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El derrumbe de la vetocracia

Fuentes: Huella del Sur

El rechazo reiterado de los vetos presidenciales abre el camino para una reflexión acerca de ese derecho y el componente antidemocrático que le da origen y sentido al mecanismo.

El gobierno perdió la votación para mantener el veto en las leyes de emergencia pediátrica y la de financiamiento de las universidades. Ya había visto su veto rechazado en lo que respecta a la ley de  emergencia en discapacidad.

En medio de la profunda crisis de la gestión de La Libertad Avanza (LLA) queda demostrado en una sesión tras otra en el Congreso que el oficialismo pierde apoyo también en el ámbito parlamentario.

Más allá de los efectos directos de la derrota, adquiere relevancia que esos traspiés corresponden al rechazo de vetos presidenciales. Son impugnaciones a decisiones del congreso que dan aplicación a una facultad más que discutible del poder ejecutivo.

Se ha quebrado una especie de alianza parlamentaria informal que le permitió aprobar leyes que responden a su proyecto, como la “ley bases”. Eso lleva a la aprobaciòn de leyes contrarias a las orientaciones de LLA, llevándolo con frecuencia creciente al recurso autoritario del veto presidencial.

Con bases de apoyo parlamentario cada vez más disminuidas, en las últimas semanas el ciclo culmina con el triunfo de las insistencias del poder legislativo y la consiguiente obligación del presidente de promulgar las leyes respectivas. Sólo la norma de recomposición de las jubilaciones pudo sustraerse a esa suerte de contraofensiva del poder legislativo.

El poder de veto y sus porqués

A través de sus vetos, el presidente puede revertir disposiciones del congreso. La voluntad de uno solo contrarresta así la del órgano deliberativo y plural que se supone es la encarnación de la representación popular. Y la base principal de la organización del poder político formal en las democracias liberales. El congreso puede insistir en la sanción original sólo si reúne los dos tercios de los votos en cada cámara.

Argentina, como la generalidad de los países latinoamericanos, mantiene un sistema presidencialista. Las constituciones de la región tomaron como propia esa modalidad creada en la constitución estadounidense. Allí donde se fundó esa figura de un presidente muy poderoso, que pudiera contrarrestar los “excesos” del órgano representativo.

Esas facultades se encuadran en una concepción restrictiva de la democracia. La que temía sobre todo los “abusos” de una mayoría popular que podría pronunciarse en contra del derecho de propiedad. Y de otras prerrogativas propias de la minoría con mayor poder económico y capacidad para incidir en las decisiones del Estado.

El veto presidencial es una facultad que forma parte de un conjunto de atribuciones del presidente de la Nación que se conocen como “colegislativas”. Son diferentes formas de limitar el poder de quienes se supone son representantes del pueblo. Así el presidente puede presentar proyectos de ley, reglamentar las leyes, con peligro de desvirtuarlas, llamar o no a sesiones extraordinarias del congreso. El veto marca el punto máximo, invalidar las normas sancionadas por el congreso.

La capacidad fundamental del presidente que lo distingue de los regímenes parlamentaristas es la de asumir el gobierno con sólo una minoría de legisladores que lo respalden. Y la de seguir detentándolo aun si pierde en comicios legislativos de medio término, que modifican la composición del legislativo.

Una pregunta que se impone es la de si las corrientes políticas progresivas y de izquierda están sujetas a acatar el diseño presidencialista de las instituciones políticas. Máxime porque las constituciones de nuestros países, junto con la práctica cotidiana del gobierno tienden a un incremento de las facultades ejecutivas aún mayor que el previsto por las normas originales del presidencialismo.

Así “creaciones” como la facultad de dictar decretos de “necesidad y urgencia”, otorgada en la reforma constitucional de 1994.  Le existencia  de lo necesario y urgente nadie la controla. Ya por fuera de la constitución, una ley estableció que basta la aprobación de una sola de las dos cámaras para que el decreto sostenga su vigencia como si de una ley se tratase.

Queda así consagrada una facultad presidencial ya no “colegislativa” sino de reemplazo del rol sustancial del otro poder, el que debería dictar con exclusividad las leyes.

La democracia empobrecida

Puede apreciarse con facilidad que con semejante poder en cabeza de un órgano unipersonal como es la presidencia existe una fuerte mengua del componente democrático de las instituciones.

Lo que viene así a sumarse al conjunto de los elementos antidemocráticos que anidan en una sociedad signada por la distribución del poder real que se concentra en un reducido núcleo que ostenta la primacía económica, social, cultural y comunicacional.

