Qué fácil que era todo en los 90. El neoliberalismo le hizo sencilla la vida a las ciencias sociales y al pensamiento crítico, las unificó por lo menos en un punto crucial: la convertibilidad y el plan económico de Cavallo significaron una ruptura radical con el agonizante modelo de sustitución de importaciones que, ya medio […]
Qué fácil que era todo en los 90. El neoliberalismo le hizo sencilla la vida a las ciencias sociales y al pensamiento crítico, las unificó por lo menos en un punto crucial: la convertibilidad y el plan económico de Cavallo significaron una ruptura radical con el agonizante modelo de sustitución de importaciones que, ya medio muerto, tenía colocado un respirador artificial. Lo que el golpe del 76 había comenzado, lo remató el menemismo. Y aunque siempre podamos encontrar continuidades acordamos en que la tonalidad de la década la dio la ruptura. Algo más: se asentó firmemente en una derrota política y no sólo en un impasse económico (aunque aquí el «consenso» ya no sea tan extendido).
Los investigadores tienen ahora que romperse la crisma con insólitas contradicciones y complejidades. Los trazos de una ruptura no son tan claros. Las continuidades tampoco. El resultado, en una gran cantidad de análisis, es una liviana suma y resta de medidas de política económica: una de izquierda, otra de derecha. Una de cal otra de arena. Suma cero. Además, los análisis sobre esta «historia reciente» están sobrecargados con el peso político e ideológico del fragor actual. Mientras los simpatizantes de la administración kirhcnerista ven un gobierno nacional-popular y un modelo de desarrollo integral con la creación de casi 3 millones de empleos, sus detractores apuntan a la continuidad neoliberal del modelo sojero-petrolero extractivo con distribución regresiva del ingreso. ¿Y si los empleos y el modelo extractivos son ambos dos caras de la misma moneda?
A nada bueno llegaremos haciendo estos ejercicios matemáticos de suma y resta. Necesitamos saber algo más sobre las formas de Estado, sobre las relaciones entre economía y política para sobreponernos a esta aburrida cuenta de medidas gubernamentales. En otros términos, deberíamos comprender antes que nada la lógica interna de una estructura que integra medidas contradictorias.
Acumulación y lucha de clases
Los análisis funcionalistas y de la lógica del capital, fundan la explicación de la crisis política del 2001 en una disfuncionalidad del tipo de acumulación y su forma estatal y, en consecuencia, la entienden como una reestructuración sistémica de las relaciones sociales de producción. La lucha de clases aparece como síntoma. Los actores sociales, como portadores de una nueva racionalidad funcional a la reestructuración. En esta interpretación, las formas del Estado son derivadas del patrón de acumulación y las clases populares son externas a la nueva configuración estatal. Son objetos de dominación. La nueva «hegemonía» que una reestructuración del capital impone, atañe más a la configuración de los bloques de las clases dominantes que a una articulación social global. En definitiva, en esta visión estrecha, el Estado se simplifica como el sólo agente clasista de dominación en vez de ser la expresión de nuevas relaciones de fuerza sociales que atañen a todas las clases y sectores de clases.
La curiosidad del momento es sin embargo la yuxtaposición de un enfoque estructural-funcionalista como el mencionado, con la sensibilidad marxista de la lucha de clases. Así, mientras se pinta la primavera de rebeliones, revueltas, insurrecciones, jornadas revolucionarias y hasta revoluciones para caracterizar la activación popular del 2001, la lógica derivacionista se impone a la hora de caracterizar la reestructuración del Estado y su conexión con la lógica de la acumulación. Las clases subalternas siguen totalmente ajenas, externas al análisis de la reestructuración y así la historia apasionada de los últimos años no es más que la fría y lejana historia de fracciones del capital. Las clases populares que ganaron las calles, la clase trabajadora que adquirió nueva fuerza social, parecen ajenas y externas a las densidades del Estado, su nueva morfología, sus conflictos.
En el fondo existe un rechazo existencial a entender las formas del Estado como expresión dinámica de las relaciones de fuerza sociales y políticas y comprender las tendencias contradictorias que puede adquirir la función de la reproducción social capitalista con las formas a las que se ve impelido el Estado capitalista para lograrlo. Función y forma pueden estar en contradicción, y el grado en que lo hagan, puede decirnos mucho sobre la configuración del Estado y del carácter de la articulación hegemónica.
