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Bullrich y la coreografía del pánico: la escena callejera como pedagogía del orden

La República Argentina del espanto

Fuentes: Rebelión

De la cátedra al cadalso: los intelectuales orgánicos del terror

El carácter profundamente distópico que reflejan las transformaciones socioeconómicas que se despliegan en muchas regiones del mundo, no solo no le es ajeno a Argentina, sino que se ensayan allí como en un laboratorio sin piedad, a través de un ariete experimental forjado con una alquimia de medidas pretéritas, dosificadas al ritmo de las nuevas exigencias de rearticulación de las relaciones de fuerza entre las clases sociales hacia un nuevo standard de acumulación de capital. Hace apenas un mes, el Jefe de Gabinete de asesores del presidente Javier Milei disertó durante el evento “IEFA Latam Forum”, celebrado en el elegante hotel Four Seasons de Buenos Aires. Se trata de un consorcio de empresarios inversores en energías renovables, minería, tecnología y agroindustria. Intentó destacar las ventajas locales y el potencial del país para convertirse en un jugador relevante en esos sectores en los próximos años, particularmente en el rubro de inteligencia artificial. “Tenemos grandes extensiones de tierra con acceso a la energía, con acceso al agua en climas fríos, que es una especie de frutilla del postre para la refrigeración de los sistemas, y en una zona sin conflictos armados, sin tsunamis, sin terremotos. No hay muchos lugares en la tierra con esas cosas”. Sin embargo, remató su idea matizando tan fértiles y promisorias facilidades de esta tierra, sosteniendo en un fluidísimo inglés que “el problema es que está poblada por argentinos”. Las repercusiones de tal boutade fueron escasas, tal vez porque cotidianamente el propio presidente Milei regala toda clase exabruptos y disparates. Sin embargo, engarzar esta perla en el mismo collar del odio cuidadosamente cultivado por el presidente me resulta una lectura superficial, acaso ingenua.

No solo porque Milei no habla inglés, sino que apenas balbucea un rudimentario español, como si los discursos que lee le hubieran sido redactados por sus asesores sin signos de puntuación. Pero sobre todo porque no puede decirse lo mismo de su asesor, cuya formación y capacidad para el diseño de políticas es tan vasta como siniestra. Reidel se licenció como físico en el prestigioso Instituto Balseiro de Bariloche, realizó una maestría en Matemática en la Universidad de Chicago, y se doctoró en Economía en la Universidad de Harvard, donde también se desempeñó como investigador, extendiendo su trayectoria desde los templos del saber hasta los altares del capital. Por ello no es exclusivamente un académico, sino que se desempeñó en la banca de inversión Goldman Sachs y en el banco JP Morgan Chase, entre otros cargos en fondos de inversión durante su prolongada residencia en Estados Unidos. Y en el país ya había incursionado en la política durante el gobierno de Mauricio Macri como Vicepresidente Segundo del Banco Central dirigido entonces por Federico Sturzenegger, actual Ministro de Desregulación y Transformación del Estado, retirándose luego de la renuncia del último. Algunos analistas lo consideran el ideólogo de la fuga de los 44 mil millones de dólares que el FMI le concedió al gobierno para apuntalar la fracasada reelección de Macri. Ni uno ni otro están exentos de prontuarios de élite: formados en instituciones consagradas al poder, curtidos en los altos despachos de la política y las finanzas, y estrechamente vinculados con lo más granado de la reacción local e internacional.

La exhibición de la dificultad para el asalto a tales oportunidades no expresa una broma de mal gusto, ni de un exabrupto más en la galería de declaraciones escandalosas y descalificadoras que componen la estética presidencial. Cuando el asesor jefe del gobierno argentino señala, entre sonrisas, que el problema del país es estar poblado por argentinos, no está improvisando otra boutade. Está enunciando, acaso sin metáfora, el núcleo de una política. Una visión del territorio que prescinde de sus habitantes, que los considera un obstáculo para el desarrollo de un modelo extractivo, logístico y tecnocrático, cuya matriz es global pero cuyas víctimas son locales.

Toda exaltación de las virtudes naturales de un territorio -su clima, sus recursos, su pasividad sísmica o su promesa de conectividad- tropieza tarde o temprano con un obstáculo ineludible: la presencia de quienes lo habitan. Allí donde la tierra es deseada, el capital busca despejarla. Y así, cada vez que se entonan loas al potencial de un paisaje, se activa una maquinaria que no canta a la vida sino al despojo. No hay imperio que haya elogiado una geografía sin antes trazar sobre ella el mapa de su subordinación. América Latina lo conoce bien: tras el alborozo ante sus frutos y metales vino la cruz, la espada y la inquisición de almas. Evangelización y genocidio fueron las dos alas del mismo buitre colonizador.

