En una de las entrevistas de los «Diálogos sobre la transición argentina» que realizamos en La Izquierda Diario, el columnista Julio Blanck reconoció que en Clarín durante los años kirchneristas practicaron un «periodismo de guerra». Además explicó que eso no fue buen periodismo, en todo caso, fueron buenos haciendo guerra. La definición explotó en el […]
En una de las entrevistas de los «Diálogos sobre la transición argentina» que realizamos en La Izquierda Diario, el columnista Julio Blanck reconoció que en Clarín durante los años kirchneristas practicaron un «periodismo de guerra». Además explicó que eso no fue buen periodismo, en todo caso, fueron buenos haciendo guerra.
La definición explotó en el mundo de la política y del periodismo argentino y rápidamente se extendió su uso (y abuso) sobre todo, entre comunicadores y referentes del universo kirchnerista. La expresidenta Cristina Fernández utilizó el concepto en varias oportunidades para defenderse de las acusaciones políticas o judiciales, o para justificar las orientaciones que llevaron a su proyecto político a la derrota y abrieron el camino a Cambiemos.
Como el «clima destituyente», ese one hit wonder (José Natanson dixit) creado por los intelectuales de Carta Abierta y hoy curiosamente resignificado por el macrismo en el poder, el periodismo de guerra explicaba todo: los errores propios y los ataques ajenos, las victorias y las derrotas, la biblia y el calefón.
La definición cruzó las fronteras y fue acuñada por la presidenta destituida de Brasil, Dilma Rousseff, que en su último comunicado de prensa -antes de que se termine de consumar el golpe institucional en el gigante sudamericano- profetizó: «O jornalismo de guerra não terá éxito».
Columnistas argentinos y latinoamericanos editorializaban sobre la cuestión y hasta fue creada una cuenta en Twitter cuyo nombre es «Periodismo de guerra».
Horacio Verbitsky divulgó o denunció en uno de sus últimos artículos dominicales de Página/12 que la definición le había costado a Blanck la despromoción a mero columnista sin responsabilidades en la edición general del diario. Casi exactamente un mes después de la publicación de la entrevista, Clarín anunciaba, en un artículo sin firma, la innovación y reorganización de su plantel para responder a los desafíos de la era digital, destacando la conformación de una nueva mesa central de redacción (en los términos de moda, un flamante «estado mayor conjunto») a la que responderían todos los periodistas de las diferentes plataformas. Allí se detallaba que «también cambiarán los roles y funciones de algunos de los más destacados editores jefes de Clarín: Julio Blanck será -junto a Eduardo van der Kooy, Alcadio Oña, Marcelo Bonelli y Marcelo Cantelmi- uno de los principales columnistas políticos.» Luego el mismo periodista de Página/12 publicó un intercambio de mails cruzados con Ricardo Kirschbaum (editor general) y el mismo Blanck, donde ambos desmienten que haya existido tal despromoción, y que en la nueva disposición de fuerzas de Clarín, el columnista se dedicará de forma exclusiva a la escritura.
Menos repercusión tuvieron otras definiciones muy interesantes de Blanck, como aquella en la que subrayó que Clarín y el kirchnerismo de los orígenes entablaron excepcionales relaciones, fueron aliados y socios íntimos. «Te diría hasta un punto en que yo no he visto otra alianza más empática que esa en los primeros tres años del Gobierno de (Néstor) Kirchner con Clarín».
Esa precisa descripción confirmaba la caracterización que alguna vez hizo el inefable Jorge Asís sobre el enfrentamiento: fue una «guerra-divorcio» o en realidad, si hubo guerra fue «de los Roses».
Conviene analizar fríamente el contexto, más allá del uso caliente que las batallas meramente tácticas le dan a la estridente sentencia.
Clarín ganó la guerra-divorcio, pero la pugna lo colocó en un lugar incómodo que política, y sobre todo comercialmente, no era conveniente para el emporio que comandan Héctor Magnetto y Ernestina Herrera de Noble. El diario quería recuperar ese (no) lugar privilegiado que había conquistado en la sociedad en la disputa por el sentido: un toque de distinción que buscaba desinteresadamente solucionar problemas nacionales y reflejar exactamente la conciencia media de los argentinos.
