Estoy a favor de despenalizar y legalizar el aborto inducido por una razón muy sencilla: toda mujer que desea o necesita abortar es una persona con derechos, mientras que no toda vida humana tiene estatuto ontológico y jurídico de persona. Un embrión humano es una vida humana genéticamente única. Nadie discute eso. Pero de ningún […]
Estoy a favor de despenalizar y legalizar el aborto inducido por una razón muy sencilla: toda mujer que desea o necesita abortar es una persona con derechos, mientras que no toda vida humana tiene estatuto ontológico y jurídico de persona. Un embrión humano es una vida humana genéticamente única. Nadie discute eso. Pero de ningún modo es una persona, porque carece de un sistema nervioso central formado, y por ende, de psiquismo. Y puesto que no es una persona, no tiene derechos. Por consiguiente, el aborto no constituye un asesinato. La creencia según la cual Dios existe y le infunde un «alma» al cigoto, es solo eso: una creencia, un presupuesto de fe sin ningún sustento científico. En una república laica (y Argentina lo es, pese al art. 2 de la Constitución Nacional), quienes legislan deben anteponer la salud pública y los derechos humanos a las convicciones religiosas de orden privado.
Hay una falacia recurrente en todo este debate: la falacia quid pro quo, «una cosa por otra». Falacia vieja si las hay… Muchas luminarias del fundamentalismo cristiano han estado usando «vida» como sinónimo de «persona». No nos dejemos enredar por este confusionismo. «Vida» y «persona» no son términos intercambiables. Así como una persona puede tener vida, o ya no tenerla si ha muerto, una vida humana puede tener estatus de persona, o todavía no tenerlo como en el caso del embrión. No se trata de defender «la vida». Se trata de defender a las personas, a las mujeres, o mejor dicho, de defender los derechos humanos de las mujeres. No perdamos nunca de vista esto: la defensa integrista de la vida en abstracto se hace a costa de muchas vidas concretas.
La disyuntiva es simple: estar a favor de «la Vida» como una abstracción que mata, o estar a favor de personas que reclaman «aborto legal para no morir». De un lado, la moralina del natalismo obtuso, fariseo; del otro, la ética de los derechos humanos. Es absurdo y aberrante defender la vida de personas que aún no existen (meros embriones) fomentando la muerte de personas que sí ya existen (mujeres con embarazos no deseados).
Después de tantas falacias de espantapájaros («asesinas de bebés», «feminazis abortistas»), de tantas peticiones de principio («niños por nacer», «Dios infunde el alma en la concepción»), de tantas falsas analogías («cuando nuestra perrita queda embarazada, regalamos los perritos»), de tantos argumentos ad verecundiam («Su Santidad el Papa dijo…», «María Teresa de Calcuta afirmó…»), de tantos sofismas ad misericordiam (anécdotas sensibleras a imagen y semejanza de los programas evangelistas de TV), de tantos dichos ad baculum (alusiones intimidatorias a la justicia y el castigo divinos), de tantos engaños quid pro quo, de tantas peroratas ad nauseam (reiteraciones monótonas de una misma idea), de tantas objeciones absurdas de pendiente resbaladiza («habrá un crecimiento descontrolado de la tasa de abortos»)… Después, en suma, de tanta verborrea desatinada, desencaminada, la media sanción en la cámara baja del Congreso invita a pensar que la sociedad argentina no ha perdido del todo la cordura. De lo que no hay dudas, es de que el fundamentalismo cristiano ha sumado muchas fojas a su ya extenso prontuario irracionalista. Quienes amamos la ciencia de la lógica, agradecemos toda la tela para cortar que nos han dejado, tan generosamente, los diputados y diputadas «en defensa de la vida», con Alfredo Olmedo y Estela Regidor a la cabeza.
No me propongo aquí, sin embargo, entreverarme en ese debate. Mucho se ha dicho ya, y no tendría nada valioso que aportar. Gran número de especialistas en diversos campos (salud pública, biología, psicología, bioética, derecho, trabajo social, etc.) han desarrollado una sólida plataforma de argumentos a favor de la despenalización -y legalización- de la interrupción voluntaria del embarazo. Llover sobre mojado no tendría ningún sentido.
Pero el debate en el Senado, ya inminente, y las dificultades que plantea la sanción de la ley en materia de quórum, son una buena oportunidad para que repensemos el federalismo, sin complacencias. En Argentina, siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos, hemos idealizado en demasía este sistema político, olvidando sus inconvenientes. Al mismo tiempo, hemos demonizado en exceso al régimen unitario, negándole todo aspecto positivo.
