Las elecciones «primarias» que acaban de tener lugar en la Argentina dejaron numerosas enseñanzas. Sería imposible reseñar todas y cada una de ellas en un breve texto como este. Se impone, por lo tanto, la necesidad de sintetizar y privilegiar algunas cuestiones, postergando el tratamiento de otras para otros momentos. Centraremos nuestro análisis en tres […]
Las elecciones «primarias» que acaban de tener lugar en la Argentina dejaron numerosas enseñanzas. Sería imposible reseñar todas y cada una de ellas en un breve texto como este. Se impone, por lo tanto, la necesidad de sintetizar y privilegiar algunas cuestiones, postergando el tratamiento de otras para otros momentos. Centraremos nuestro análisis en tres ejes principales: (a) las razones de su apabullante victoria; (b) la agenda del gobierno para los próximos años; (c) las tareas de la izquierda ante la actual coyuntura.
Va de suyo que para quien esto escribe la elección presidencial (no así la de los demás cargos a nivel nacional, provincial y municipal) del 23 de Octubre se convirtió, luego de las primarias, en un ejercicio superfluo. Salvo por un catastrófico imponderable la re-elección de Cristina Fernández de Kirchner (CFK) en la primera vuelta electoral ya está asegurada: le sacó una indescontable diferencia de 38 puntos a Ricardo Alfonsín y Eduardo Duhalde. Peor aún, en Lomas de Zamora, supuesto bastión del duhaldismo, CFK aventajó al ex presidente por 43 puntos: obtuvo 57 % de los votos contra un flaco 14 % de su contendor. Y en la mesa 26 de la Escuela Nº 9 donde emitió su voto Duhalde, Cristina se alzó con el apabullante 73 % contra un raquítico 9 % de su rival. La Udeso, liderada por Ricardo Alfonsín y Francisco de Narváez, fue derrotada sin atenuantes en 132 de los 134 distritos de la provincia de Buenos Aires. Teniendo en cuenta estos demoledores antecedentes cualquier especulación acerca de las chances que podrían tener cualquiera de las dos mayores candidaturas de la oposición es un alarde de voluntarismo carente de todo fundamento. Claro está que hay que reconocer que por detrás de ese infundado optimismo existen también razones tácticas que obligan a ello: la deserción de un candidato presidencial acarrearía consecuencias muy negativas para los otros postulantes pegados a su boleta (senadores y diputados nacionales, gobernadores, legisladores provinciales, intendentes, concejales) al mismo tiempo que debilitaría la capacidad de esa fuerza para conquistar posiciones en lo terreno parlamentario y en los gobiernos locales.
¿Por qué ganó CFK?
Lo primero que hay que decir es que su aplastante victoria se debió antes que nada a los méritos propios de su gestión gubernativa. Vale la pena insistir en esto porque la tónica dominante de muchos análisis parece sugerir que su triunfo fue antes que nada causado por la fenomenal ineptitud de la oposición. Este es un planteamiento erróneo porque deja en las sombras algunos factores que, sin duda, influenciaron muy positivamente en las preferencias ciudadanas. Por empezar, mal se podría desconocer el impacto «oficialista» que aquí y en cualquier otro país ejerce la bonanza económica, por relativa que sea y más allá de sus insatisfactorios y/o limitados impactos redistributivos. Pero si además el crecimiento económico va acompañado por una fuerte expansión del consumo (no importando, ante los ojos de los beneficiarios, los mecanismos mediante los cuales se lo promueve); la creación de empleos (no importa si registrados o «en negro»); una modesta pero bienvenida mejoría en sueldos y salarios y en las remuneraciones a los jubilados y pensionados; la enorme ampliación de la cobertura previsional con la jubilación de las amas de casa; la implementación de algunas políticas paliativas del grave problema de la pobreza que el país viene padeciendo desde los años noventas (Asignación Universal por Hijo, tres millones y medio de personas cubiertas por distintos planes sociales, retorno a la escuela impulsado por la masiva entrega de netbooks, etcétera), sería verdaderamente una anomalía que este conjunto de factores se hubiese revelado incapaz de fomentar un sentimiento de conformidad para con el gobierno nacional.