Revolución pasiva
La tesis continuista no niega ciertos cambios respecto al clima político de los 90, pero la caracterización de sus políticas como neoliberales enfatiza los elementos que no han sido desmontados del régimen anterior. Algunos, al considerar un poco prematuramente que el «neoliberalismo está muerto en todo el mundo», aceptan que un intervencionismo estatal ahora se hace presente, pero en todo caso se trata de los mismos objetivos y de los mismos intereses de clase. Atilio Borón admite la intervención estatal, por ejemplo, sobre la nacionalización de las AFJP, pero sólo con el objetivo de rescatar al capital financiero de la crisis y ve a la administración kirchenerista como continuidad (Borón, 2009). Maristella Svampa destaca que el «modelo neoliberal y el régimen que acompañó su instalación, siguen gozando de buena salud» por la defensa del modelo extractivo-exportador y la precariedad laboral (Svampa, 2008; 69). Petras, un poco a la violeta, lo define como «liberalismo pragmático» (Petras, 2009; 153). En todos los casos la fisonomía del Estado no parece relacionarse con el proceso social más que tangencialmente. Para quienes sostuvieron que el conflicto del gobierno con la burguesía agraria se trató sólo de una lucha de fracciones capitalistas por el agotamiento de recursos para el pago de la deuda externa y los subsidios a la burguesía, la desconexión entre formas de Estado y lucha de clases es evidente (Castillo, 2008). El Estado así es impermeable a la lucha de clases, que queda alojada fuera de la esfera institucional. La denuncia sobre la «cooptación» de movimientos sociales y de derechos humanos, evitó la incómoda pregunta sobre cómo fue posible cruzar las fronteras (salvo por una «traición») si las formas de Estado están selladas a la presión social. De esta incongruencia surge la teoría del «doble discurso», la «mentira» y la «manipulación», sociológicamente ingenuas. Una perspectiva teórica que oblitera la relación entre Estado y lucha de clases, tiende a buscar en las políticas públicas de cualquier administración el más leve indicio de continuidad para demostrar el carácter continuista-capitalista del mismo. Del otro lado, las iniciativas progresistas no cuentan más que como programa de gobierno y nunca como imposición social. Se pierde así el cuadro completo de la nueva configuración hegemónica.
Fue Antonio Gramsci quién explicó los contornos del integracionismo bajo el nombre de «revolución pasiva» o «revolución-restauración», anunciando desde su mismo nombre el carácter inherentemente contradictorio del mismo. En otro lugar hemos defendido el uso analógico, metafórico del término (Sanmartino, 2008). Baste con decir que se trata de una bella metáfora que facilita entender un doble juego: en primer lugar la capacidad de realizar cambios y encarar procesos de modernización capitalista desde el poder, desactivando la acción autónoma y disruptiva de las fuerzas emergentes (tesis que el estancacionismo derrumbista jamás logró asimilar); y en segundo lugar que esos cambios son siempre una adecuación y asimilación de la presión que viene desde abajo. Son dos movimientos complementarios que no pueden existir el uno sin el otro. En Gramsci no se trata de una prescripción política, tal como la han interpretado Godio y Robles en atención a la administración kichnerista (Godio y Robles, 2009) sino de análisis político, aunque no deja de tener consecuencias importantes para la acción política. Entre otras diferencias con el tipo de activación populista, está el hecho de que no se propone la movilización popular sobre la que se apoya, sino la pasivización y reconducción institucional de la misma. Si los gobiernos sucesivos de la pareja presidencial no son la expresión directa del ascenso popular sino su canalización mediante el único partido nacional que quedó en pie luego de la crisis, pudieron hacerlo a condición de absorber los motivos incandescentes que la sociedad dejó pendientes en las calurosas jornadas del 2001. La reforma de la Corte Suprema, el pase a disponibilidad de la cúpula militar, la anulación de las leyes de impunidad, pero también la retórica anti FMI o la reactivación del discurso popular progresista, la amistad con Chávez y una nueva plataforma de política exterior, son sólo algunas de las medidas que expresan las exigencias de una gobernabilidad asentada en formas institucionales e ideológicas diferentes a las que los gobiernos de Menem y De La Rua habían articulado. Estas diferencias no niegan continuidades, pero las colocan en otro contexto.
He aquí nuestra idea central: que la nueva relación de fuerzas nacida de la resistencia popular al neoliberalismo y del descontento y oposición de fracciones internas del capital, alumbró un cambio en el modelo de acumulación, de uno típicamente neoliberal a otro neo-desarrollista, y que un nuevo patrón de acumulación se inscribe en nuevas instituciones, ideologías y relaciones sociales bajo una forma de Estado que aquí llamo, quizá a falta de un nombre más atractivo, de compromiso débil y que mantiene tantos elementos de continuidad con el esquema neoliberal de mercado como de discontinuidad, donde lo importante ya no es la contabilidad de virtudes y defectos, sino su inscripción dentro de la reconfiguración de la forma Estado basada en un nuevo bloque de poder y una nueva articulación hegemónica que presupone la inclusión de manera pasiva de intereses y demandas populares expresadas en el 2001 así como las exigencias de la normalización capitalista. Esta nueva configuración no tiene un destino claro y puede desandar mucho de lo avanzado, pues las fronteras entre las nuevas y las viejas formas de Estado son más frágiles de lo que el discurso oficial está dispuesto a aceptar, si se las compara con las rupturas en el bloque de poder que ahora mismo se están produciendo en países como Venezuela o Bolivia.