Una aclaración preliminar: no estoy en contra del federalismo. Al contrario, me parece un sistema muy respetable, y también necesario. Sin él, la democracia se resentiría. El propósito de este artículo no es, por tanto, impugnar al federalismo, sino sacar a la luz algunos aspectos problemáticos del mismo, en tributo al pensamiento crítico. Las idealizaciones nunca son saludables, ni en la vida cotidiana ni en la teoría política.
Como es sabido, el bicameralismo de nuestro Congreso Nacional se halla inspirado en el modelo republicano norteamericano, que Alberdi tanto tuvo en cuenta para sus Bases: una cámara baja que reúne a quienes representan a la Nación como totalidad, conforme a una pauta de proporcionalidad poblacional (tantos diputados y diputadas cada determinada cantidad de habitantes), y una cámara alta que congrega a quienes representan a las distintas provincias, de acuerdo a un criterio de paridad fija (igual número de senadores entre provincias, haciendo abstracción de su envergadura demográfica). Se trata de un sistema mixto en el cual la cámara baja encarna el principio democrático, y el Senado, el principio federal.
La formulación clásica de este modelo la hallamos en The Federalist Papers, una extensa colección de artículos y ensayos publicados en 1787-88 por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay. ¿Su finalidad? Propiciar la ratificación de la Constitución de los Estados Unidos, o más concretamente, la conformación de una autoridad central común que -sin sacrificar demasiado las autonomías estaduales de las antiguas Trece Colonias- diera mayor cohesión, estabilidad, eficiencia y fortaleza a la joven confederación norteamericana independizada del Reino Unido. A través de Alberdi, la tradición federal estadounidense habría de influir sensiblemente en la letra y el espíritu de nuestra Constitución Nacional, sancionada en 1853, luego de Caseros y la caída de Rosas.
Ahora bien: en los hechos, la complementariedad entre federalismo y democracia dista de ser tan perfecta como pregona la vulgata cívica que nos han inculcado en la escuela. Son ideales que están siempre en tensión, y a veces, en conflicto abierto. El principio federal, si bien intenta neutralizar o paliar las asimetrías de poder entre las provincias grandes y chicas (como en el caso de Buenos Aires y Jujuy),* lo cual resulta obviamente muy encomiable, también conspira contra el espíritu democrático, ya que engendra desigualdades en materia electoral: una provincia populosa como Córdoba, con tres millones y medio de habitantes, elige la misma cantidad de senadores que Tierra del Fuego, cuya población no llega a 200 mil.
Cuando la provincia chica es pobre (Catamarca, por ej.), y lo que está en juego es la asignación de recursos económicos, el federalismo resulta muy positivo, desde ya. Es un arma que, en teoría al menos, puede servir para combatir el centralismo de la opulenta Buenos Aires, redistribuyendo el ingreso a favor de las zonas más postergadas del país, como Formosa, Chaco o Santiago del Estero, provincias con un PBI per cápita muy bajo. En este sentido nivelador, el federalismo resulta profundamente democrático, toda vez que actúa como contrapeso de la plutocracia. En un país tan vasto, y a la vez centrípeto, como lo es Argentina, signado por enormes desequilibrios regionales de riqueza, el viejo credo unitario que sostuvieron Rivadavia, Lavalle, Mitre y otros liberales porteños del siglo XIX, no podría más que agravar el problema. Solo proyectaría al plano de la superestructura política, reforzándola, la desigualdad entre provincias existente en la base material.
Pero el federalismo deja de ser benéfico cuando la provincia chica es un baluarte conservador, y lo que está en juego es una causa pública ligada a los derechos humanos, como en su momento el matrimonio igualitario o la reproducción asistida. Tal es el caso, entre otros, de la Salta de Urtubey, donde el oscurantismo clerical campea a sus anchas, como en tiempos de Rosas, del primer peronismo y de las dos últimas dictaduras. Gracias al federalismo, las provincias del NOA y el NEA, sólidos bastiones de la Iglesia católica, gozan de un peso desproporcionado en el Senado, pudiendo así frustrar o entorpecer muchas iniciativas legislativas de carácter progresista, como la despenalización y legalización del aborto. Con apenas el 22% de la población nacional -menos de la cuarta parte-, el Norte controla 30 de los 72 escaños de la cámara alta, o sea, un 42%.
En Estados Unidos, históricamente, ha sucedido lo mismo con muchos proyectos de reforma que propiciaban la ampliación de derechos civiles: los estados conservadores del Sur y del interior, por lo general de población más bien modesta, conseguían prevalecer en el Senado, impidiendo o demorando el progreso de la civilidad democrática: igualdad racial, libertades públicas, laicidad, equidad de género, etc. Los estados bautistas del Bible Belt, los estados racistas del Deep South, los redneck states del Oeste, han tenido un peso en la cámara alta que no se ha correspondido con la realidad demográfica del país, lo cual ha traído consecuencias políticas muy regresivas.