Si a ello se le agregan otros componentes que expresan una vocación progresista de la Casa Rosada, como la Ley de Medios, el Matrimonio Igualitario, la política de derechos humanos, la estatización de las AFJP y Aerolíneas Argentinas y la reorientación latinoamericanista de la política exterior nadie debería manifestarse sorprendido ante el categórico veredicto de las urnas. Podría haber sorpresa en el nivel del apoyo -más del 50 %- o en los 38 puntos que separan a CFK de sus más inmediatos perseguidores, pero no en la reconfirmación de su liderazgo en el terreno electoral.
El éxito oficial sirvió, de paso, para demostrar que los poderosos medios hegemónicos -verdaderos «intelectuales orgánicos», diría Gramsci, del heteróclito archipiélago opositor- carecen de los poderes omnímodos que muchos, tanto en el gobierno como en la oposición, les habían atribuido. Pueden agigantar lo que hay, pero sus artimañas y manipulaciones no les alcanzan para inventar lo que no existe. Y la oposición, en la Argentina post-crisis del 2001, post «que se vayan todos», no existe. Lo que aparece bajo la equívoca etiqueta de «oposición» es una colección de individualidades y precarias organizaciones políticas, mutuamente repulsivas, carente de unidad y coherencia, sin un claro programa alternativo que no sea volver al pasado todo lo cual la convierte en fácil presa de las iniciativas del kirchnerismo. En el período transcurrido entre las elecciones parlamentarias de Junio del 2009 y las del 14 de Agosto de este año sus exponentes exhibieron excepcionales dosis de ineptitud, egocentrismo, sectarismo, ombliguismo y personalismo que aportaron lo suyo para hacer posible el triunfo de Cristina. En síntesis: a la oposición le sobró vanidad y le faltó grandeza. Y la protesta social, vigorosa y recurrente, transitó por carriles que no tenían contacto con los partidos de la oposición. Salvo, en algunos pocos casos, con las pequeñas expresiones de la izquierda.
Fue debido a ello que el multimedio Clarín no pudo, empleando a fondo su vastísima red de propaganda y manipulación políticas, inventar una opción donde no la había, o fabricar un líder capaz de concitar la adhesión de grandes segmentos de nuestra sociedad. Por más que algunos de los candidatos de la oposición fueran exhibidos ad nauseam, noche a noche, en los distintos programas televisivos del multimedio -especialmente Eduardo Duhalde y Elisa Carrió y, en menor medida, Ricardo Alfonsín- y se les concediera, en algunos casos, hasta veinticinco minutos ininterrumpidos de pantalla (¡algo absolutamente extraordinario en el timing televisivo!) ni uno sólo de los favorecidos por tamaña «generosidad» del oligopolio logró convertirse en un competidor serio de CFK. Peor aún: la venenosa campaña mediática en contra del gobierno terminó por volverse en contra de quien, desde una autoasignada función de conciencia ética de la república, la encarnó con singular vehemencia. Nos referimos, está claro, a Elisa Carrió, derrumbándose desde el 23 % de los votos obtenidos en la elección presidencial del 2007 a un triste tres y tanto por ciento en las primarias del domingo pasado. Una caída, dicho sea al pasar, que tampoco puede atribuirse a los poderes demiúrgicos de la televisión oficial, cuyo módico rating -inclusive en un programa como 6-7-8- la inhiben de acometer empresas tan demoledoras, suponiendo que lo quisiera. Y lo mismo puede decirse de la prensa gráfica oficial o identificada con la gestión de CFK: el «periodismo militante» pudo haber ayudado a consolidar la adhesión de los ya convencidos, pero jamás proyectar a Cristina por encima del cincuenta por ciento de los votos. Este acotado poder de los medios, de uno y otro bando, no deja de ser una buena noticia para la democracia.
