Marc Bloch escribió en su libro Introducción a la historia: «La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente». En efecto, los que procuramos motivar a la juventud para acercarlos al estudio de la historia […]
Marc Bloch escribió en su libro Introducción a la historia: «La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente». En efecto, los que procuramos motivar a la juventud para acercarlos al estudio de la historia insistimos en que la única manera de saber en dónde estamos parados exige el conocimiento del pasado. Que sólo conociendo los procesos históricos es posible definir nuestras acciones, darles un sentido, justificarlas ante los demás. Sería difícil negar lo anterior aunque, en los tiempos que corren, el estudio de la historia se haya convertido en el territorio de la mentira y la manipulación por excelencia.
Pero en la segunda parte de la cita el historiador francés invierte la idea al sugerir que el historiador en realidad no sólo pretende captar lo muerto sino más bien que su cualidad dominante radica en la facultad de captar lo vivo. ¿Cómo comprender el dolor de la derrota causada por un ejército extranjero? ¿Cómo describir las reacciones de un pueblo ante la arrogancia de los poderosos para imponer sus leyes o ignorarlas? Impregnar al pasado muerto de un hálito de vida implica entonces trasladar las experiencias vividas a los acontecimientos históricos con las limitaciones de cada caso. La lectura de la historia por parte de juventud contemporánea exige que esté escrita con pasión, con amor por la vida.
Las manifestaciones del primero de septiembre en nuestro país, y la manera en que han reaccionado el estado y sus instituciones (incluidos por supuesto los medios de comunicación, ésas nuevas fábricas de consenso que han sustituido a los cultos religiosos) representan sin duda una experiencia que les dará a los manifestantes, jóvenes y no tanto, la oportunidad de comprender en mayor medida, las manifestaciones al calor de las luchas por los derechos sociales en los años posteriores a la revolución de 1910; impregnar de vida esas luchas legendarias que forman parte de nuestro imaginario colectivo, de los principios que nos unen.
Si bien es cierto que resulta indispensable conocer esas luchas del pasado para comprender porque están en las calles los maestros, habrá que admitir que todas las manipulaciones impulsadas por los neoliberales mexicanos a partir de 1982 han promovido el olvido de ésa historia rebelde, de las luchas y movimientos que impulsaron la ampliación de derechos. Muchas personas no logran comprender qué es lo que defienden los maestros simple y sencillamente porque su conocimiento de nuestro pasado es mínimo y profundamente manipulado por los medios de comunicación y los ‘historiadores’ serviles al poder, a la derecha confesional y fascista.
Al mismo tiempo, todos aquellos que desprecian las marchas y manifestaciones de protesta magisterial consideran que la reforma laboral no les afecta en lo absoluto. Como no son maestros y aspiran a que sus hijos estudien en escuelas privadas, les cuesta trabajo imaginar las consecuencias de las nuevas leyes en su vida cotidiana, sin mencionar que tampoco se creen a pie juntillas el discurso oficial. Al final se dejan llevar por la verborrea de los merolicos de las televisoras, de las buenas conciencias que embisten una y otra vez contra todos los que se opongan a los designios del estado.
Pero volviendo al punto en cuestión, lo que está en juego con el tema de la reforma laboral-administrativa de la educación es el regreso de la derecha decimonónica al control de la educación en México, sólo que ahora en términos predominantemente económicos, sin olvidar el control de contenidos, que inició con la llegada del PAN a Los Pinos. De acuerdo con Luis Hernández Navarro -en su artículo de opinión del 3 de septiembre- el año pasado Claudio X. González le manifestó a Enrique Peña que «Si no se recuperan las plazas, no se recupera la plaza». Algunos pueden interpretar la cita en términos de que sería el estado el que recuperaría el control de la educación a través de monopolizar el otorgamiento de las plazas magisteriales. Más allá de que el estado nunca ha perdido el control del sistema educativo, pues la burocracia sindical es parte del propio estado, en realidad la lectura de la frase de González tiene que ver con el regreso de la derecha al control de la educación en México. El cardenismo disolvió en buena medida dicha hegemonía en los años treinta, cuando se integraron los sindicatos magisteriales que son hoy el principal obstáculo para ‘recuperar la plaza’. Desde entonces la derecha confesional no ha quitado el dedo del renglón, oponiéndose histéricamente a los libros de texto, a la educación sexual, por señalar algunos temas.
Así las cosas, al igual que la defensa del petróleo, que ilumina la gesta nacionalista que le devolvió a la Nación el control sobre los recursos energéticos, el movimiento magisterial, y en general los movimientos encaminados a la defensa de derechos adquiridos en los últimos sesenta años, representan una oportunidad inmejorable para que la juventud contemporánea comprenda el pasado a partir del presente, para que experimente en carne propia las emociones y las razones . El significado de las luchas en el pasado cobra vigencia gracias a las movilizaciones de hoy. Impregnar de vida ese pasado es una muestra clara del amor a la vida en el presente.
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