La función y la forma de la dominación
La teoría marxista del Estado, que desde principios de siglo XX hasta nuestros días avanzó considerablemente, puede proporcionarnos instrumentos adecuados para comprender el carácter objetivo de la dominación, sin exigirnos buscar en cada personal político un agente clasista directo ni encontrar en el más leve hecho de corrupción el signo de un «capitalismo de amigos». La función del Estado es la de permitir la reproducción de las relaciones sociales de producción capitalistas y, en países periféricos como el nuestro, conectarla con las corrientes de capital internacional, favoreciendo su inserción en la división internacional del trabajo. Pero como ello debe realizarse en el ámbito nacional, sólo puede lograrlo por su intermediación, en conexión con las clases nacionales y su abigarrada trama social, cultural y política. Sólo bajo ciertas excepciones estas corrientes de capital logran conectar el ámbito internacional con el nacional de manera directa, mediante la colonización o la invasión militar (Evers, 1987). Como sabemos, toda mediación es una negación parcial y en consecuencia, para cumplir la función de reproductor de las relaciones sociales capitalistas cuya presión sanguínea proviene del mercado mundial, debe hacerlo negando parcialmente su pulsión y atendiendo a la composición de las relaciones sociales locales. El ámbito nacional de acumulación, sin embargo, quedó interferido por la crisis política y la capacidad de reestructurar y relanzar el proceso de acumulación, lo que demandó la negación parcial de esa pulsión, atendiendo a la readecuación y la integración de las fuerzas sociales emergentes, que exigió alcanzar nuevos equilibrios hegemónicos que no podían sustraerse a las presiones sociales locales. Sin esta dinámica contradictoria creo que no puede comprenderse cabalmente conflictos como el que estalló a raíz de la elevación de los derechos de exportación a la soja. Una buena opción para entender la dinámica económico-política de los últimos siete años, es volver al texto del último Poulantzas, que entiende al Estado como una condensación de relaciones de fuerza y donde la capacidad de una clase de realizar sus intereses está en conflicto con la de las otras (Poulantzas, 1987; 180). Aunque las luchas conservan siempre la primacía con respecto a las instituciones de poder, nunca dejan de inscribirse dentro de su campo. Podríamos de esta manera abandonar la perspectiva esencialista por la cual las luchas sociales se hallan frente al poder del Estado de manera exterior, algo que comparten, luego de tantas querellas, el marxismo ortodoxo con su perspectiva instrumentalista y el autonomismo con lo social instituyente en exterioridad radical con el poder instituido. Una perspectiva relacional, donde la lucha de clases y las fuerzas en disputa atraviesan tanto a la sociedad civil como el cuerpo del Estado, puede ser más fructífera y no menos radical.
Lo que caracterizó el cambio en la forma de Estado del paso del neoliberalismo al neodesarrolismo, es la metamorfosis de tres niveles complementarios del aparato de Estado: la relación de fuerzas, las instituciones en que ellas cristalizan y las ideologías que le dan legitimidad.
Ellas son constitutivas de un tipo de Estado. La crisis del 2001 no se desató sólo por el impasse económico, la fuga de capitales, las altas tasas de interés internacionales y la crisis de la deuda. Ellas lo hicieron porque fracasaron los intentos de imponer la dolarización o reducir el déficit fiscal al nivel requerido para relanzar el proceso de acumulación y generar nuevas olas de inversión. Como se ve, la lucha de clases fue el límite para una reorganización neoliberal del patrón de acumulación o una transformación concertada mediante un cambio gradual del tipo de cambio. Es verdad que una crisis parecida sufrieron México en 1994 o Brasil en 1999 como consecuencia de las contradicciones sistemáticas del tipo de acumulación financiera basado en crecientes déficits y endeudamiento, pero en ambos casos la capacidad política de afrontarla contrastó con la constricción popular local, y por eso mismo las salidas post-crisis en ambos países ni fueron traumáticas ni evidenciaron los cambios de modelo y forma estatal que sí se dieron aquí.
La devaluación de la moneda y otras acciones e instituciones emergentes, favorecieron la recomposición del bloque en el poder: el sector exportador industrial y agrario pasó a liderar ese bloque, acompañado por el apoyo activo de las fracciones capitalistas mercadointernistas y el sector financiero que se vio perjudicado pero a su vez se aseguró el rescate de sus pasivos. Los sectores de empresas públicas privatizadas vieron caer sus activos en dólares y dejaron de encabezar el crecimiento e incluso en ocasiones perdieron las concesiones.
Como lo define Varesi, «el modelo post-convertibilidad comienza a configurarse a partir de seis políticas centrales: la devaluación, la implementación de retenciones a la exportación, la pesificación asimétrica de deuda privada, el «salvataje» al sector financiero, el default y el congelamiento y renegociación de tarifas» (Varesi, 2009).
Este nuevo bloque de poder es objetivo, estructural e impersonal en sus rasgos sustantivos, no se conforma con agentes directos en el gobierno (los empresarios amigos no definen en este caso el carácter constitutivo de los intereses del bloque en el poder y entre los cuales se ha generado más de un choque frontal, como en el caso del paradigmático beneficiario del modelo post-convertibilidad: Techint).
El menemismo fue la expresión más radical de un Estado instrumentalizado por el capital más concentrado, cuyo bloque de poder tuvo un claro eje en el capital financiero, donde los funcionarios y el aparato burocrático-administrativo se integraron legal o ilegalmente a los negocios e intereses empresarios, y los equilibrios sociales fueron rotos de manera contundente por la derrota política de la clase trabajadora en el bienio 89-91. El Estado apareció no como el «interés general de la sociedad» sino de la fracción del capital financiero dominante, permitiendo la fragmentación social y la segmentación laboral, cimentado por un consenso negativo en el terror hiperinflacionario, la ideología exitista del derrame, las relaciones carnales con EEUU y el mercado y el consumo como horizonte último. El Estado neoliberal de los años 1991-2001, hizo coincidir su función con su forma, apareciendo abiertamente como un comité político de las fracciones más concentradas e internacionalizadas del capital, permeando todo el cuerpo del Estado con su modalidad neoliberal.
