alternativa antisistémica, crítica y revulsiva, impulsora del “cambio”. Al menos, hasta que el tiempo -siempre irritantemente incierto- revele a esa misma ultraderecha como la nueva usufructuaria y, peor aún, como una depredadora exponencial de la moral pública y sostén práctico de la mecánica corrupta que dice condenar.

Al momento de entregar estas líneas, se dará inicio a la sesión de la cámara de diputados para debatir el veto de Milei a la nueva ley de movilidad jubilatoria ¿Serán los asesores quienes inclinen la balanza, aconsejando persistir en la postura original aprobatoria, o, por el contrario, impidiendo que se recree la mayoría original de más de dos terceras partes mantenga la ley votada revocando el veto? La propia naturaleza del vínculo entre el consejero y su designante induce a desechar la influencia en este caso. Aquí se juegan otros intereses más sustanciosos aunque no menos espurios.

En el sueño de la ética se desarrollan las pesadillas de la denigración. El peor destino es despertar sin su recuerdo.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.