Un modesto balance de los acontecimientos y sucesos acaecidos en estos sesenta días de vida política postelectoral pareciera mostrar a un gobierno que ha recompuesto parte de su iniciativa política, sin revertir, sin embargo, la tendencia declinante que lo signa desde 2007. El realineamiento parlamentario producido tras la derrota electoral permitió al oficialismo sortear con […]
Un modesto balance de los acontecimientos y sucesos acaecidos en estos sesenta días de vida política postelectoral pareciera mostrar a un gobierno que ha recompuesto parte de su iniciativa política, sin revertir, sin embargo, la tendencia declinante que lo signa desde 2007.
El realineamiento parlamentario producido tras la derrota electoral permitió al oficialismo sortear con un éxito impensable el primer desafío político serio que se le presentaba -a saber, la prolongación de las llamadas «facultades delegadas»-. Este resultado, sumado a la afortunada maniobra sobre los intereses monopólicos ligados a la televisación del deporte argentino por excelencia, ha generado la impresión de una fortaleza que se traduce en un símbolo perfecto: en pocas horas, esta misma mañana, y a dos meses de la derrota electoral, el gobierno de Cristina Fernández se apresta a presentar formalmente en el Parlamento su controvertido proyecto de ley de medios audiovisuales. La agenda parlamentaria se completa con medidas de neto impacto social, como el proyecto de ley de regulación de alquileres y el subsidio universal a la niñez.
La impresión de un panorama alentador se sostiene a la vista de las dificultades que afrontan los principales espacios opositores, en abierta disputa por el control del proceso político y, en algunos casos, con sus referentes sumidos en carreras presidenciales demasiado anticipadas. En ese sentido, es acertado señalar que, si bien el 28 de junio hubo un derrotado, y ese fue el oficialismo, los guarismos electorales no han consagrado por sí mismos una fuerza en condiciones de plantearse como sucesión natural. Esta es la diferencia esencial que separa a la etapa actual de las apresuradas comparaciones con transiciones precedentes -es el caso de 1987 y 1997-.
Pero la fuerza de la restauración neoconservadora, favorecida por las sucesivas victorias que han acumulado sus referentes políticos y, sobre todo, sectoriales, desmiente en parte este sereno panorama. Si la derrota fue posible, ello se debió, antes que nada, a la ausencia de un sujeto político en condiciones de legitimar activamente las políticas nacionales. Dicha ausencia, que no aparece en los balances habituales, ni tampoco en las autocríticas oficiales, revela un defecto estratégico en la propia concepción política predominante en los círculos del kirchnerismo, defecto que se replica, con implicancias aún más conservadoras, en materia económica y social.
¿Quién ha de sustentar las reformas anunciadas? ¿Qué armado político ha de sostener el contraataque oficial, defendiendo sus flancos de las estocadas del adversario? Parece primar una mirada excesivamente institucionalista, propia del campo liberal, según la cual se confía en el devenir institucional como síntesis y canal privilegiado de procesamiento de los conflictos que puedan presentarse. La historia nacional, lejana y reciente, no avala semejante optimismo.
Detrás de cada promesa, subsiste una amenaza. Sólo la virtud de la organización popular podrá establecer la diferencia entre una y otra.