El cambio operado por la crisis del 2001 atañe a los fundamentos mismos de las formas en que el Estado podía relanzar el proceso de acumulación. Así, al nuevo bloque de poder hegemonizado por la burguesía exportadora, debía agregarse un factor de indiscutible importancia: la emergencia de las clases populares a la arena política, que abrió una nueva situación sociopolítica, que puso límites y condicionó el relanzamiento del proceso de acumulación. Así, lo que emerge es un Estado neo-desarrollista obligado a realizar compromisos con las clase subalternas. No las incorporó al Estado como lo hizo el gobierno de Cámpora y Perón el 1973, sostenido en un pacto social como eje de su (precaria) estabilidad, o lo hizo de manera tan marginal (algunos funcionarios menores en el Ministerio de Desarrollo Social y otros puestos sin relevancia estratégica) que no tiene implicancias para el bloque de poder. El por qué este compromiso es débil lo trataremos más adelante. Lo importante es destacar las exigencias formales de un compromiso que obliga a nuevos equilibrios dinámicos, a la negociación, a las medidas contradictorias, que son constitutivas de un tipo de Estado que administra su legitimidad por medio de dichos equilibrios y que como consecuencia logra cierta autonomía, haciendo pesar sus propios intereses partidistas como un factor más en el reequilibrio de fuerzas estatales y sacando partido del arbitraje social.
El cambio fundamental de una forma de Estado neoliberal a otra neodesarrollista de compromiso débil se explica por la reconfiguración tanto horizontal (entre clases dirigentes) como vertical (entre clases antagónicas) de las relaciones de fuerza que reorganiza las conexiones entre economía y política y otorga nuevas modalidades a la organización institucional.
Fisonomía de un nuevo modelo
Aunque una tipología completa de las transformaciones operadas en las formas sociales, institucionales e ideológicas es una tarea aún pendiente, algunas de ellas son nodales.
1) En el terreno económico-político el primer cambio fundamental es el valor de la moneda. Aquí la devaluación del peso fue decisiva. La estructura productiva de la post-convertibilidad se apoya en una nueva paridad que redistribuye los excedentes. Ella relanza la competitividad internacional de los productos exportables, permite una baja de costos considerables del salario y los insumos en dólares, y crea una barrera monetaria que impulsó la sustitución de importaciones y sacó del estancamiento y retroceso a sectores industriales locales que producen para el mercado interno. Aunque dicha competitividad disminuyó por la apreciación del peso en los últimos dos años respecto a otras monedas que con la crisis se devaluaron, la brecha sigue siendo significativa e incluso, desde agosto-septiembre del 2009, la reevaluación de las monedas como el real y el euro restituyen nuevamente la brecha. A su vez, la devaluación depreció los activos de las empresas privatizadas extranjeras, operando una clara transferencia desde la cúpula de estas empresas hacia las productivas.
2) Otro elemento institucional fue la recuperación de la política de emisión monetaria, control de la tasa de interés y supervisión de egresos e ingresos de capitales. Mientras el peso convertible jugó su destino a la fluctuación del dólar, la libre flotación otorga mayores grados de libertad cambiaria y de control de crisis. Además, mientras la sobrevaluación estableció una economía de endeudamiento, la devaluación favoreció el superávit comercial y de cuenta corriente y el fortalecimiento de las reservas.
3) En el plano social, el Estado neoliberal nace con la derrota del movimiento laboral mientras que el neodesarrolista lo hace como consecuencia de una fuerte activación social. El primero consolidó una fuerte exclusión política de los sectores subalternos, cerrando los canales de acceso al Estado del sector popular y sus aliados; en el terreno económico jugó un papel altamente desintegrativo, al provincializar los recursos de salud y educación, y desactivar programas sociales establecidos tradicionalmente durante décadas (desmantelamiento de planes de vivienda, sistema de indemnizaciones, carga impositiva e incluso privatización del crédito). El Estado neodesarrollista sostiene políticas de mercado reguladas y de subsidios.
4) El Estado neoliberal operó un fuerte proceso de despolitización y desideologización de la vida nacional, transformando la toma de decisiones respecto a las líneas fundamentales de la política económica en problemas de índole técnico-administrativo y sustrayéndolas del debate político, mientras que el Estado neodesarrollista se ve obligado, para redistribuir los excedentes, a hacer cumplir un papel activo al Estado y politizar la toma de decisiones, colocándose nuevamente como objeto de las demandas populares. Uno se apoyó en la retórica de integración al mercado mundial y a EEUU, mientras que el otro apuesta a la integración multilateral y se reserva grados de autonomía en la política exterior.
5) El primero estuvo orientado al aumento de productividad mediante una política de mercado, privatización y endeudamiento, mientras el segundo persigue su objetivo a través de la protección regulada de importaciones y superávit de divisas.
6) En el plano laboral, el primero hizo eje en las negociaciones individuales y por empresa condicionadas a la productividad y flexibilizó las relaciones laborales, mientras el segundo establece como centro las negociaciones colectivas y el salario mínimo y estableció una serie de leyes y decretos (moderados) de sentido protector. Volveremos sobre este último punto.
