Diciembre de 2001 ha constituido un mojón inolvidable en la sociedad argentina. Aquellos 35 muertos, infamemente muertos, no han caído, empero, en vano. La población, como pasa sólo muy ocasionalmente, ha tomado conciencia de su propia fuerza. La huida de De La Rúa certificó la importancia de la resistencia colectiva, desde abajo. Y no […]
Diciembre de 2001 ha constituido un mojón inolvidable en la sociedad argentina. Aquellos 35 muertos, infamemente muertos, no han caído, empero, en vano.
La población, como pasa sólo muy ocasionalmente, ha tomado conciencia de su propia fuerza. La huida de De La Rúa certificó la importancia de la resistencia colectiva, desde abajo. Y no fue sólo De La Rúa y su procesismo de saco y corbata. Varios «presidentes» volaron en una semana ígnea.
Que ha quedado en el inconsciente colectivo.
La desobediencia civil ante el anuncio de un estado de sitio revela una tonicidad formidable. En realidad, seamos crudos: fue el «anticuerpo» que las atrocidades de la dictadura militar del 76 dejó en la maltrecha trama social. La sola perspectiva de acercarnos a «eso» disparó la resistencia. Las fuerzas políticas y represivas lo percibieron y por eso la represión fue dura, aunque en buena medida inconducente.
A esa misma tonicidad tenemos que agradecer gestas tan inolvidables como el desmontaje del plan represivo y antivillero que fue levantado por fuerzas no explícitas en la pulseada del Puente Pueyrredón. 2002. La policía disparó a mansalva y mató a dos jóvenes resistentes (los asesinados pudieron ser más), y hasta un comisario jefe operacional posó de víctima, pero el trabajo en la calle de fotógrafos, ni siquiera de la resistencia, «alternativos» sino sólo conscientes de su trabajo, terminó desbaratando dicho plan. O como la extraordinaria resistencia de los vecinos de Esquel unidos, solos contra el poder político, el empresario y las fuerzas institucionales del lugar, negándose a brindar «licencia social» a un proyecto minero devastador. 2003.
Sin embargo, poco a poco, esa tonicidad, siempre reactiva, siempre de resistencia, empezó a teñirse de un cierto narcisismo. Es como si a medida que transcurriera el tiempo esa afirmación del abajo social se aplicara a causas no tan nítidas o al menos más complejas. La tragedia sobrecogedora de Cromañón -2004- juntó al lado de la desesperación lógica y respetable de los deudos, unos «principios» de comportamiento, de método, ominosos por su empecinada parcialidad, por su peculiar politización desresponsabilizante. La consigna «No los mató la bengala, no los mató el rock & roll, los mató la corrupción», aunque impactante por su altísima politización, resume esa penosa actitud de ceguera militante, decidida a recortar la realidad a su antojo o conveniencia y quedarse con una parte, real, por cierto, pero invisibilizando hechos de un peso innegable y brutal, para la consumación de la tragedia.
Otro caso que empezó a mezclar las bondades del protagonismo de las bases con un ombliguismo militante, iracundo e intolerante, fue el de la Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú. 2005. Al lado del acierto de resistir la implantación inconsulta de una pastera que muchos tememos contaminante, hubo una política unitaria para agrandar el frente de resistencia que al principio no buscó los aliados «naturales», como podían ser los ecologistas, sino una suerte de «santa alianza» con todo tipo de aliados; políticos locales pro-pasteras (pero argentinas), sojeros, la Sociedad Rural del lugar, el gobierno nacional, que los ha llevado al grado de aceptar fondos del gobierno para su lucha presuntamente autónoma.
Pero ese estado de tonicidad o beligerancia está adquiriendo últimamente rasgos nuevos. Porque, por un lado, aun con diferencias entre sí, tanto Esquel como Gualeguaychú, Puente Pueyrredón o Cromagnon atienden situaciones realmente críticas y criticables. Y por otro lado, todos los ejemplos que dimos, como la resistencia del 19 y 20, provienen de un abajo social, no precisamente organizado o en todo caso, organizándose en la misma lucha.
Estamos viendo la aparición de una beligerancia social desplazada ahora desde el abajo espontáneo hacia organizaciones, regulares o no, pero absolutamente establecidas, que en los tres ejemplos que voy a enumerar son «profesionales» o «gremiales». Las tres corresponden a 2007.