Pero esta lógica no quedó atrás en los anaqueles de la historia. Hoy resurge con formas no menos violentas, aunque más sofisticadas. La Franja de Gaza, por caso, reducida a escombro por una maquinaria militar que invoca seguridad pero practica el exterminio, ya es objeto de proyectos que no ocultan su propósito: resorts de lujo, playas privatizadas y zonas francas en el sitio donde ayer hubo hogares, escuelas y hospitales. Trump mismo se permitió soñar públicamente con ese paraíso balneario sobre las ruinas aún humeantes del pueblo palestino. Como antes con los pueblos originarios, la reconfiguración imperial necesita primero arrasar y luego reordenar simbólicamente: sustituir dioses por algoritmos, culturas por centros de convenciones, sujetos por estadísticas. Todo se ofrece bajo el ropaje de la innovación, el desarrollo o la paz, pero lo que subyace es una crueldad barnizada de tecnocracia, una violencia legitimada como daño colateral. No hay inversión sin redención, ni progreso sin cadáveres, en esta liturgia sacrificial del capital, que se enamora de una tierra solo cuando logra vaciarla de historia.

La historia suele depositar su dedo acusador sobre las manos ensangrentadas, pero rara vez interroga a quienes empuñaron la pluma que bosquejó el borrador crucial de los decretos del espanto, ni a los arquitectos que imaginaron en sus despachos el nuevo orden que habría de alzarse, implacable, sobre los escombros. El terrorismo de Estado en el Cono Sur no fue un desvío de la civilización, sino una de sus formas más crudas y sinceras. No está fuera de la política, sino dentro de su forma desnuda y cruenta, abandonando ya toda pretensión cosmética. Y si los juicios a las Juntas militares argentinas marcaron un hito jurídico y moral -reverenciado con justicia en nuestra memoria colectiva-, si la resistencia a los indultos, la anulación de las leyes de impunidad y la continuidad de los procesos contra los genocidas en Argentina son motivo de legítimo orgullo, también es cierto que ese mismo marco tiende a fijar la mirada en el verdugo e inadvertidamente desdibuja al ideólogo, al financiador, al cómplice de sotana o corbata.

No fueron entonces los militares quienes diseñaron la utopía del mercado autorregulado: apenas la ejecutaron con sádicamente gozosa precisión. Fueron convocados como operarios de la demolición social por quienes no querían mancharse las manos, pero sí asegurarse los dividendos. Y la escena, aunque con nuevos atuendos, se repite con la misma partitura. Menem no necesitó campos de concentración para arrasar con lo público, ni Macri torturadores para reinstaurar la lógica del endeudamiento como forma de domesticación. Milei, con su brutalidad explícita y su torpeza performática, acaso nos recuerda que la violencia del capital no siempre llega en forma de tanques: a veces basta con un Excel y un set televisivo. El político, en este teatro de sombras, no es el autor de la obra sino apenas su médium: encarna y paga -con su rostro, su voz y su histrionismo- la infamia escrita en otros altares, los del dinero, el dogma y el cálculo especulativo.

No se trata, claro está, de afirmar que todo régimen de dominación da lo mismo, o que no puedan distinguirse taxonomías entre sus diversas variantes. El Estado terrorista, con su maquinaria sistemática de desapariciones, centros clandestinos y estados de sitio permanentes, configura una de las formas más monstruosas y crudas del dominio. Pero sería ingenuo pensar que su derrota jurídica y política ha clausurado para siempre los dispositivos del miedo. Hoy, en el corazón de regímenes constitucionales -erigidos sobre la representación liberal-fiduciaria- se reconfiguran alianzas peligrosas entre la represión y la política, entre la gestión del orden y la administración del pánico.

No se necesita ya el cuartel si alcanza con el protocolo. Y no cualquier protocolo, sino uno que prohíbe interrumpir el tránsito mientras lo colapsa con carros hidrantes, escuadrones motorizados, cordones de infantería y dispositivos de asalto que inmovilizan grandes y pequeñas arterias urbanas. La paradoja no es torpeza: es pedagogía. Porque el objetivo no es liberar la circulación, sino disciplinar a quien se atreva a interrumpirla. Castigar la protesta, no por su potencia, sino por su existencia. Aterrorizar con eficiencia.

La históricamente reaccionaria y polifuncional Patricia Bullrich encarna esa lógica invertida con una determinación casi doctrinaria: asfixiando la calle con gases y blindaje, saturarla de cuerpos armados para vaciarla de voces. Y en esa lógica, todo se vale: golpes y tiros a manifestantes, heridos graves, ataques a la prensa, detenciones arbitrarias. Terrorismo de Estado ya no como régimen cerrado, sino como técnica puntual, dosificada, administrada homeopáticamente según los síntomas. No para suprimirlo todo, sino para infundir el suficiente espanto que garantice la parálisis. Una pedagogía del miedo que opera justo allí donde la protesta podría volverse contagio, donde el grito colectivo amenaza con devenir en decisión política.

Y así, entre el Excel y el escudo, entre el protocolo y el pánico, el capital perfecciona su vieja alquimia: sembrar miedo para cosechar obediencia, ya sea con la gomina y el ceño adusto del pasado o con los mohines grotescos de un monigote en funciones.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

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