7) El Estado neoliberal capitalizó los aportes previsionales desfinanciando al Estado y empujándolo al endeudamiento, imponiendo la lógica competitiva sobre la solidaria, mientras el neodesarrollista los recupera como instrumento de acción estatal.
Estos rasgos diferenciales han sido acompañados por políticas continuistas, como la conservación del esquema de servicios públicos privatizados (a pesar de algunas estatizaciones no estratégicas), la descentralización provincial de los servicios educativos y de salud que se ha mantenido, la enajenación de los recursos naturales, la orientación agrominera-exportadora, las tenues modificaciones en el patrón impositivo (salvo en lo tocante a las retenciones a la exportación), el papel aún sobresaliente de la banca privada en la distribución del crédito, entre otros aspectos. En lo que se refiere al modelo de desarrollo post-neoliberal (Sader, 2009; 71), asistimos a una hibridación de tendencias neoliberales y regulacionistas, que bien puede ser descrito como transicional, pues no está claro si las fuerzas conservadoras y el capital concentrado podrá imponer una nueva apertura económica y una nueva ronda de desregulación que acompañe el furor exportador de materias primas o bien los sectores populares y una clase trabajadora debilitada pero emergente podría poner límites a dicha tendencia. O si, por último, el gobierno actual y el siguiente logren un equilibrio entre ambos.
Transferencia de excedentes
Como lo indica Verasi, los seis elementos estructurantes del modelo neodesarrollista, implican una transferencia de excedentes hacia la cúpula empresaria exportadora y del mercado interno. Pero no se debe olvidar que ella ha estado cruzada por una doble transferencia. Así, el congelamiento de las tarifas de servicios públicos y transporte, mediante subsidios a las empresas de servicios y trasporte público, estuvieron caracterizados por un temor constitutivo al resurgimiento del malestar popular. No son transferencias sólo al bolsillo del empresariado nacional sino también del trabajador. Sosegar la ira de las clases medias fue también una ardua tarea gubernamental que requirió fondos. Otro tanto sucedió con la inflación. El limitado control de precios que tanta animosidad recibió de los medios y las empresas, fue resultado de la incapacidad de afectar un mercado de alimentos altamente concentrado y monopolizado y, a su vez, de ponerle límites al aumento de precios a la canasta básica. Los subsidios a la carne, leche y otros productos, abandonando la determinación de los precios por el mercado, obedece a un criterio político. Las retenciones fueron su máxima expresión, única forma de contener el ímpetu inflacionario en un país exportador de bienes salarios. La recaudación fiscal aseguró el cumplimiento de las obligaciones financieras y los subsidios a la burguesía industrial, pero también un freno a la espiral inflacionaria, una medida central para sostener el salario real y por lo tanto la legitimidad política y la conservación del apoyo de las clases subalternas. Los niveles de inflación en relación a un tipo de dólar caro y demanda en crecimiento son históricamente bajos (también lo es la baja presión salarial, fruto de las nuevas condiciones de fragmentación del mercado laboral).
El sostenimiento de una moneda competitiva favoreció al bloque de poder antes mencionado. La inversión trepó a niveles record y se revirtió el proceso de creciente desindustrialización sufrido en la década del 90. La redistribución de excedentes mediante las retenciones y otros impuestos que permitieron el aumento del gasto público en un 300% empujó mayores niveles de la demanda. La reactivación de ramas de producción de alto nivel de demanda de mano de obra permitió la creación de casi tres millones de puestos de trabajo, permitiendo la recuperación del sindicalismo y la capacidad de negociación de los trabajadores.
Una de las medidas características del nuevo pacto neodesarrollista fue la vuelta a un sistema previsional basado en el sistema solidario de reparto, que constituye una medida estructural de transferencia de recursos del sector financiero al provisional y permita al Estado nacional mayor autonomía y control de los fondos, que en los 90 fueron los causantes del déficit fiscal crónico y el endeudamiento a tasas altas. Así, el balance del sector bancario, que fue rescatado en su momento como sector clave, también se ve subordinado a los intereses de otras fracciones de clases y de la autonomía estatal.
En conclusión, la combinación de derechos de exportación a la agricultura y el petróleo, los acuerdos de precios y los subsidios favorecieron una transferencia de excedentes desde sectores de altas rentas y fuerte impacto en los precios, hacia ramas de menor rentabilidad pero mayor creador de empleo (industria, servicios y construcción).
Mercado de trabajo
La cuestión laboral es un tema nuclear de la reestructuración del capital y del tipo de compromiso estatal articulado a partir de la crisis del 2001.
El desempleo bajó más allá de la recuperación de la capacidad ociosa, mostrando que los niveles de inversión altos ejercían influencia sobre la creación de puestos de trabajo aunque la velocidad de creación haya disminuido.
