A Luis Javier Garrido y Enrique Cisneros, hacedores de utopías La huelga estudiantil encabezada por el Consejo General de Huelga (CGH) es, hasta el día de hoy, la movilización más satanizada por las autoridades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El CGH se ganó, en cada uno de los 295 días de huelga, […]
A Luis Javier Garrido y Enrique Cisneros, hacedores de utopías
La huelga estudiantil encabezada por el Consejo General de Huelga (CGH) es, hasta el día de hoy, la movilización más satanizada por las autoridades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El CGH se ganó, en cada uno de los 295 días de huelga, la animadversión de los integrantes de la estructura de poder universitario, pero también el rechazo de sectores institucionales caracterizados por sí mismos como progresistas o de izquierda dentro y fuera de la Universidad. La fuerza total del Estado mexicano se volcó en un solo objetivo: vencer a los irreverentes jóvenes -a quienes paradójicamente se les denominó «generación X»- para poner a la UNAM en la lista de las privatizaciones. El CGH, la huelga y su frescura, la justeza de las demandas y la entereza para defenderlas permitieron que la Universidad continuara pública y gratuita, dando así cabida al sector social menos favorecido económica y culturalmente hablando.
La indiscutible victoria del CGH, minimizada al exceso por quienes fueron derrotados en su afán privatizador, dejó una huella imborrable en el México rebelde y bravío. La estrategia seguida por las y los estudiantes huelguistas, basada en la firmeza, la convicción y la discusión constante, merece ser analizada con mucho más detenimiento. La fortaleza huelguística estribó en los lazos de solidaridad y apoyo popular que el CGH supo tejer con un cúmulo de organizaciones sociales a lo largo del territorio mexicano. Éstas no sólo desempeñaron un papel fundamental de acompañamiento durante y después de la huelga, sino que fueron, sobre todo, las replicadoras de las ideas defendidas por los estudiantes movilizados. Representaron, de viva voz, verdaderas redes sociales con capacidad de influir en el debate acerca de la gratuidad de la educación superior como un derecho que debe ser defendido a toda costa. Sin el arropo de dichas organizaciones, los estudiantes habrían enfrentado un panorama todavía más adverso al que, de por sí, tuvieron que plantar cara, especialmente ante la hoguera mediática que pretendió aislarlos de la opinión pública.
Los detractores del movimiento, cuya gama de posiciones políticas solo es unida por un odio exacerbado a los jóvenes rebeldes de esa generación, insisten luego de dos décadas en presentar al CGH como una horda de estudiantes enardecidos, trogloditas sin razonamiento político incapaces de vislumbrar su triunfo y, en suma, como una banda de ultra izquierdistas causante de una de las peores etapas en la vida de la UNAM. [1] Al respecto es necesario insistir en el hecho de que los responsables de los conflictos académicos y políticos dentro de la máxima casa de estudios han sido los funcionarios cerrados a todo diálogo que despachan en Rectoría, y que las etapas difíciles y oscuras son consecuencia de una estructura de gobierno arcaica que ha dado de sí. El movimiento estudiantil de 1999-2000 fue, en efecto, masivo y en sus diferentes etapas tuvo que enfrentar las dificultades acarreadas por dicha característica, misma que, sin embargo, no impidió una discusión ideológica amplia basada en la democracia participativa a través de las Asambleas, construyendo sobre la marcha, pero también recuperando enseñanzas históricas, sus propios medios de decisión, discusión y operación. Allí donde sus más acérrimos críticos ven un defecto existe una de sus más grandes virtudes.
La lucha del CGH representó, sobre todo, una intensa batalla de ideas. Se trató de un movimiento en el que hubo un profundo debate intelectual con momentos memorables. La propia idea de estallar la huelga para echar atrás el Reglamento General de Pagos (RGP), impuesto un 15 de marzo de 1999 por el entonces Rector Francisco Barnés de Castro y el Consejo Universitario (CU), supuso un primer encontronazo contra la avalancha neoliberal. Lo oleada del fin de la historia y del libre comercio como regulador del destino de millones de personas, aun con lo valioso de las acciones de resistencia por parte del movimiento social mexicano, había sido avasallante y el buldócer privatizador no parecía encontrar siquiera un dique. Por lo tanto, vencer el desánimo y construir un horizonte de victoria fincado en la defensa de la gratuidad representó no sólo ir en contra de la hegemonía impuesta por el discurso neoliberal, sino también un desafío intelectual de gran calado. Para estallar la huelga hubo que demostrar lo inexorable de ésta; para proteger la Universidad a través de ella, se hizo necesario desmontar, uno a uno, los argumentos de las autoridades universitarias y gubernamentales que pretendieron restarle legitimidad.
