Las calles de Buenos Aires, estos días, están viendo una vez más el desfile de la bronca. La bronca no entra en el cuerpo y se desborda. Las calles de Buenos Aires oyen, una vez más, el estallido furioso de las voces -muchas adolescentes y jóvenes- reclamando justicia, exigiendo que «Ibarra y Chabán, la tienen […]
Las calles de Buenos Aires, estos días, están viendo una vez más el desfile de la bronca. La bronca no entra en el cuerpo y se desborda. Las calles de Buenos Aires oyen, una vez más, el estallido furioso de las voces -muchas adolescentes y jóvenes- reclamando justicia, exigiendo que «Ibarra y Chabán, la tienen que pagar». Preguntando «¿dónde está, Kirchner, dónde está?», un interrogante que denuncia el silencio calculador, hipócrita, de un gobernante que a la hora de la tragedia se ha vuelto distante. Recordando también el silencio y la distancia de aquel Blumberg para el que los «muertos de medio pelo» no son «los suyos».
Las calles de Buenos Aires, cómplices de los sueños de rebeldía, asisten sin asombro a la renovación del «que se vayan todos». (El asombro corre por cuenta de quienes apostaron a la desmemoria, o creyeron que Papá Noel trae en su bolsa patagónica la solución a los desastres de un sistema en cuya creación ha sido arte y parte). Devuelven las calles de Buenos Aires, el eco del «que no quede, ni uno solo».
El edificio del gobierno de la ciudad, rodeado de policías, fue la contraseña para el «yo sabía, que a los corruptos, los cuida la policía». Durante todas las marchas se repite, una y otra vez: «no los mató el incendio, los mató la corrupción».
En muchos casos, las calles de Buenos Aires ven las fotos de nuestros muertos queridos; de los pibes y pibas víctimas del sinsentido de un sistema que deja, como espacio de identidad, los encuentros multitudinarios, a todo ruido, a todo fuego, donde se «celebra», como se puede, que todavía somos. Que seguimos siendo, a pesar de la falta de trabajo, de estudio, de futuro, a pesar de la amenaza cotidiana del gatillo fácil, o las ofertas de los reyes de la merca. En los encuentros donde todo es música, movimiento, baile, ruido, al tiempo que se matan la soledad y las incertidumbres, se construye algo imprescindible: identidad. Identidad que se llama ahora «callejeros», «la renga», «los redondos», «los piojos», «la bersuit», o los distintos nombres de las bandas de los jóvenes que siguen, de esta manera, apostando a la rebeldía colectiva.
En una esquina de la marcha, los ojos de los pibes y pibas que nos miran desde las fotos de sus familiares, se cruzan con los ojos de otros jóvenes asesinados, que enarbolan sus compañeros motorizados. El homenaje espontáneo a los motoqueros, víctimas del 19 y 20 de diciembre, es el homenaje también a los pibes de Floresta, a las víctimas del gatillo fácil, a las muchas víctimas del delito de ser jóvenes, a nuestros multiplicados 30.000.
En la marcha, las remeras con los nombres de las bandas, forman el cordón principal. Una generación toma la posta, para decir que no nos van a vender el verso de que «todos somos responsables». Para decir que no nos van a quebrar en el dolor individual que apuesta a la muerte de las rebeldías.
La música «callejera» nos lleva nuevamente a la calle, nos empuja a vivir para cambiar este sistema de muerte. Nos obliga a continuar la pelea por la justicia. Algunos piden silencio, pero la música continúa. El movimiento continúa. La marcha avanza. Dicen que va para la Plaza de Mayo a pisar las mismas pisadas del dolor y de la resistencia. Dicen que va más lejos todavía.
La música «callejera» camina, se detiene, pregunta por donde seguir, debate en asamblea, retoma el andar. Algunos vamos al ritmo de esta música que estamos aprendiendo, junto a los pibes que ya la conocen, y sospechando que tendremos juntos que descubrir los caminos para que no se apague ese fueguito de rebelión, y para saber que tras el «que se vayan todos», tendremos que construir una nueva manera de ejercer nuestros derechos, nuestros sueños. ; creando lo que no existe, lo que todavía no imaginamos: un futuro conjugado en presente, en el que «no demos vuelta la tortilla», como proponían nuestras propias canciones, sino que consigamos cocinar un original guiso popular, con todos los sabores necesarios y deseables, en un tiempo de libertad.
Buenos Aires, 3 de enero del 2005