¿Cómo llegamos hasta acá? Las elecciones del pasado 25 de octubre aparecieron como un rayo en un cielo sereno. En un contexto donde se esperaba una transición ordenada del kirchnerismo al sciolismo, y donde las encuestadoras debatían entre otorgar a Scioli un cómodo triunfo en primera vuelta y un escenario de ballotage con amplia diferencia […]
¿Cómo llegamos hasta acá?
Las elecciones del pasado 25 de octubre aparecieron como un rayo en un cielo sereno. En un contexto donde se esperaba una transición ordenada del kirchnerismo al sciolismo, y donde las encuestadoras debatían entre otorgar a Scioli un cómodo triunfo en primera vuelta y un escenario de ballotage con amplia diferencia con respecto a Mauricio Macri, el frente Cambiemos dio un inesperado batacazo, posicionándose muy cerca del Frente para la Victoria y arrebatándole la gobernación de la Provincia de Buenos Aires. El resultado electoral fue efectivamente sorpresivo y este giro da cuenta de los márgenes de imprevisibilidad de la lucha política.
Sin embargo, se trata de una sorpresa dentro de un marco fundamental de previsibilidad. Lo construido en estos 12 años por el kirchnerismo, en términos tanto políticos como económicos, generó las condiciones para una derechización progresiva de la superestrucutra política, que se expresa de modo más agresivo en el PRO, pero de la que la candidatura de Scioli también forma parte. La combinación de la dinámica del capital y de la lucha de clases impone este giro político.
En términos económicos, la agenda de devaluación y ajuste del gasto público, es decir, de ataque a los intereses de los sectores populares, viene impuesta por la imposibilidad de mantener la acumulación de capital en las condiciones actuales. El kirchnerismo enfrenta hoy los límites de su discurso nacional-burgués. El «desarrollo con inclusión» en el marco del capitalismo tiene bases precarias y límites infranqueables: tras la derrota histórica de los Estados de bienestar y los proyectos capital-estatistas, es ilusorio seguir creyendo que se puede controlar los resortes de la economía capitalista desde el decisionismo político. Factores como la restricción externa o las dificultades para desarrollar la industria de base condenan a fuertes limitaciones estructurales a los proyectos de desarrollo industrial periférico impulsado desde el Estado.
Frente a la irrupción plebeya del año 2001, la elite política kirchnerista comprendió que sólo era posible disciplinar a la sociedad argentina mediante un estado de compromiso de clases que, a base de concesiones sociales y medidas populares, desmovilizara a los sectores combativos y restituyera la normalidad capitalista. Esto generó un proceso «auto-cancelatorio» del ciclo kirchnerista. Los avances concretos que este gobierno generó en diversas materias (y que fueron palpables y no meramente ilusorios), no fueron acompañados por una estrategia de empoderamiento popular independiente, sino, por el contrario, por una política de cooptación y desmovilización que hizo retroceder los niveles de organización, combatividad y conciencia de los sectores subalternos. Así, ante una clase trabajadora y un pueblo desmovilizado, el gobierno propició las condiciones políticas para una salida por derecha, en un marco donde (a diferencia de 2003) la clase dominante no está asustada por el avance popular, ya no admite hacer concesiones y prepara una contraofensiva en toda la línea. En este punto, cabe también realizarnos una fuerte autocrítica a las organizaciones populares, quienes no pudimos valernos de la onda expansiva de la crisis hegemónica de 2001 para desarrollar una alternativa política capaz de evitar una restauración conservadora.
Nunca compartimos la lectura de que el kirchnerismo, el macrismo y el menemismo fueran lo mismo. El kirchnerismo, como un proceso de compromiso de clases, suscitó de nuestra parte una delimitación compleja, comprendiendo que pudo proponer en su momento medidas puntuales progresivas, pero cuyo sentido global era conservador e incluso regresivo para la lucha de clases. Hoy se confirma ese sentido global de la experiencia política kirchnerista, que desemboca en una elección extremadamente derechizada, donde el sorpresivo y nefasto ascenso macrista dibuja el escenario más oscuro, de lo que sigue una serie de pésimos escenarios posibles.
Ballotage y lucha hegemónica
¿Qué debemos hacer ante esta situación tan adversa? Es importante señalar los peligros, tanto de la declamación abstracta de que son todos lo mismo, como de la adaptación posibilista que ve males menores en un juego de matices infinito, que beneficia a una dinámica de alternancia funcional a la conservación de lo existente.