La agenda para el segundo turno
El arrasador triunfo de CFK enfrenta un peligro que al menos en un par de discursos recientes pareció haber sido advertido por la presidenta cuando dijo, textualmente, «no me la creo.» En efecto: el riesgo es pensar que ante la plebiscitaria ratificación de su mandato las cosas están bien y el rumbo emprendido es el correcto. En realidad, la situación económica ha venido mejorando pero las asignaturas pendientes son muchas, y muy urgentes. El mantenimiento de la torpe política adoptada con el INDEC, que equivale destruir un termómetro porque registra la temperatura producida por una inoportuna enfermedad, conspira en primer lugar en contra del propio gobierno: las deficientes o abiertamente falsas informaciones suministradas en algunas áreas por el INDEC le impide elaborar con racionalidad y eficacia las políticas públicas que el país necesita. La intervención en ese organismo, además, es un grave atentado en contra de la población porque la priva de acceder a datos básicos con los que, por ejemplo, defender su nivel de vida y sus salarios en las paritarias. En este sentido el subregistro de la inflación ha adquirido ribetes escandalosos toda vez que no son las desacreditadas consultoras privadas sino las propias oficinas de estadística de las provincias gobernadas por el Frente de la Victoria quienes mes a mes desmienten las fantasiosas cifras del INDEC. No sólo ellas: lo mismo hacen los sindicatos afiliados a la CGT, que negociaron reajustes salariales -para acompañar al aumento de los precios internos- del orden del 25 al 35 %, reajustes que fueron homologados por las autoridades nacionales y sobre todo por el Ministerio de Trabajo. Acabar con este engaño debería ser una de las primerísimas tareas a encarar por la presidenta lo antes posible, conciente de que esa mentira no sólo ofende a la ciudadanía sino que entorpece su propia gestión de gobierno.
Cuando el tema de la agenda del próximo período sale a la palestra son muchos los que en el ámbito oficial y sus aledaños dicen que lo que hay que hacer es «profundizar el modelo». No vamos a reiterar en esta nota todo lo que discutimos extensamente en anteriores publicaciones de este blog y que diera lugar a un apasionado debate. Pero no está demás recordar que los principales aciertos del kirchnerismo -como, por ejemplo, la quita en los bonos de la deuda externa o las estatizaciones de las AFJP o de Aerolíneas Argentinas- se produjeron cuando se dejaron de lado las prescripciones del modelo de acumulación instaurado bajo el primado del neoliberalismo desde finales de la década de los ochentas y cuyos poderosos influjos se sienten todavía el día de hoy. Para entendernos: si hablamos rigurosamente un «modelo» no es una sumatoria de políticas públicas sino un tipo específico de articulación entre acumulación capitalista, dominación política y organización social. Al decir que el actual «modelo» tiene su génesis en la última dictadura militar y su consolidación en el decenio menemista se está afirmando que como producto de la refundación reaccionaria del capitalismo global desde mediados de los setentas el eje central de la acumulación capitalista se desplazó hacia los sectores más concentrados (y extranjerizados) de la economía, entre los cuales sobresalen el petróleo, el gas, la gran minería, el sector financiero y el agroexportador (principalmente el complejo sojero), todos los cuales fueron (y siguen siendo) beneficiados por incentivos, subsidios, exenciones impositivas y facilidades de todo tipo que explican las fenomenales tasas de ganancia que exhiben estos sectores. Este «modelo», neoliberal en su espíritu y en su corporización práctica, tiene como puntales:
a) la sobrevivencia de la Ley de Entidades Financieras de Videla-Martínez de Hoz, pieza legal fundamental para institucionalizar el predominio de la banca extranjera y del capital financiero en general;
b) la vigencia de la Carta Orgánica del Banco Central establecida por Domingo F. Cavallo que todavía condiciona negativamente a las actuales autoridades de esa institución para actuar de conformidad con las exigencias de la coyuntura;
