Una racionalidad legal y otra ilegal se anudan en la Argentina con el objetivo de destruir el Estado-nación o de reducirlo al tamaño de un maní. Se trata de una pulsión mediada. La otra, inmediata, es la proscripción de la Vicepresidenta o su aniquilación.
La proscripción es una estrategia asumida por dos poderes: un segmento conspicuo del Poder Judicial que responde a una facción política y que opera sobre un escenario material sin descuidar la construcción de sentido común. La mediaticidad monopólica responde al mismo poder y sus manipulaciones inciden principalmente en este —las formas del pensamiento— sin solapar la vida material. La aniquilación corre por cuenta de un poder mafioso. Una lógica de la mafia (de ascendencia calabresa) es el aumento exponencial de las intimidaciones de matriz extorsiva y las agresiones hacia el nivel económico o hacia el nivel político. Las acciones determinadas por esa lógica se despliegan cuando se pretende desarticular toda disputa en el nivel económico o político con vistas a condicionar el devenir de las relaciones socioeconómicas o de los ordenamientos institucionales. En su corazón se ubica la “aniquilación definitiva”, categoría que tomo prestada de un texto académico del Comandante del Servizio Anticrimine di Reggio Calabria (2009). La finalidad de la acción central a la que refiere la categoría es la eliminación de toda posible forma de competencia en la gestión de intereses económicos o políticos. Se activa cuando una organización mafiosa se propone desplegar un poder totalmente hegemónico sobre todo un territorio y de legitimarlo.
Redes
Con el fin de la Guerra Fría y de la relativa estabilidad del mundo bipolar, se empieza a llevar a cabo una aceleración del escenario internacional. Esta se debe a la globalización de la economía y de los mercados financieros, al impacto global de los medios y las redes sociales —que en la percepción de cierta opinión pública han reducido las distancias— y a la erosión de los Estados-nación. La globalización de los medios y especialmente de las redes sociales ha aumentado la importancia de las componentes emotivas (no racionales) en la elección de las soluciones a tales o cuales problemáticas emergentes. Un ejemplo “banal”: una catarata de memes en las redes afianza la imagen de que tal personaje es “chorro”; a esa capa se le adosa un discurso, vaciado de sentido, aunque levemente más elaborado, constituido por una serie de palabras sencillas y de fácil apropiación, difundido a diario por un canal del televisión cloacal; concurrentemente, un actor judicial recibe una denuncia anónima, y elabora aún más el discurso con “elementos probatorios” sostenidos por códigos, tipificaciones y normativas que indican la necesidad de una temporada larga en el cárcel. Resultado: sentido común colonizado, emotivamente (no racionalmente) constituido. Cuando el sujeto que porta ese sentido común se cruza con otra imagen que cierra el círculo, la del “chorro” esposado frente a la Policía, “piensa” que esa escena es necesaria, que corresponde, que está muy bien que lo arrastren en piyama, descalzo y en las tinieblas de la noche hacia una penitenciaría y que luego pierdan la llave. Es más: si un actor político se propone estimular adecuadamente el sentido común creado, el sujeto social que lo porta se movilizará para ir a una manifestación a descerrajar su bronca (una emoción). Este ejemplo, lamentablemente, ni es banal ni es ficcional. Es la lógica del emoticón.
En las redes no es necesario elaborar un argumento para expresar una “idea”: basta apretar el ícono de un corazoncito en Twitter o un like en otra red social, palabrita que ha colonizado nuestra lengua nacional y ha producido un nuevo sentido, el megustea; las plataformas pandémicas, el desmutear. Las componentes emotivas de las redes tienden a colonizar las formas del pensamiento. Si el sentipensar nos sugiere un igualitarismo necesario entre la emotividad y la racionalidad, la lógica de las redes acentúa una dimensión por sobre la otra, énfasis cuya emergencia se manifiesta cada vez que aparece “yo siento que”, vaciamiento argumentativo que empasta la prosecución de cualquier diálogo posible. A partir de los medios y las redes sociales ciertas informaciones tienen la capacidad de influenciar rápidamente la opinión pública de pueblos enteros y a menudo logran forzar la elección de los aparatos políticos. Es lo que ha pasado en Brasil con la campaña de Bolsonaro en 2018, a través del uso del WhatsApp activado adrede en los circuitos de las redes familiares y de las amistades.
Estas cuestiones acuciantes se resuelven menos hurtándose individualmente de las redes que estudiando sus lógicas: es el ámbito de la educación pública (en una trayectoria que nexa la escuela con la universidad), pues las redes tienen incidencia en la lengua nacional, la geografía, la geopolítica y la erosión del Estado, en la vida de pueblos soberanos.