El aumento del 500% del salario mínimo elevó los pisos de los salarios nacionales y favoreció a los no registrados del sector privado que estaban rezagados respecto a los registrados. Los estatales, por último, elevaron su promedio con un repunte desde el 2007. El efecto global fue la elevación del piso nacional de salarios para el conjunto de la fuerza laboral. La recientemente creada asignación de 180 pesos por hijo para familias de desempleados y trabajadores informales y cuentapropistas con ingresos menores al salario mínimo, eleva a su vez el piso salarial para familias numerosas y modificará de manera importante los niveles de pobreza e indigencia, siempre y cuando el monto sea actualizado de acuerdo a los datos de inflación. El Consejo Nacional del Empleo, la Productividad y el Salario Mínimo Vital y Móvil fue activado luego de 11 años y empujó hacia arriba a los convenios más bajos.
El haber jubilatorio mínimo aumentó entre el 2003 y el 2009 un 413% y se incorporaron más de 1,8 millones de beneficiados que estaban fuera del sistema.
Mientras que la devaluación del 2002 implicó una reducción sustancial del salario real, el posterior aumento por decreto de los salarios y la convocatoria de convenciones colectivas, lo fue elevando más allá del pozo recesivo de 1998-2002 y lo colocó al nivel del promedio de la década del 90[2], aunque siempre rezagado en relación a los aumentos de productividad. Aún no llega a los niveles de 1993 (la medición más alta para la década), un pico que fue efímero y tuvo que ver con la recomposición coyuntural del poder adquisitivo luego de la hiper. Más importante aún, en los 90 el salario real de la población obrera en activo se mantuvo en niveles relativamente altos por el abaratamiento general de las mercancías que inducía la sobrevaluación del peso, es decir que se logró a costa de un desempleo récord y por lo tanto mediante la disminución de la masa salarial total, mientras que en el período neodesarrollista el salario real se recupera moderadamente pero acompañado de una también creciente población obrera en activo, que eleva su participación en el PBI. Según el Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino (CENDA), que calcula el salario real en base a institutos provinciales de estadística y al Ministerio de Trabajo, el crecimiento del salario real para los trabajadores registrados desde 2003 a 2008 asciende de un índice de 82 a 124, es decir un incremento del 151,2%[3] antes de la crisis de 2008, cuando se estanca o incluso retrocede levemente con el conflicto agrario y el aumento de precios.
El salario indirecto también creció acompañando la tendencia general. Otra serie de medidas, leyes y decretos se orientaron a regular las relaciones del trabajo y fortalecer la posición sindical, eliminando una serie de medidas del período de la «Ley Banelco», como la ultra-actividad, sustrayendo la negociación laboral a la determinación completa de mercado (Neffa y Panigo, 2009). En 2008 se cerraron 1231 convenios y acuerdos colectivos que fueron homologados por el Ministerio de Trabajo, en comparación con los 219 de 1998, el año de mayor cantidad de convenios firmados (muchos a la baja) en toda la década. Lo curioso del caso argentino y del tipo de arbitraje que cumple el gobierno, es que a falta de reacción sindical, fueron los mismos decretos del Poder Ejecutivo los que hicieron reaccionar el largo sueño sindical y dinamizaron la puja distributiva. No obstante los decretos se enmarcaron en una situación general favorable a los trabajadores y a luchas particulares como la de subtes, telefónicos, petroleros y docentes que marcaba desde el 2004 la tendencia ascendente de la lucha sindical.
El mejoramiento de las condiciones globales redujo el trabajo no registrado del 52,42% al 36,5%, desestimando las apreciaciones opuestas sobre mayor precarización (Svampa, 2008) pero insuficientes para retrotraer la situación previa al auge neoliberal. En el período comprendido entre 2003 y 2008, 85 de cada 100 empleos generados lo hicieron como empleo registrado.
El crecimiento económico de los últimos años revirtió una tendencia de los años 80 y 90 a la subida del coeficiente Gini de distribución personal, que en el ciclo actual comenzó a disminuir[4]. Esto se verifica en las distintas mediciones (Altivir, Fishlow et al, Cerisola et al, CEPAL), aunque todavía se mantiene sobre el nivel de 1993. En los períodos anteriores, desde 1975 hasta 2002 independientemente de los ciclos de crecimiento o recesión, el índice cayó de 0,5 a 0,35 mostrando la brecha cada vez mayor entre ricos y pobres (Gaggero, 2008). El proceso abierto en 2003 logra una reversión de esa trayectoria, pero que aún está lejos de alcanzar los niveles de equidad de hace 40 años. Una tendencia similar se puede observar respecto a la distribución funcional del ingreso (participación de la masa salarial total en el PBI). En sus distintas mediciones, que no son comparables con las curvas históricas (BCRA, Llach-Sánchez, FIDE, CEPAL), se evidencia una caída del excedente bruto de explotación y aun aumento proporcional de la participación salarial. De acuerdo a la recopilación efectuada por Lindemboin en 2005 la curva quedaba bajo el nivel del 2001, pero las estimaciones para 2006 y 2007 la superaban, aunque no proporcionó más datos desde esa fecha. Un índice similar ofrece la curva de la distribución funcional según la cuenta de Generación del Ingreso (CGI) de la Dirección Nacional de Cuentas Nacionales que estima para los mismos años superar el pico de 2001(la comparación entre uno y otro puede hacerse en Grasso, 2009).