La última impugnación a los grandes medios de comunicación explota intrínsecamente relacionada al rechazo colérico hacia la política tradicional que irrumpió en la crisis orgánica de 2001. La camioneta de un canal de TV (no importa cuál) pintada en aerosol con el eslogan «Acá viajan mentiras» o los masivos conglomerados que se desprendían de los tumultuosos viernes decembrinos para acercarse hasta la sede de Canal 13 en el barrio de Constitución y recordarle a Marcelo Bonelli algunas cosas sobre su familia; también eran parte del clima de época.
Si, parafraseando a Antonio Gramsci, los periódicos constituyen los verdaderos partidos (sobre todo en los períodos de ausencia de partidos organizados y centralizados que en 2001 estallaron junto con el país), «el gran partido argentino» estaba incluido en el «que se vayan todos».
Luego del pacto-casamiento, la guerra-divorcio retoma y bastardea (como en muchos otros ámbitos de la vida nacional) ese diálogo áspero para reconducirlo hacia otros fines distintos y hasta opuestos a los originales.
Pero Clarín triunfó en la guerra-divorcio porque en el principio hubo alianza híper-empática que implicó hechos que fueron desde las leyes de salvación comercial (como la de Quiebras, votada en la presidencia de Eduardo Duhalde y sostenida por el kirchnerismo y la de Preservación de Bienes Culturales que entró en vigencia en 2003) hasta la extensión de licencias o la firma por parte de Néstor Kirchner de la autorización para la fusión entre Multicanal y Cablevisión horas antes de dejar el Ejecutivo a fines de 2007. Ese hecho, según Martin Sivak, al que le debemos el concepto de periodismo de guerra volcado en la segunda parte de su gran trabajo (Clarín, la era Magnetto), abrió un hito en la historia del diario que por mucho tiempo implicó el 80% de sus ingresos. La contraparte de los bienes gananciales del matrimonio feliz fue que el 86 % de las tapas de Clarín durante los primeros años de Kirchner fueran positivas o neutras (datos de Hugo Alconda Mon).
Según la versión de Blanck, la ruptura devino cuando el diario tomó el caso de la valija de Antonini Wilson. Conocido el escándalo del reciente «conventazo» con dólares voladores en busca de bendición, el vuelto del venezolano parece un juego de infantes traviesos. José López como la etapa superior de Antonini Wilson y la demencia de la monjita Alba como una versión dramática y mística del ateo vedetismo de la olvidada María Lujan Telpuk.
Pero además, cuando sobrevino el enfrentamiento, la Armada Brancaleone que fusionaba al periodismo de Estado (678!) con una deshilachada corporación de la «burguesía nacional» de los empresarios mediáticos (Cristóbal López, Electroingeniería, Sergio Szpolski) estaba colmada de inescrupulosos y vaciadores seriales que reproducían en espejo a su presunto enemigo.
Más allá de si la autocrítica fue considerada efectivamente excesiva por la plana mayor, Clarín necesitaba en la posguerra enviar ese mensaje, al margen de si forma y contenido fueron los más adecuados para la conducción política del Grupo.
Sin embargo, las contradicciones y debilidades del macrismo no permiten transitar tranquilamente la posguerra para un arribo hacia el periodismo de paz. Las tapas y títulos del diario lo vienen demostrando: el cierre de una librería histórica en el centro porteño producto del derrumbe del consumo y el amontanamiento de gente para la adquisición de libros casi regalados es presentado como la recuperación de la pasión por la lectura de textos impresos: la pasión y la recesión. Se entrevistan o publican artículos de especialistas que explican las bondades de la vida libre de aceite, un producto cuyo precio, casualmente, la inflación se había encargado de llevar por las nubes.
El laberinto macrista de alma neoliberal y carne trémula viene chocando con la obstinada relación de fuerzas de la contenciosa sociedad argentina. Esto empuja al error (o la necesidad) que es recurrente en todos los generales derrotados: seguir peleando la guerra anterior. Un error que muta en horror si el general fue supuesto vencedor.
Por su parte, los perdedores de la grieta, sin prisa pero sin pauta, se desfondaron y enviaron a la calle a miles de periodistas. Si la guerra es la continuación de la política por otros medios, la pelea por otros medios todavía es uno de los objetivos de la batalla política. Para otra clase de medios, se necesita política de otra clase. En eso estamos.
Fuente: http://panamarevista.com/clarin-y-el-periodismo-de-guerra/
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