El Estado y la revolución
La erosión del Estado se debe a actores concurrentes. Por abajo se organizan fuerzas locales anti emancipatorias, conservadoras, de derecha y, sobre todo en Europa y los Estados Unidos, los etno-nacionalismos. Por arriba, instituciones globales como la ONU, el FMI, la OTAN o regionales como la Unión Europea. A estas instituciones los Estados les transfieren una parte de su soberanía, pues se subordinan a sus decisiones para obtener su aval, cobertura, sostén o créditos. Es el caso de la Argentina ante el FMI. Existen sin embargo otras fuerzas que erosionan los Estados. Son fuerzas poderosas y transnacionales: las multinacionales, las finanzas internacionales, el terrorismo y la criminalidad organizada de tipo mafioso. En la Argentina dos actores convergentes están tratando de quebrar el Estado-nación o de reducirlo al tamaño de un maní: el FMI convocado por una alianza política —cuya teoría del Estado está informada por un doble poder mafioso (legal-ilegal)—, fortalecida por su llegada al país.
En este paradigma es preciso ubicar una palabra: “seguridad” (colocada en el tejido político reflexivo del Estadio Único de La Plata el 17 de noviembre). Tanto en su vertiente nacional (o interna), como internacional, la seguridad tiene características pluridimensionales. Dentro de la propia lógica de la globalización, esa categoría ya no refiere a la defensa del territorio de un Estado ni exclusivamente a su dimensión militar. Al menos en América Latina, las amenazas para los Estados no provienen de otros Estados, por lo tanto, la defensa de los confines es importante aunque relativa [1]. Esto mismo no podría sostenerse en el caso de Europa, continente en cuyo corazón se está desplegando una guerra entre países limítrofes y que tiene características mundiales. Los peligros mayores para un Estado-nación hoy se originan en sus propios confines. Quiero decir que esos peligros tienen emergentes locales. Como prueba están los golpes de Estado latinoamericanos del siglo XXI, la mediaticidad monopólica, segmentos de los poderes judiciales que responden menos al interés común que al de facciones políticas, fuerzas fascistas intersticiales que se proponen derribar el Banco Central, fuerzas políticas informadas por una inteligencia criminal y fuerzas sociales que se agregan alrededor de todos esos núcleos. Son amenazas locales que siguen las redes propias de la globalización y que por ende superan las fronteras de los países. O sea, tienen dimensiones transnacionales y terminaciones nerviosas en otros Estados de continentes distintos. Es el caso de las organizaciones mafiosas, monstruos mitológicos de dos cabezas (una piensa la legalidad, otra la ilegalidad, y ambas cómo anudarlas) que colonizan los Estados para ponerlos a su disposición, que los fragilizan para disponerlos en contra de las grandes mayorías y que los transnacionalizan. En este sentido, las organizaciones mafiosas tienen una importancia geopolítica estratégica creciente [2]. No son sujetos nuevos pues tienen una historia antigua, pero el conocimiento nacional y popular es exiguo en ese sentido. Articulan una estructura de red flexible con puntos de apoyo interconectados más allá de las fronteras de un Estado. De esto desciende que tienen la capacidad de funcionar incluso de forma más efectivamente capitalista que un Estado, que se caracteriza por estructuras piramidales no siempre suficientemente interconectadas entre sí. Si a esto se le adosa su disposición de colonizar el Estado para seguir operando también por fuera de él es imaginable el poder que son capaces de acumular y poner en acto.
La aceleración de la evolución de todos los fenómenos —de los procesos científicos y tecnológicos a los cambios climáticos, demográficos, infecciosos— complejizan las previsiones acerca del futuro. En este sentido, la capacidad del sujeto de adecuarse con rapidez, respondiendo con eficacia a las condiciones del momento —en todos los campos: político, estratégico, económico, sanitario, laboral, etc.— constituye un factor quizá más relevante que la fuerza de la que dispone; aunque esta dimensión tampoco debe ser desatendida, puesto que es central para la lucha de clases. Es posible conjeturar entonces que a los desafíos propios del siglo XXI logrará sobreponerse no solo el sujeto más fuerte, sino el capaz de identificar y leer adecuadamente los cambios vertiginosos que vivimos y adecuarse a esas transformaciones. El sujeto social y político que lo logre será revolucionario: vivir (en) las transformaciones sin dejar de organizar la fuerza propia y sin dejar de recoger las astillas adormecidas que brotan de la historia popular para liberarlas.
Estas cuestiones son de incumbencia del campo popular —una idea—, capaz de regenerarse en espacios libertarios y que nos invita a colaborar de nuevo en la obra de la emancipación que siempre se inicia. Finalmente, destruir el Estado o reducirlo requiere de gobernantes cada vez más desemejantes de los pueblos que pretenden gobernar y esto compromete al mundo político y al mundo social, niega programas populares a sus dirigentes, a su forma de oratoria y a sus instancias organizativas.