La clase obrera estadounidense, concentrada en pocos estados del Nordeste y los Grandes Lagos (Nueva York, Pensilvania, Illinois, Michigan, etc.), ha sido una de las mayores víctimas del tan ensalzado federalismo norteamericano. La árida Utah del Far West, encerrada en su mormonismo recalcitrante, puede elegir, con menos de tres millones de habitantes, tres senadores que la representen en el Congreso, igual que la cosmopolita California, cuya población (gracias a grandes centros urbanos como Los Ángeles y San Francisco) supera los 39 millones. Las minorías hispanas, muy concentradas en algunos estados como Texas y Florida, también están siendo perjudicadas por este sistema, ya que erosiona su fuerza de gravitación electoral. Todas estas realidades son muy federales, sin duda, pero escasamente democráticas…
En el país del Tío Sam, el federalismo ha sido, muchas veces, un aliado insospechado del conservadurismo. Así lo testimonia, por ejemplo, la porfiada renuencia del Senado a sancionar la ley DREAM en beneficio de lxs inmigrantes menores de edad en situación precaria. El proyecto original, presentado en 2001, fue discutido y rechazado varias veces, en las cuales la cámara alta actuó como caja de resonancia de los lobbies xenófobos vinculados al Tea Party.
En la Argentina ha ocurrido lo mismo, aunque suene políticamente incorrecto decirlo. No siempre, por supuesto. En muchas ocasiones, el federalismo ha tenido una influencia política bienhechora, como cuando se debatió y aprobó en el Congreso, allá por 1880, la federalización de la ciudad de Buenos Aires, una innovación que permitió que las autoridades nacionales dejasen de ser «huéspedes» de la provincia más poderosa del país. Pero preciso es admitir que, en no pocos casos, favoreció a los sectores conservadores. En el Senado argentino han muerto muchos proyectos progresistas de reforma, porque esta cámara magnifica el peso político de las provincias más clericales del Interior.
Un buen botón de muestra lo constituye el proyecto de ley del socialista Mario Bravo que reconocía el derecho de sufragio a las mujeres. Presentado hacia 1929, en 1932 obtuvo la media sanción de la Cámara de Diputados, no sin enconadas resistencias. Pero el Senado, bastión de la derecha, nunca le daría tratamiento. Huelga aclarar que la Iglesia católica, encarnizada enemiga del voto femenino, contaba con muchos simpatizantes en la cámara alta, especialmente entre los senadores de las provincias menos modernas del Interior.
Otro ejemplo contundente, que también nos remite al año 1932: dos legisladores socialistas, Silvio Ruggeri y Bernardo Sierra, consiguieron la media sanción de Diputados a su proyecto de divorcio vincular. Pero el Senado, por presiones e influencias de la corporación clerical, jamás lo discutió. Nuevamente, el órgano del Congreso garante del federalismo cumplía el triste papel de cementerio de las causas progresistas.
Y cuando la ley de divorcio, en 1987, con Alfonsín de presidente, quede definitivamente sancionada, el quórum obtenido en el Senado habría de ser notoriamente más escaso que en Diputados. Entre los senadores del Interior que estuvieron a la vanguardia de la cruzada por la indisolubilidad del matrimonio, se destacó el peronista catamarqueño Vicente Saadi, católico ferviente y ultramontano, quien sentenció: «el vínculo matrimonial no puede ser sino perpetuo. Hablar de un vínculo disoluble o revocable es sencillamente imposible».
Una digresión: no está de más recordar que la Revolución Francesa fue muy hostil al federalismo, y que a esta circunstancia histórica debe Francia su republicanismo celosamente unitario. Dado que el nervio vital de la Revolución Francesa era el París de los sans-coulottes, y dado que muchas comarcas rurales de la Francia profunda eran reductos monárquicos controlados por la nobleza y el clero (la Vendée levantisca del «¡viva Cristo Rey!», por ej.), el gobierno jacobino optó por un régimen centralizado que conjurara el peligro de la contrarrevolución. Todavía hoy Francia mantiene a rajatabla su sistema unitario de departamentos instaurado en 1789-90, poco después de la toma de la Bastilla. La Constitución francesa, ya en su primer artículo, proclama orgullosamente que «la France est une République indivisible«.
En el Río de la Plata decimonónico de las guerras civiles, no siempre el unitarismo estuvo a la derecha del federalismo, como comúnmente se cree. El revisionismo histórico ha simplificado las cosas. En materia económica, no hay duda de que los unitarios -partidarios entusiastas del librecambio- tendieron a promover los intereses de la oligarquía porteña en desmedro del Interior, como en el caso de las disputas en torno a la política arancelaria. Pero en lo que respecta a las relaciones con la Iglesia, hombres como Rivadavia y Sarmiento solían ser más progresistas que los caudillos federales.