En primer lugar, hay que aclarar que existen escenarios donde es necesario que la izquierda y las clases populares jerarquicen la oposición a una fracción burguesa, más reaccionaria o más peligrosa, por sobre otra. El abstencionismo sistemático es una derrota de principio, porque educa a la vanguardia en un clima de auto-referencialidad sectaria que obtura toda posibilidad de conectar con las masas. En algunas ocasiones, derrotar electoralmente a la derecha puede ser un punto de apoyo para las luchas. Dar una consigna de voto a favor de opciones socialdemócratas, social-liberales, populistas, etc., puede ser la forma de cerrarle el paso a las políticas más reaccionarias de la burguesía, el medio para infringirle una derrota política e ideológica y, por tanto, un punto de apoyo para la movilización.
La consigna, en esos casos, debe ser contra la derecha (antes que a favor de su alternativa), lo cual también condiciona al nuevo gobierno, que surge impuesto por una ola social anti-derechista. El caso paradigmático para este tipo de consignas de voto se dan en los sistemas políticos que incluyen un sector abiertamente conservador y derechista y otro «obrero reformista» (al menos «originariamente» reformista») u «obrero/burgués», como son los partidos socialdemócratas europeos o ciertos nacionalismos latinoamericanos. Por su naturaleza y su base electoral y militante, estas alternativas políticas tienden a implicar una cierta relajación de las políticas más derechistas y cierto grado de concesiones sociales y democráticas.
Nunca adherimos a los planteos insensibles a los matices, que veían en Macri y el kirchnerismo «lo mismo». Pese a ello, cabe ver que Scioli no expresa al kirchnerismo en su fase «progresista», sino su desenlace conservador. En este punto, la elección no podría sintetizarse fácilmente entre «desarrollo con inclusión» y «retorno a los noventa». Si gana Scioli, todo indicaría que también va a aplicar un plan de ajuste y devaluación, con probables diferencias de grado. Esto dependerá de un balance entre el grado de condicionamiento que sufra su gobierno por su contexto y sus compromisos, por un lado, y de su capacidad para disciplinar el conflicto social, por el otro. En este punto, es preciso aceptar que la contraofensiva de la clase dominante es producto del proceso histórico, de la acción combinada del ciclo a la baja del capital y del proceso de conciliación de clases kirchnerista.
En cualquier caso, un aspecto central de la actual lucha política se dirime en el plano cultural e ideológico, en la posibilidad de que transitemos hacia una recomposición derechista de la hegemonía que ejercen las clases dominantes. Frente al peronismo conservador de Scioli, la ideología tecnócrata, abiertamente neoliberal, deliberadamente despolitizada de Macri puede comprenderse como un retroceso. El macrismo cerraría el proceso de normalización de la sociedad argentina con una ofensiva ideológica que no hemos visto hasta ahora, lo que sin lugar a dudas encontaría un correlato negativo en los diversos procesos regionales que, no sin sus contradicciones, han confrontado con diversas expresiones del imperialismo y generado condiciones de vida favorables a los sectores populares. En ese caso, un gobierno del PRO no está simplemente «traduciendo» en el plano electoral una derechización preexistente, pero podría inscribir un giro a la derecha de forma duradera en la sociedad si logra derrotar a las clases populares. Por consiguiente, está abierta la posibilidad de que se cierre el ciclo político inaugurado en la región a principios del presente siglo, en general, y en Argentina, a partir de 2001, en particular, donde, en el contexto del derrumbe del neoliberalismo, emergieron ciertos consensos sociales y políticos que establecieron un límite efectivo a las políticas más agresivas de la burguesía.
Frente a este escenario, respetamos a los luchadores que defienden el voto a Scioli como una medida defensiva contra el regreso al Gobierno Nacional de una formación política abiertamente neoliberal y pro-imperialista. Vemos esa opción como válida, pero siempre recordando a esos compañeros y compañeras que Scioli no representa ni podrá representar los intereses de los sectores populares, y por ende es necesario, en ese caso, no depositar ninguna ilusión en ese gobierno, que solamente tendrá un contexto, unos compromisos y una presión social que le limitará el curso de acción, pero que no dudará en descargar sobre las clases populares la crisis en ciernes, cuando lo considere plausible. También consideramos válido votar en blanco como señal de rechazo a las alternativas vigentes e indicando que a partir del 23 de noviembre la verdadera segunda vuelta se juega en las movilizaciones y en la oposición social y política al ajuste que se está preparando. En cualquier caso, nunca podremos avalar el voto a Macri, quien expresa de manera más clara la ofensiva neoliberal y pro-imperialista de las clases dominantes para con los sectores populares.
Ante el escenario que se abre, y contra el parteaguas que la lógica del ballotage ha impuesto entre las organizaciones populares, convocamos a toda la izquierda social y política a la más amplia unidad para luchar. Esta unidad debe expresarse por abajo, en la resistencia contra el ajuste, pero también políticamente, en la construcción de una alternativa política emancipatoria capaz de dotarse de una estrategia de poder viable desde los sectores populares.