En conclusión, el mejoramiento de los índices sociales que acompañó el crecimiento económico evidencia un movimiento doble: recuperación de la capacidad de negociación de los trabajadores sobre la base de una matriz productiva diferente a los años 90, una institucionalidad obrero-patronal y un rol del Estado diferente al neoliberal y, por otra parte, una hasta ahora insuficiente recomposición de los índices sociales que impiden transformar al mercado doméstico y la demanda de bienes de consumo en el motor del crecimiento económico, conservando el patrón de alta precariedad laboral y segmentación de ingresos al interior de los trabajadores, que evidencian dificultades estructurales para revertir tendencias de un proceso de globalización capitalista de más de 13 años, que imprimió sus caracteres sobre una economía dependiente y exportadora de bienes primarios o semi-elaborados. La dispersión de los ingresos salariales, además, es la causa de persistentes índices de pobreza.
El mejoramiento de la posición de la clase trabajadora es la que explica enteramente el cambio en el patrón de los conflictos laborales, desde una marcada presencia del movimiento de desocupados hacia la creciente participación de trabajadores en conflictos laborales (Palomino, 2007)[5].
La inserción internacional del neodesarrollismo
El proceso de concentración de la cúpula empresaria y extranjerización de la misma, un patrón productivo de tipo agro-minero exportador con bajo valor agregado y la dilapidación de recursos naturales no renovables, son algunos de los puntos centrales de la inserción del neodesarrollismo argentino, igual que las restantes economías latinoamericanas (con la excepción de Brasil, y quizá de México pero por distintas razones) en la división internacional del trabajo, como países periféricos proveedoras de materias primas y alimentos para los centros de acumulación fundamentales del capital alojados en Europa-EEUU y el sudeste asiático-China. Esta compulsión internacional afecta también a los países proveedores de petróleo y gas como Bolivia y Venezuela, y dificulta, incluso donde las clases dominantes han sido desalojadas del bloque de poder (aunque no de la arena económica social), encarar un proyecto de desarrollo independiente. Esto vale mucho más para países donde sus burguesías agrario-extractivas no sólo no han sido afectadas sino incluso promovidas y el control estatal del comercio exterior (Juntas de granos, IAPI) ha sido desmantelado. El neodesarrollismo, sin intención de afectar la propiedad (como Venezuela o Bolivia), apostó por el incentivo de la producción, en este caso sojera y petrolera, para capturar rentas extraordinarias por la vía de los derechos de importación. Este tipo de esquema redistributivo, distinto al esquema de libre mercado neoliberal, fue cuestionado por el paro de la burguesía y la pequeño burguesía agraria con el apoyo político-ideológico de amplios estratos de clases medias. Una vez más, las retenciones no constituían sólo una transferencia de rentas hacia la burguesía industrial, sino también hacia los asalariados y las clases populares, pues el salario real disminuye con la elevación del precio de tierra y el incremente del valor de los alimentos. Que una coalición de la burguesía rural haya podido hegemonizar un bloque de oposición conservadora y regresiva es ya un capítulo de psicología política, análisis de la cultura y tradiciones congénitas de las clases medias que van más allá de este trabajo.
En resumen, el neodesarrollismo se destaca por profundizar el tipo de explotación primarizante neoliberal pero se impone realizar una punción sobre sus rentas, en beneficio de un equilibrio de clases distinto al precedente, preservando las ganancias industriales y la generación de empleo. Que estos equilibrios sean precarios y desestabilizantes al dejar intacta la fuente de poder del capital financiero y la burguesía más concentrada, es justamente su talón de Aquiles, nunca tan bien representado por la desazón de un impotente Néstor Kirchner al momento del voto no positivo y su infinita ira que lo llevó a barajar de verdad la renuncia de Cristina el día posterior. Las contradicciones de coyuntura pueden ser leídas mejor desde este marco conceptual. Las oscilaciones son así constitutivas. La ley de medios va en un sentido, la reapertura de las negociaciones con el FMI y los Holdouts en otro; la asignación por hijo por aquí, la reforma política por allá. La nacionalización de las AFJP a la izquierda, el veto a la ley de protección de los glaciales a la derecha. Y así puede seguir la lista, oscilando entre el compromiso con la fuente popular de su legitimidad y la fuente del poder de la que surge su financiación y estabilidad políticas. El poder estatal a veces se hace fuerte con dichas oscilaciones. Pero a veces, esos frágiles equilibrios pueden ser rotos, pues está inscrito en la lógica del compromiso débil, incluso si los funcionarios puedan fruncir el seño en señal de sorpresa.
La burguesía y pequeña burguesía agraria, que fueron parte importante del bloque de poder, entendieron que la nueva ronda de retenciones de marzo del 2008 rompía el equilibrio de intereses y encabezaron un movimiento político cuyo objetivo fue hegemonizar ese bloque y desplazar los contenidos industriales y los intereses salariales. El kilo de lomo a 80 pesos fue una extraordinaria consigna en la que Alfredo De Angelis sintetizó con asombrosa claridad el objetivo de su programa económico y el resultado efectivo de abrir los mercados de exportación. Hay una situación inédita en nuestro país. Por las condiciones internacionales de alza inédita del precio de las materias primas y la disminución de la participación agrícola en el valor total de las exportaciones, se evitó el característico ciclo stop and go (algo que también benefició a toda América latina). Pero a su vez, la burguesía agraria sigue teniendo un peso económico y político importante, por su papel de generadora de divisas.