Habrá quien esté en desacuerdo con estas objeciones desde una perspectiva de izquierda. Es probable que sostenga que si se da el caso de un poder ejecutivo de orientación progresiva enfrentado a mayorías parlamentarias conservadoras, los instrumentos del presidencialismo pueden jugar a favor de la causa popular.

Puede responderse que: a) Todo lo que restringe la posibilidad de participación popular en la toma de decisiones que afectan a toda la sociedad tiene un contenido regresivo, antidemocrático, gobierne quien gobierne. Por lo tanto es cuestión de principios. Y b) Que en términos prácticos no es fácil que un presidente de izquierda en franca minoría pueda imponer una transformación de fondo del conjunto  de la sociedad.

Las presiones económicas externas e internas; el poder de lobby sobre instancias que toman o aplican las decisiones;las campañas de los medios de comunicación hegemónicos, el acoso judicial, son todos instrumentos disponibles para los poderes fácticos orientados a la imposición de los intereses de las clases dominantes.

Lo anterior podría también inducir a otro ámbito de reflexión en el interior del campo de las izquierdas. A saber ¿debe considerarse una circunstancia necesaria e infranqueable para impulsos genuinos de transformación la existencia de liderazgos personalizados e indiscutibles que encaren desde “arriba” esas transformaciones?

Quizás sea hora del abandono de esas creencias Con la correlativa confianza  cada vez mayor en liderazgos colectivos, asamblearios, consustanciados con la idea de que las mayores transformaciones revolucionarias son las que parten de abajo. Y  desde allí encaran la transformación del conjunto de la sociedad, incluidas sus instituciones políticas.

Surgirá aquí la pregunta por el “mientras tanto”. Qué puede hacerse en materia de transformaciones económicas, sociales y políticas sin hallarnos en el transcurso de un proceso revolucionario triunfante.

Uno de los cambios que puede emprenderse es el de una transformación constitucional. Cambio que no se limite al reconocimiento de nuevos derechos y a la ampliación de los existentes, sino que se introduzca en el diseño de las instituciones.

Ello implica la introducción de innovaciones radicales en la arquitectura de los llamados “tres poderes del Estado”. No debe detenerse allí, sino marchar en dirección a incorporar a los mecanismos constitucionales la mayor variedad de instrumentos de auténtica participación, con un sentido horizontal y comunitario.

De un modo que abarque los poderes nacionales y en particular las instancias locales, sean regiones, estados (nuestras provincias), municipios  o instancias comunales de diverso tipo.

Para que un cambio constitucional de este tipo pueda siquiera ser discutido se necesita la convocatoria a una asamblea constituyente que no reconozca limitaciones y se declare soberana. Lo que permita el avance sobre el conjunto de la constitución y no sólo de aquellas partes que sean “autorizadas” en la convocatoria inicial.

Instrumentos antidemocráticos, ¡afuera!

Un temperamento como el reseñado arriba, requiere romper con una tendencia histórica en la relación de las izquierdas con el establecimiento de una nueva constitución. El jurista Roberto Gargarella, en un libro de reedición reciente, señala la propensión a darle preeminencia casi excluyente a la primera parte de los textos  constitucionales, allí donde se establecen derechos y garantías.

Así la atención se concentra en expandirlos, sin dirigirse a una modificación radical en la segunda parte de las constituciones. Aquella en las que se da forma a los órganos de gobierno. Y así queda un ambicioso (y justo) otorgamiento o reconocimiento de derechos, mal articulado con un diseño de poderes anterior, hecho al gusto de las clases dominantes.

Puede señalarse que esa predisposición a dejar intacto en todo o en parte el reparto de atribuciones entre órganos estatales procede de un cierto menosprecio por las “formalidades”. Esa displicencia suele pagarse cara cuando los dueños del capital emprenden el “acoso y derribo” de cualquier gobierno con alguna pretensión de autonomía, apuntalándose en la distribución de poderes que se encuentra en las normas.

Volviendo a la “vetocracia”, debiera ser un compromiso de las fuerzas de izquierda y progresivas la supresión por vía constitucional de las facultades ejecutivas que conllevan el avasallamiento de la voluntad popular. Lo que a su vez deriva en un involucramiento integral con la auténtica democracia.

La que no reconoce límites puestos por la propiedad, las tradiciones conservadoras y la intención de impedir cualquier iniciativa autónoma de las masas populares. Ni tampoco por “economicismos” que menosprecian el lugar de la política y las normas en nombre de una adhesión mal entendida a las tradiciones del socialismo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.