El empleo público arrastra en nuestro país décadas de deterioro y menosprecio y hoy se lo somete a la avanzada aniquiladora de quienes quieren un Estado rediseñado al exclusivo servicio de quienes se pretenden dueños del país y buscan el sometimiento empobrecido de las clases explotadas o marginadas.
En estos días comenzaron a rendir un pretendido examen de aptitud (o algo así) todos los empleados del Estado nacional argentino que no pertenecen a la planta permanente. Son tres áreas: Comprensión lectora, razonamiento lógico-matemático y conocimientos básicos sobre la administración pública.
Las preguntas son diferentes de acuerdo al nivel y carácter de las tareas que cumplen. También con tres categorías con exámenes distintos entre sí: Servicios Generales, administrativos y profesionales.
¿¡Afuera!?
No queda del todo claro si la no aprobación del examen tendrá como consecuencia la no renovación del contrato o la pérdida del trabajo por alguna otra vía.
Como sea, someter a una supuesta prueba de “idoneidad” a millares de trabajadores (algunas estimaciones hacían el cálculo de 40.000) parece un despropósito. Muchos de ellos llevan una, dos o más décadas de desempeño ininterrumpido en la administración pública, por lo que resulta una afrenta la puesta en duda su competencia para el cargo que ocupan.
Tal vez no sea pertinente en las circunstancias actuales ningún intento de análisis racional de los motivos para imponer el examen. Mejor encuadrarlo como parte de la ofensiva que se encubre como “destrucción del Estado”. Y en realidad busca su reconfiguración al servicio de las ganancias del gran capital. Y de la neutralización y castigo de cualquier resistencia o rebeldía que pueda ponerlas en algún riesgo.
¿Se puede acaso suponer un equilibrado propósito de evaluación del personal en quienes proclaman su “odio al Estado” o el propósito de actuar como “topos” para demolerlo por dentro?
Una finalidad efectiva es culpabilizar a los trabajadores, públicos o privados, de todo lo que pueda no funcionar o funcionar mal. Y también de cualquier organismo o actividad que funcione bien y con ello restrinja de alguna forma el campo de negocios de las grandes empresas.
Como ejemplo de esto último son atacados el sistema científico y tecnológico público, las universidades estatales, todo lo vinculado a la política de género, el Instituto del Cine, el apoyo a la agricultura familiar. Más el sistema jubilatorio y la atención de la salud. Los planes sociales son combatidos bajo el pretexto de terminar con los “intermediarios” y al solo efecto de reemplazarlos por el más puro asistencialismo.
Hasta el supuesto propósito de recuperar la “cultura del trabajo” ha pasado a cuarteles de invierno. Claro que sí, lo que le interesa al gobierno es la “limpieza” de los piquetes y el mayor grado de desmovilización que se pueda conseguir.
La hora del insulto y la precariedad
Se busca descalificar a los trabajadores del Estado como “ñoquis”, “militantes” (palabra que ha devenido en insulto, como parte de la antipolítica en boga), “acomodados”, “no capacitados” o “ineficientes”. Una especie de representantes subalternos de “la casta”.
Y es sabido que de la mentirosa batalla contra esa noción indefinida e indefinible de “casta” el gobierno actual obtiene hasta ahora un margen de apoyo social y espera sostenerlo.
A la hora de preguntarse por las fuentes que dan origen a este ataque contra el empleo público no cabe limitarse a la actual gestión. Los empleados estatales llevan décadas de precarización.
Bajo contratos temporarios o peor, colocados bajo el manto del monotributo, como “locaciones de obra” o de “servicios”. A éstos se les niega hasta la relación de dependencia. O bien en forma de “plantas transitorias” que en una chirriante contradicción se sostienen así por décadas.
Esas formas precarias hacen escarnio del principio de estabilidad del empleado público. Una garantía que la tosquedad del pensamiento dominante considera un “privilegio”. No sospechan o no les importa que esa continuidad fue pensada justamente para impedir que los funcionarios públicos fueran reemplazados al compás de la asunción del gobierno por un partido o facción distinto al que gobernaba hasta ese momento.
La estabilidad apuntaba a la eliminación de prácticas como el spoil system de Estados Unidos, de acuerdo al cual hasta los carteros eran despedidos con los cambios de gobierno. E importaba la subordinación al poder político, no el conocimiento o la experiencia.
La permanencia asegurada tuvo un propósito de desvinculación, siempre relativa, entre administración e ideología o intereses políticos. De allí se desprende con facilidad la búsqueda de mecanismos racionales e imparciales de selección de los postulantes para un cargo.
Sin distinción de partidos o proyectos, y a más tardar desde la década de 1990, los sucesivos gobiernos, por acción u omisión, han mantenido o empeorado la inestabilidad de los cargos. Y con ella la supresión o adulteración de la selección por concurso, la carrera que determine ascensos y otras compensaciones. Lo que fue complementado en los últimos años con un sistemático retraso salarial, mediante incrementos casi siempre inferiores al deterioro por inflación.
Radicales, liberal conservadores, peronistas en versión menemista o “nacional popular”, tienen responsabilidades compartidas en el desaguisado del presente. El resguardo de los derechos de los empleados públicos es una más (y van…) entre las deudas pendientes de la menguante democracia argentina.
El resultado inexorable es empleados peor pagados año a año (o mes a mes), sin una perspectiva sistemática de ascensos, cargados de incertidumbre respecto a la permanencia en sus empleos. Y con sistemas de capacitación irregulares o inexistentes y en todo caso desvinculados de salarios y categorías.
Lo que en la mayoría de los casos no se condice con las extensas y empeñosas jornadas de trabajo. A las que se suman exigencias crecientes en cuanto a conocimientos y compromiso con la tarea.
