Cuando la ministra Patricia Bullrich presentó el protocolo antipiquetes, lo hizo bajo la promesa de restituir un orden perdido. En junio de 2024, en De protocolos y otros demonios, advertíamos que ese “orden” no es legal ni constitucional, es escenográfico, afectivo, construido sobre el adjudicado “hartazgo urbano” y la fobia de clase. El protocolo no regula, organiza una pedagogía del castigo que necesita ser percibida como legítima por quienes no la sufren.
Desposesión con uniforme
Lo ocurrido, otra vez este miércoles, frente al Congreso forma parte de esa arquitectura. Las fuerzas desproporcionadas desplegadas por la policía de la Ciudad no se limitaron a cumplir el oscurantista protocolo; como en otras oportunidades ensayaron una coreografía de intimidación y violencia que convierte el espacio público en zona sitiada y de escarmiento, como bien se describe en “La crueldad avanza. Otro miércoles de represión”.
Este texto no busca narrar lo que ya fue publicado en el artículo de Huella del Sur, citado anteriormente (el operativo, la represión, los heridos) sino desmontar la lógica que permite que eso ocurra una y otra vez sin escándalo ni interrupción. A partir de imágenes, archivos y genealogías institucionales, esta nota se propone pensar cómo el protocolo antipiquetes se convierte en una gramática estatal del castigo, donde el orden es escenografía y la violencia, dispositivo pedagógico. Lo que se analiza aquí no es sólo lo que pasó, sino lo que se repite, se normaliza y se organiza como forma de gobierno.

La imagen de la formación policial que se alinea detrás de los fotoperiodistas construye la estética del control y el amedrentamiento. La imagen muestra una línea de efectivos antidisturbios frente a un carro hidrante, dispositivo de represión estatal que organiza la escena como amenaza. Varias personas registran el momento con cámaras. El acto de documentar también se vuelve práctica de resistencia. Aquí, la infraestructura no sirve para proteger, sino para desplegar una pedagogía del castigo. La violencia no aparece como excepción, sino como gramática rutinaria en la administración del espacio público.
En la siguiente imagen, un efectivo filma desde lo alto, en el balcón de un edificio, con trípode y cámara institucional. Pero no va a registrar la violencia, sino su versión coreografiada. La policía produce su propio relato visual.

Este “consenso” del discurso político oficial que conculca derechos, pretendiendo que la “libre circulación” está por sobre el derecho al reclamo colectivo y que se edifica sobre la falsa construcción de un “deseo social” del fin de las protestas callejeras, queda totalmente desvirtuado toda vez que son las propias fuerzas represivas del propio Estado las que cortan las calles e impiden la circulación, como se ha mostrado con imágenes de drones en algunos medios.
El “caos de tránsito”, imagen tan cara a graficar por un sector mayoritario del periodismo, no es un producto de las manifestaciones sino de los operativos conjuntos entre las fuerzas de (in)seguridad de la Nación y la policía de la Ciudad de Buenos Aires. En esta oportunidad el patético espectáculo fue coreografiado por la infantería de la policía local, enviada por el jefe de gobierno, Jorge Macri, demostrando su “fiereza” contra adultos mayores y periodistas.
Cuerpo y escenografía: represión y resistencia
La escenografía represiva no funciona en vacío se despliega contra cuerpos que alteran su brutal gramática. Lo que se organiza frente al Congreso es la disputa por el sentido del cuerpo en ese espacio. Y esa disputa, por momentos, se vuelve visible, incluso cuando el dispositivo represor intenta invisibilizarla.

En la imagen, una formación policial motorizada quiebra la escena cotidiana, una coreografía del control que anticipa el castigo como horizonte posible. La escena no comunica legalidad, sino potencia represiva. El intento de convertir el espacio en amenaza regulada; el castigo está disponible.