No, no es como Perón
La tentación de una comparación fácil extravió a más de uno. No, el Estado de compromiso débil no es comparable al Estado populista, ni el matrimonio presidencial recoge la gratitud de multitudes congregadas en la Plaza de Mayo. Ni Moyano es Vandor, porque nunca es la misma el agua que corre bajo el punte. Hemos definido el carácter del compromiso de clases como débil porque las transformaciones operadas desde la dictadura militar del 76 y sobre todo desde la era menemista han sido de tal envergadura que sus efectos perviven en las profundidades de la sociedad argentina, conquistas perdurables de las clases dominantes en todos los terrenos, ideológico, político, sindical, cultural. El movimiento obrero hoy está lejos de la posición privilegiada que tuvo en el seno del gobierno peronista del 73.
El papel que supo jugar el sindicalismo argentino en sus mejores etapas respondía a una situación particular del capitalismo argentino, donde la producción industrial y la sustitución de importaciones fueron la locomotora de la acumulación nacional, centrada en el consumo popular y la relación salarial. El final del largo ciclo expansivo de la economía sustitutiva con pleno empleo, que se dio también en toda latinoamérica, desembocó en un proceso de radicalización política y lucha de clases pocas veces vista en la historia nacional. Las cosas han cambiado desde aquella época dorada y no sería prudente volvernos melancólicos por las viejas buenas épocas del pasado. Creo que la debilidad de las clases subalternas y sus dificultades para crear alternativas sociales superadoras al principio de este siglo, está en la raíz de este compromiso débil que nació de la crisis del 2001. En este modelo las exportaciones agroindustriales y extractivas, acompañadas por los precios mundiales (que la crisis internacional morigeró pero por lo visto no cambió su sentido favorable a los términos de intercambio como reversa a la tendencia que prevaleció durante todo el siglo XX), conviven en un precario equilibrio con una sustitución parcial de importaciones y creación de empleo segmentado con desocupación, precariedad y ramas de producción dualizadas entre las de alta productividad ligadas a la empresas de capital concentrado orientadas a la exportación y de baja productividad ligadas al mercado interno.
La movilización popular barrió con un gobierno constitucional pero no tuvo la densidad social ni la capacidad política de alumbrar un ciclo radicalmente diverso al híbrido, insulso y desapasionado neo-desarrollismo post-neoliberal. Pero no podía ser de otra manera luego de la catastrófica década del 90, que licuó el poder social de las clases populares, fragmentó a la clase trabajadora, transfirió un poder inmenso al capital financiero concentrado e impuso un paradigma ideológico y cultural consumista y de mercado que perdura hasta el día de hoy. Las alternativas a semejante revolución conservadora no podían emerger por generación espontánea. No nace de la noche a la mañana un proyecto y un movimiento que lo encarnen. La resistencia al neoliberalismo, los nuevos sujetos sociales emergentes, el clima ideológico adverso al neoliberalismo desde fines del siglo pasado, son un suelo propicio a una recomposición social, política e ideológica de las clases subalternas. Pero no es una tarea fácil ni inmediata. No siempre se dispone del tiempo suficiente antes de grandes acontecimientos. Ni un avance popular ni una restauración conservadora, aún bajo ropajes progresistas, puede ser descartada. El compromiso de clases es siempre precario y dinámico, depende también de condiciones externas del capitalismo mundial no controladas por los actores nacionales. El paro agrario, el clima ideológico conservador que se instaló en franjas de clase media, el papel que en ello juegan los grandes medios de comunicación son evidencias suficientes para reconocer grandes reservas entre las fuerzas del capitalismo más concentrado y los ideólogos del libre mercado. Pero tampoco es despreciable el activo popular con el aprendizaje de todos los años de resistencia antineoliberal. En definitiva, lo apasionante de la política, que en definitiva decidirá el curso posterior de esta historia, es que está abierta a la lucha, con límites y condiciones sí, pero sin determinismos de ningún tipo.
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Jorge Sanmartino es Sociólogo UBA- IEAL, integrante del colectivo Economistas de Izquierda (EDI). Artículo publicado en Cuestiones de Sociología- Revista de Estudios Sociales Nº 5-6, Departamento de Sociología, UNLP, Prometeo, marzo 2010.
[2] El manoseo de los datos del Indec hace imposible por ahora calcular efectivamente el salario real nacional 2008-2009, por la poca fiabilidad de los índices de inflación, aunque distintos estudios han tomados diversas fuentes, sobre todo de institutos provinciales para medirlos.
[3] El trabajo en Argentina (2009). Condiciones y perspectivas. Informe Trimestral. Otoño.
[4] Datos obtenidos hasta el segundo cuatrimestre del 2006.
http://www.depeco.econo.unlp.edu.ar/cedlas/archivos_upload_items/desigualdad_arg_1.xls. Para el salario real en distintas mediciones ver http://www.tel.org.ar/est/inftrioct09.pdf
[5] Los hechos de rebelión en Argentina 2002-2007. PIMSA, Documento de Trabajo Nº 28. En http://www.pimsa.secyt.gov.ar/publicaciones/DT28.pdf y http://www.depeco.econo.unlp.edu.ar/cedlas/archivos_upload_items/desigualdad_arg_1.xls.
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