Sin duda existe alguna proporción de empleados ineficientes, o de escasa contracción al trabajo. O con insuficiencias de conocimientos necesarios para la labor que cumplen.
¿Qué autoridad tiene el propio Estado para reprochárselo? ¿Los puede acusar de “acomodados” cuando, como vimos, no hay procedimientos regulares de selección”? ¿Cabe echarles en cara ciertas flaquezas de frente a la carencia de estímulos y las serias dificultades para sostenerse a sí mismos y a sus familias con sueldos insuficientes?
Una reforma del Estado digna de protagonizarse
En todo caso la solución estaría por el lado de la capacitación adaptada a la labor que desempeñen, la reasignación de tareas, el estímulo al trabajo en equipo. Y sobre todo al otorgamiento o la devolución de derechos que deberían tener asegurados desde el mismo día de su ingreso en el aparato estatal.
En ese cuadro sería deseable y pertinente una verdadera reforma del Estado, de sentido progresivo.
Que no equivalga a sistemática reducción o supresión de unidades u organismos que se ocupan de servicios públicos indispensables, de obras públicas más que necesarias, de políticas sociales urgentes en medio de la pauperización sostenida. Y de todo lo demás que ya enumeramos más arriba.
Al contrario, que reorganice, que fortalezca. Pensada en términos de utilidad social y no de un cálculo lineal de gastos. Que no mire la ecuación fiscal sólo del lado de los egresos sino del de los impuestos que se evaden o se eluden en proporciones depredadoras. Y eso a partir de un sistema tributario que es regresivo, así no se evadiera un solo peso.
Y a cuya cabeza no se designe a alguien como el actual titular de la Dirección General Impositiva, que tiene bienes no declarados en el extranjero, ocultos en madrigueras fiscales mediante sociedades off shore.
Una reforma que contribuya a un proyecto de desarrollo no guiado por el puro interés capitalista con orientación al otorgamiento de privilegios casi ilimitados a las grandes inversiones.
Y que si tiene que pensar en reprimir alguna actividad sea la de los “tiburones” que recogen millones de dólares de ganancias. Que los reciben como “recompensa” de la inmoralidad, la corrupción desenfrenada y no ya el desinterés sino la crueldad activa frente a los ciudadanos y ciudadanas de a pie.
Proceso de cambio que podría ponerse en consonancia con una reforma constitucional basada en una transformación de sentido democrático, entendida en modo de participación y control desde abajo. Y dirigida al recorte del dominio de los poderes fácticos en favor de un pueblo que delibere y gobierne.
Una marcha hacia el orgullo
Mientras tanto, es prioritario mantener o recuperar el orgullo de cumplir funciones de auténtico bien público desde el Estado nacional. El de los médicos que salvan vidas a despecho de sus bajos sueldos, el de las y los profesores que tienen dar la mejor formación a sus alumnxs como propósito inexcusable; el de las trabajadoras y trabajadores sociales que dejan el aliento en la lucha contra las situaciones más angustiosas.
El de todxs los que atienden al público con la mejor predisposición para los trámites más variados. La frente alta de quienes ponen sus conocimientos al servicio de la solución de problemas administrativos, de los más complejos a los más simples. También de los que se encargan del mantenimiento y la limpieza para hacer habitables oficinas y otros lugares de trabajo, a veces con recursos paupérrimos.
Quienes hacen que funcionen trenes, aviones, barcos, el correo u otros medios de propiedad del Estado. O hacen que el agua salga de las canillas. Y aman su trabajo aunque los amenacen todo el tiempo con la privatización o el despido.
Y los conductores, productores y locutores de la radio y televisión pública que se ocupan de la comunicación con un sentido social. Y no como vehículo exclusivo de los mensajes que más les interesa difundir a los poderosos.
Los únicos empleados estatales que deben sentir vergüenza del papel que juegan y los actos que realizan son los encargados de arrojar gases, balas de goma o tonfas contra la protesta social. Y quienes se ocupan de ejercer “gatillo fácil” para los pibes pobres mientras se benefician de y hasta organizan las diversas modalidades de delincuencia que se supone combaten.
Se les suman quienes transitan las cloacas del Estado para espiar a sus conciudadanos y aprovecharse del disimulo y el secreto de los que disfrutan para dedicarse a los negocios más sucios y a las extorsiones más indignas.
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Todxs las y los que están identificados con el bienestar de trabajadores y pobres o podrían estarlo en condiciones distintas a las que padecen, tienen el derecho y hasta el deber de no sucumbir al descrédito inducido y al hostigamiento desde arriba.
Hostilidad proveniente de quienes consideran un trabajo útil y honesto la trampa financiera, el endeudamiento del país comisiones mediante o la explotación de asalariados y “autónomos” hasta el límite de la servidumbe. Y al mismo tiempo pretenden tratar como “casta” a suprimir a monotributistas, jubilades por moratoria, receptores de planes sociales. Y a empleadas y empleados con salarios de hambre.
Si palabras como democracia o bien público conservan algún sentido en nuestra sociedad éste sólo le pertenece al pueblo. Y en su seno a miles de “estatales”. Los que sólo podrán obtener el nivel de vida y los derechos que merecen en medio de una transformación social profunda que termine con los “topos” que pretenden convertir todo en mercancía.
Hoy ya no quedan términos medios, se está con los privilegios de unos pocos o con los derechos de una mayoría. Con el incremento de la desigualdad o con el renacer de tradiciones igualitarias. De apropiación y administración colectiva de los bienes comunes.
Empleados del Estado con orgullo definitivo e inamovible; eso serán quienes tengan la disposición y el honor de tomar parte en la construcción de un poder público distinto desde la base.
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