Hay ocasiones en la vida en las que uno siente que el mundo debería detenerse. Ocasiones en las que uno tiene la certeza de estar viviendo un hecho histórico. Uno se siente taladrado por emociones y recuerdos que caen por una suerte de hilo imaginario hasta lo más nítido de tus entrañas. Ahí se mezclan […]
Hay ocasiones en la vida en las que uno siente que el mundo debería detenerse. Ocasiones en las que uno tiene la certeza de estar viviendo un hecho histórico. Uno se siente taladrado por emociones y recuerdos que caen por una suerte de hilo imaginario hasta lo más nítido de tus entrañas.
Ahí se mezclan el recuerdo de la primera tacita de café –ese inconfundible olor que es a la vez infancia y misterio de adultos–, el sabor metálico de la angustia cuando a los 3 años subiste a un avión con una madre, una hermana y una falta, las imágenes de tantas pérdidas: el país, los compañeros, los padres, los hermanos, los maridos o mujeres, los nietos, esa calle donde besaste por primera vez o ese colegio donde aprendiste a burlar la autoridad.
En esos momentos bajan por el hilo imaginario las fichas de tu vida. Quizá veas pasar la imagen de Menem indultando a los militares genocidas argentinos o a Alfonsín, hablando del punto final y la obediencia debida, mientras es flanqueado a izquierda y derecha por dos militares. O puede que uno vea a Pinochet bajando de un avión, abandonando su silla de ruedas y, como Lázaro, levantándose y andando. Seguro que también aparecen otros momentos, quizá la invasión de Panamá. Y quién sabe, a lo mejor también algún momento lindo, como la cara amable de Rigoberta Menchú o el sabor de las bananas aplastadas con dulce de leche que me hacía mi abuela. Todos esos recuerdos, vivencias y emociones explotan en tu cabeza y uno necesita que el tiempo se detenga, que esos segundos no cuenten, uno necesita un corredor de aire para recomponer su existencia.
En mis 29 años he vivido dos o tres momentos de ésos. De forma agridulce, el 15 de febrero del 2003, rodeado de dos millones de personas en Madrid, coreando todas un mismo grito. De manera negativa, la madrugada del 19 al 20 de marzo de ese mismo año, rodeado de mis compañeros de la Plataforma Cultura contra la Guerra, cuando Bagdad era bombardeada. Y de un modo positivo, el pasado 19 de abril, cuando la Audiencia Nacional condenó al capitán de corbeta Adolfo Scilingo a más de 600 años de cárcel por delitos de lesa humanidad.
ESE DÍA fue histórico para los miles de familiares de víctimas del terrorismo de Estado y genocidio en Argentina que por primera vez sentimos que la justicia se ponía de nuestro lado. Por primera vez un genocida era juzgado a la luz de la justicia universal fuera del país donde cometió sus tropelías y más de 30 años después. Eso en sí podría significar que cualquier dictador, torturador o cómplice pueda ser juzgado y condenado. En este caso no se condenó a Scilingo porque hubiera españoles víctimas de sus siniestros vuelos de la muerte, sino porque sus crímenes son una ofensa para el conjunto de la raza humana y se entiende que ésta debe juzgarlos y castigarlos allí donde se pueda.
Ese día, allí, a las puertas de la Audiencia Nacional, muchos de los familiares de desaparecidos en la dictadura argentina lloramos y nos abrazamos. Nos temblaron las piernas porque no estamos acostumbrados a las buenas noticias. Hemos aprendido a desarrollar un corazón coraza frente a tanta derrota. Acostumbrados como estamos a ver cómo la historia escrita por los vencedores tuerce nuestro pasado y nuestra herencia. Con ese «algo habrán hecho» clavado en nuestras pupilas; «algo habrán hecho» para que los detengan, para que los maten, serán terroristas o subversivos. Con ese «es mejor dejar las cosas del pasado en el pasado, ¿por qué desenterrar viejas heridas que sólo dañan a unos y a otros?». Como si víctimas y verdugos estuvieran al mismo nivel. Nunca falta un fiscal español para decir que Pinochet quiso restablecer el orden democrático quebrantado por Allende. Ese algo habrán hecho nos ha endurecido las manos y el alma, pero seguimos persiguiendo obstinadamente las buenas noticias.
POR ESO ese día histórico debería marcarse en los calendarios como el día universal de la justicia o de la justicia universal. Hoy, semanas después, sueño más allá, con el día en que los jefes de Scilingo sean condenados de por vida, pero también con que los jefes de éstos, que por aquellos años 70 no vivían precisamente en Argentina, sean también encarcelados. Sueño con que Kissinger sea juzgado y condenado por su planificación, amparo y apoyo a las dictaduras chilena y argentina. Sueño con que se investigue lo que fue la Escuela de las Américas. Pero como soy muy ambicioso, y soñar es gratis, me atrevo todavía a soñar aún más; con que mis hijos vean cómo procesan a los responsables de la pesadilla que empezó el 19 de marzo del 2003 en Bagdad. Aunque quizá empezó hace más de 30 años, cuando un país se arrogó el derecho de decidir sobre otros.
* Juan Diego Botto es actor y miembro de la asociación HIJOS (Hijos contra la Impunidad por la Justicia contra el Olvido y el Silencio), creada por familiares de víctimas de la dictadura argentina. Su padre desapareció el 21 de marzo de 1977.