En esta otra imagen, la cámara se detiene sobre quienes marchan. Son cuerpos diversos, apretados pero móviles, en gesto de afirmación. No hay escudos ni cascos, hay banderas, miradas, presencia. Esta imagen rompe la simetría del dispositivo anterior. No ofrece control ni formación, sino recorrido. Y en ese recorrido, los cuerpos ya no son objeto de escarmiento, sino sujetos de resistencia y rebeldía.
Ambas imágenes narran una tensión; la del Estado que dispone su fuerza como espectáculo del miedo y la de los jubiladxs que insiste en ocupar, caminar, resistir, hacer escuchar su voz, que desde lo íntimo se hace colectiva e impacta en el espacio público, lo construye como plural.
Mientras la coreografía represiva necesita ser vista; la resistencia produce su propio guion visual, sin uniformes, sin escudos, pero cargado de sentido, contra el sinsentido de la patética irracionalidad gubernamental.
El protocolo antipiquetes no regula acciones, produce ficciones. Pero en esas ficciones se cuelan otras narrativas, otras formas de estar, otras gestualidades. Y esas formas, aunque el dispositivo intente silenciarlas, logran interrumpir el relato disciplinario y violento, como lo demostraron las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo.
De la coreografía del escarmiento a la inteligencia como amenaza
La escena frente al Congreso condensa algo más que una represión puntual expone una lógica donde la visibilidad del castigo opera como advertencia pública. Lo punitivo como estrategia pedagógica para los cuerpos que se movilizan y para los que observan.
La performatividad del castigo no se agota en el golpe ni en el avance policial, reside en el diseño, la anticipación, el gesto que aún sin concretarse, ya intimida. Cada escudo alineado, cada cámara institucional filmando la movilización, cada espacio barrial ocupado, actúa sobre el imaginario no para prevenir delitos, sino para instalar la idea de que el derecho puede ser suspendido por la sola voluntad del poder.
Ese diseño –consciente, iterativo, narrado por los propios agentes– no es espontáneo, responde a una gramática de inteligencia represiva que el Estado construye y difunde.
Imaginar el control: ficciones tácticas
Si el castigo se escenifica para producir temor, la inteligencia represiva opera antes y más allá de ese momento, anticipa, interpreta, ficcionaliza. No se trata solo de seguir, infiltrar o registrar, sino de construir relatos que organizan el sentido de la amenaza. Es el Estado narrando su propio poder, creando categorías como “violento funcional” o “infiltrado”, para legitimar la excepción.
Esta narrativa no emana de los hechos, los prefigura. Circula en partes de prensa, diagnósticos oficiales, informes de riesgo. Una forma de hacer inteligencia que no busca conocer, sino moldear percepciones; decir qué es peligroso, antes de que ocurra, lo que no va a ocurrir pero ya fue instalado en el imaginario social.
La performatividad no es solo del castigo físico, sino del relato estratégico, como recurso didáctico de la pedagogía del miedo. Una sintaxis de la sospecha que organiza y distribuye roles: cuerpos sospechosos, movimientos potencialmente hostiles, barrios leídos como zonas rojas. Todo lo que no se ajusta al guion estatal, puede ser reescrito como amenaza.
El día que ya conocíamos: la repetición como forma de gobierno
Lo ocurrido este miércoles no sorprende porque se repite. Y en esa repetición, el Estado reafirma su capacidad de ejercer violencia como única gramática política disponible. Es la administración cotidiana del miedo, legitimada por dispositivos técnicos y ficciones sobre la seguridad.
Cada jornada como esta reactualiza un guion que ya estaba escrito: presencia intimidante, deslegitimación de la protesta, escarmiento ejemplar, escenografía del “orden”. Relato oficial que culpa a los cuerpos que lo padecen. Lo que parece coyuntural, una manifestación, un herido en el suelo, es en realidad la pedagogía del disciplinamiento, practicada una y otra vez frente a quienes se atreven a no callar.
La repetición es la persistencia estructural del monopolio estatal de la violencia, ahora narrado como necesidad, eficiencia o protocolo. Lo que se impone no es el orden, sino la amenaza de que todo puede volver a suceder, porque nunca dejó de suceder.
Esa amenaza constante encuentra en sus ejecutores rostros ya conocidos. El actual ministro de Seguridad porteño, Horacio Giménez, no es un recién llegado, comandó la represión en el Hospital Borda en 2013, donde policías lesionaron a pacientes y trabajadores de la salud. Hoy, procesado y con una causa penal aún abierta, dirige las mismas fuerzas que, bajo el ropaje del protocolo, reactualizan la pedagogía de la crueldad. No se trata de excesos, sino de continuidades y de oscuras lealtades disciplinarias rayanas con el delito de uniforme.
La imágenes que se repiten miércoles tras miércoles, muestran la lucha por el sentido contra el sinsentido de la irracionalidad estatal-gubernamental, cuya única propuesta linda con lo luctuoso y sus sinónimos.
Fuente: https://huelladelsur.ar/2025/08/01/la-arquitectura-del-consenso-represivo/
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