1) hubo una reacción, llamémosle gremial, entre los trabajadores de las aduanas aéreas ante el procedimiento que puso al desnudo redes organizadas, más o menos mafiosas, más o menos de «buenos amigos», dedicadas a esquilmar pasajeros mediante el robo sistematizado, a ritmo industrial, valijas que esos mismos trabajadores de terminales aéreas estarían obligados a salvaguardar. La «orga» contaba con herramientas, con complicidades, con depósitos al efecto, y con la impunidad que les da una trastienda a cubierto de ojos indiscretos. En la asociación para así delinquir no podía faltar personal policial. Que otro cuerpo policial a cargo de Marcelo Saín, con policías extraños a los habitués del lugar, les cague la fruta los ha soliviantado. Moralmente indignados [disculpas al idioma], han iniciado paros y acciones contra los atropellos de que serían víctimas. Ellos, no los pasajeros sistemáticamente esquilmados por años.
Llama la atención que quienes están en flagrante delito se asuman como avasallados. Al fin al cabo, hacer las cosas mal, delinquir incluso, es humano. Pero reivindicar tales actos con indignación (¿o indignidad?) moral es canallesco.
2) Con sabiduría y humor negro Barcelona, un periódico mucho más veraz de lo que supone su tono humorístico de alto voltaje, informó de la muerte/asesinato colectiva/o, de internados en una cárcel: «Para el gobierno de Santiago del Estero, ‘como la inclusión social fracasó, los motines con incendios son una forma piola y copada de vaciar las cárceles’.» Recordemos que hace muy poco tiempo, en una cárcel bonaerense murió otra treintena de reclusos exactamente en la misma forma.
Con lo cual, parecería imperioso hacer cambios en los cuidados carcelarios. Para achicar al menos la verosimilitud que trasuntan los títulos barceloneses. En consecuencia, obligados a hacer mejor las cosas, o al menos a querer parecer hacerlas mejor, el gobierno designa una nueva dirección carcelaria en Santiago del Estero. ¡Para qué! El personal de esa cárcel, todo, el penitenciario y hasta el médico, se levanta en protesta indignada [otra vez, disculpa al idioma]: se declaran en huelga rechazando la nueva dirección. Imaginamos la noticia barcelonesa: «se indignaron porque no podrán seguir currando como hasta ahora.»
3) El tránsito porteño y bonaerense es temible. La cantidad de muertos diarios es una cosecha estremecedora. El alud automovilístico, facilitado por «el ingreso al Primer Mundo», al menos en sus expresiones más ramplonas y temibles, ha hecho que la relación entre calzadas de circulación y parque automotor se haya desequilibrado como nunca antes. O modificamos las pautas de comportamiento o corremos el riesgo de convertir las calles en un pisadero. Un proyecto para procurar penar, de un modo gradual y escalonado, negligencias criminales como cruzar con la roja, con las barreras bajas o hablar por celular mientras se maneja, ha despertado la ira de camioneros, colectiveros, taxistas. Alegan que semejante proyecto atenta contra su fuente de trabajo. Si dicha fuente atenta contra la vida de otros, los tiene, al parecer, sin cuidado. Pretenden que semejante reglamentación no se aplique a conductores profesionales. Como si ser atropellado por un profesional le dispensara a alguien mejor trato que ser atropellado por un amateur… Seamos todos iguales, pero algunos más iguales que otros… Con la indignación en ristre han procurado hacer pesar su voz (¿?) en el recinto donde se pretendía cocinar semejante atropello.
Que en Argentina se llame atropello a una ley que restablezca puniciones a infracciones graves de tránsito y que por ese mismo mecanismo se esfume la conciencia del atropello que significa atropellar, literalmente, a alguien por distraerse con un celular o cruzar con la roja, nos da la dimensión de la gravedad cultural del mal, de ese mal que aqueja hoy, a la Argentina.
Nos parece que todo lo que era valioso en la beligerancia de vecinos, colegas o prójimos, agrupados desde abajo ante un avasallamiento, se convierte en algo muy preocupante, cuando únicamente conserva o expresa beligerancia pero desde organizaciones con una foja socialmente más problemática por no decir francamente nociva, como puede ser una rosca de rochos, un personal penitenciario o una confluencia de sindicatos del transporte con demasiados intereses específicos y demasiado pocos, por lo visto, sociales, es decir de todos.
* Docente del área de Ecología y DD.HH. de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, periodista y editor de Futuros.