Un caso bien ilustrativo es el de Salvador María del Carril, quien, como gobernador de San Juan (1823-25), impulsó una serie de reformas liberales que le costarían el cargo, como la desamortización de propiedades conventuales, la desvinculación de los bienes de manos muertas y la sanción de una constitución de avanzada (la señera Carta de Mayo) que consagraba, entre otros derechos civiles y políticos, la libertad de cultos y la libertad de expresión. Del Carril fue depuesto por un furibundo cuartelazo de federales aliados al clero, hecho bajo el tétrico eslogan de «religión o muerte».
Retomemos el hilo de este artículo. Aunque el federalismo tiene una faceta indudablemente positiva, también posee un costado negativo. Fortalece políticamente a las provincias más chicas, eso está más que claro. Pero las provincias chicas, las menos populosas, así como pueden ser las más postergadas económicamente, también pueden ser las más conservadoras en términos ideológicos.
Ojalá el Senado apruebe, en los próximos días, el proyecto de ley que despenaliza y legaliza el aborto. Pero si así no fuese, si las provincias del Cinturón católico -permítaseme el neologismo- consiguieran hacer valer su peso desproporcionado en la cámara alta del Congreso, no olvidemos incluir, en nuestro balance crítico, el problema del federalismo. Nos ha traído muchos dolores de cabeza, y seguirá haciéndolo si nos quedamos de brazos cruzados.
Admitámoslo con honestidad: no siempre el sistema federal está en armonía con los ideales de libertad e igualdad. A veces puede contradecirlos. Quizá sea tiempo, entonces, y aunque nos resulte incómodo o antipático, de que empecemos a repensar críticamente la relación entre federalismo y democracia, sin caer por ello, tampoco, en el error de querer volver a aplicar recetas centralistas perimidas en Argentina hace más de un siglo y medio.
La democracia parlamentaria, como es sabido, se basa en el principio de representación una persona, un voto. El federalismo socava este principio, toda vez que instaura en el Senado un régimen de paridad entre las provincias que hace tabla rasa de sus disparidades demográficas. Desde un punto de vista democrático, ¿acaso es justo que una provincia con menos de 300 mil habitantes como Santa Cruz elija tres senadores igual que Santa Fe, cuya población supera los 3 millones? Con un agravante: el PBI per cápita de la provincia patagónica, merced a su renta petrolera, duplica con creces al de la provincia litoraleña, con enormes bolsones de pobreza en el Gran Rosario…** Lo cierto es que, en lo atinente a la elección de senadores, la ciudadanía santacruceña tiene un poder de voto diez veces más gravitante (sic) que la ciudadanía santafesina.
Esta situación transgrede claramente el axioma de igualdad política, piedra angular de la democracia. De ahí que en muchos países del mundo -incluso en varios que no se definen como unitarios- se haya optado por una legislatura de tipo unicameral: las naciones escandinavas, Cuba, Egipto, China, Nueva Zelanda, Ecuador, Portugal, Turquía, Venezuela, Hungría, Israel, Corea del Sur, Perú, Croacia, Túnez, Costa Rica, Ucrania, Emiratos Árabes, Luxemburgo, Surinam, los países bálticos, Zambia, Ucrania, Estados Federados de Micronesia, etc.
Francamente, no tengo una solución para el problema político planteado en estas líneas. Solo he querido visibilizarlo, aprovechando una coyuntura que le confiere actualidad: la deliberación que se avecina, en la cámara alta del Congreso, sobre interrupción voluntaria del embarazo.
De acuerdo con informaciones periodísticas, Chaco sería -por ahora- la única de las diez provincias norteñas que ha resuelto votar en el Senado a favor de la ley. Las otras nueve votarían en contra, o aún permanecen indecisas. Según la página web Activá el Congreso***, de los 27 senadores y senadoras que están en contra de despenalizar el aborto, 21 son del Norte y Cuyo, regiones donde vive apenas el 28% de la población argentina. Tal vez sea hora de que hagamos algo para que el Senado de la Nación deje de ser un reducto del Cinturón católico, y eso conlleva indefectiblemente, guste o no, revisar nuestro sistema federal.
Notas
* Grandes y chicas en sentido demográfico (población total), no en sentido geográfico (extensión territorial).
** Cf. http://www.analisisdigital.com.ar/noticias.php?ed=1&di=0&no=240728. Recuperado el 23/6/2018.
*** http://activaelcongreso.org.ar
Fuente: http://la5tapata.net/aborto-y-senado-o-el-dificil-equilibrio-entre-federalismo-y-democracia/