Luchar por la gratuidad y el carácter público de la UNAM implicó una intensa polémica con respecto a lo que ambos rubros significan en la vida de los siempre marginados, más aún si se considera que dentro de la Universidad no desaparecen las desigualdades económicas y sociales privativas fuera de ella. En ese sentido, garantizar lo público de la UNAM pasaba, necesariamente, por echar atrás las Reformas de 1997 impuestas como tarjeta de presentación por el mismo Barnés de Castro. Mostrar la importancia de dichas reformas para el proyecto de privatización fue también un reto en el plano de las ideas. El debate en torno a las reformas y los efectos nocivos que implicaban no fue sencillo, pero tenía como fondo tanta o más trascendencia que la caída del RGP. Además, cuestionaba desde la raíz el papel de la propia Universidad para la sociedad mexicana, la noción de «calidad» educativa y, con particular énfasis, la visión de una «igualdad» basada en la estandarización de los tiempos de finalización tanto del bachillerato como de las licenciaturas. Por lo tanto, lo que estaba en la disputa ideológica era si la Universidad continuaba como un proyecto para dar cabida a la mayor cantidad de personas o se convertía en un espacio aún más elitista y alejado de la realidad social del país. En otras palabras, la defensa de lo público y la gratuidad de la UNAM significó un abisal cuestionamiento a la idea de una educación cronometrada, centrada en la rapidez menos que en el aprendizaje y la enseñanza crítica.
Quizá no exista prueba más nítida del debate intelectual sobre la gratuidad de la UNAM y sus implicaciones que el que el CGH debió sostener, durante casi un mes y por distintos medios, con un grupo de académicos entre los que se encontraban profesores eméritos. Intelectuales de la talla de Alfredo López Austin, Luis Villoro y Adolfo Sánchez Vázquez, identificados como pensadores de izquierda y cuya trayectoria académica resultaba intachable, suscribieron una propuesta aparecida el 27 de julio de 1999, conocida luego como la «propuesta de los eméritos», en la que poniendo su prestigio de por medio llamaban a los estudiantes movilizados a que expresaran públicamente «su intención de levantar la huelga». Señalaban que «En el momento en que el Consejo General de Huelga manifieste su intención de levantar la huelga» se establecerían «espacios de discusión y análisis sobre los problemas fundamentales de la Universidad» a los que el Consejo Universitario prestaría «atención preferente a las conclusiones obtenidas en dichos espacios y las traducirá en resoluciones». [2] La propuesta de los eméritos no planteaba ningún tipo de debate en torno a las Reformas del 97, pero además pretendía que el medio de presión y organización de los estudiantes fuese levantado apenas con la promesa de abrir espacios de discusión y análisis de los que emanarían propuestas finalmente remitidas al Consejo Universitario. En otros términos: el Consejo Universitario, que impuso el RGP y las Reformas del 97, sería quien decidiría si las propuestas de los espacios de discusión y análisis eran viables o no. Se volvía así al problema de origen, la estructura antidemocrática tomaría resoluciones con respecto a las decisiones que esa estructura antidemocrática tomó anteriormente y que causaron el conflicto. Además, había un aspecto sumamente preocupante en el planteamiento de los eméritos al poner la responsabilidad del levantamiento de la huelga sólo en el CGH y no en las autoridades quienes, sistemáticamente, se habían negado al diálogo para solucionar el conflicto. No se trataba, por lo tanto, de terminar con la huelga sin más, sino de las condiciones en la que ésta debía concluir y si la resolución de las demandas eran no sólo legítimas sino también indispensables para un mejor desarrollo de la vida universitaria. El escarceo intelectual mostró, por una parte, que el CGH tuvo la suficiente capacidad para debatir, cara a cara y en el mismo nivel de responsabilidad y profundidad de pensamiento, con referentes del pensamiento crítico en México. Por otra parte, que la huelga era una manifestación de los conflictos existentes entre las clases sociales que le daban vida a la Universidad, y que en tal conflicto los profesores, que tanto habían contribuido al análisis crítico de diversas problemáticas, optaron por tomar la bandera no de los estudiantes movilizados, sino de las autoridades y su proyecto de educación ceñido a las órdenes de los organismos internacionales. Por eso, nadie menos que Luis Javier Garrido, calificó la propuesta de los eméritos como un ardid de la propia rectoría y el gobierno federal para rendir, de manera incondicional, al CGH. [3]
El ejemplo del CGH pesa mucho más que todas las diatribas en su contra. Lo que no se puede ocultar es que, además de movilizarse cotidianamente con una bravura inigualable, la huelga fue fruto de una intensa reflexión y fue defendida desde el plano de las ideas. En esa batalla ideológica, su legado es incuestionable: la gratuidad y lo público de la Universidad no son simplemente un derecho, sino también una visión teóricamente sustentada acerca de lo que el aprendizaje y la educación significan para un país como el nuestro. «Trinchera de ideas vale más que trinchera de piedra», escribió José Martí. En esa trinchera, y es lo que no pueden reconocer quienes con particular entusiasmo atacan la lucha plebeya del 99, los estudiantes huelguistas resultaron vencedores. Esa trinchera es la que, veinte años después, nadie ha podido derrotar.
Notas:
[1] Güeros (2014), filme dirigido por Alonso Ruizpalacios es una excelente muestra en ese sentido. Asimismo, durante el propio movimiento, fueron recogidos varios testimonios que apuntaban el estereotipo de que la huelga estaba fincada en lo pasional, menos que en la reflexión véase Hortensia Moreno y Carlos Amador, UNAM: voces para un diálogo aplazado. Entrevistas y documentos, México, Planeta, 1999.
[2] Véase http://www.biblioweb.tic.unam.
[3] Luis Javier Garrido, «El ardid», La Jornada, 30 de julio de 1999, disponible en https://www.jornada.com.mx/
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