c) la extraordinaria regresividad del sistema impositivo, en virtud de la cual la renta financiera queda exenta de obligaciones tributarias al igual que la transferencia de activos de sociedades anónimas, mientras que una parte creciente de los asalariados debe pagar el impuesto a las ganancias -la magia del neoliberalismo todo lo puede: ¡sueldos y salarios se convierten en «ganancias» y como tales sujetas a un tributo- al tiempo que los sectores de menores ingresos ven encarecidos los ítems de la canasta básica de alimentos con un IVA del 10.5 %;
d) el continuo saqueo de nuestras riquezas naturales, sin ninguna clase de efectivo control fiscal -especialmente en hidrocarburos, minería, pesca- que impide saber cuánto se extrae y cuánto se exporta. Si algún dato se tiene es por las declaraciones juradas que las empresas interesadas elevan a nuestras autoridades;
e) la descontrolada «sojización» del agro, con los graves perjuicios que conlleva no sólo una acelerada «reprimarización» de la economía sino también la expansión del monocultivo y la primacía adquirida por el poderoso complejo transnacional del «agronegocios», en desmedro de los pequeños y medianos productores locales;
f) el elevado grado de concentración y extranjerización de la economía. Una encuesta periódicamente realizada por el INDEC sobre este tema demostró que en el 2010 las 500 mayores empresas del país daban cuenta nada menos que del 22 % del PIB de la Argentina. Ese mismo estudio señalaba que 324 de las 500 mayores empresas -o sea, dos de cada tres- que operan en el país son extranjeras; y todas foráneas son las seis más grandes: YPF, Cargill, Telecom, Petrobras, Carrefour y Jumbo. Extranjerización que, como lo señalan recientes estudios, se extiende también a la tierra, inclusive en zonas de frontera;
g) perpetuación de la precarización laboral, la tercerización, el trabajo no registrado (¡inclusive en la administración pública!), penosas herencias de los noventas que aún persisten en nuestros días.
Estos rasgos, gestados durante los años de la dictadura y el menemismo siguen penosamente caracterizando a la economía argentina. Hubo cambios, sin duda, pero las vigas maestras del «modelo», neoliberal hasta el tuétano, siguen en pie. A ello se debe la persistencia de elevados niveles de pobreza -cercanos al 30 % según los análisis más confiables- en los sectores más postergados y también la fragilidad económica de las capas medias, donde para una pareja con ambos miembros trabajando «en blanco» y con buenas remuneraciones la adquisición de un departamento de dos ambientes se presenta como una empresa de muy difícil realización. En suma, el «modelo», fiel a sus orígenes, crece pero al hacerlo concentra ingresos y riquezas, desnacionaliza la economía y no distribuye. Quien lo hace, a duras penas y con muy modestos resultados, es el estado.
La izquierda y la coyuntura
Para concluir: la presidenta tiene la re-elección asegurada. Ha sido ratificada plebiscitariamente y gracias a esta relegitimación dispone de un amplio campo de maniobra para introducir los cambios que necesita el país. Si tiene voluntad de hacerlos seguramente contará con un enorme respaldo popular, como lo atestigua el resultado de las primarias. Cuenta también con un Congreso que no tendrá fuerza para interferir o entorpecer sus más trascendentales iniciativas y los poderes mediáticos han demostrado que pueden desatar una molesta vocinglería pero no tienen como frenar las políticas gubernamentales. Este es el momento para avanzar a toda máquina por el camino de las reformas estructurales, dejando de lado los paliativos y las políticas de parche. Además, haga lo que haga, los futuros historiadores y cronistas de la derecha ya condenaron a la presidenta. Seguirá siendo sometida a toda suerte de presiones, chantajes y agresiones por los moderados avances sociales producidos durante estos últimos años. Siendo esto así es preferible que la condenen por las cosas buenas que podría hacer y no por lo que dijo que quería hacer y después no lo hizo. Eso sí: CFK tendrá que apresurarse porque dispondrá de poco tiempo, un año a partir del inicio de su nuevo término presidencial. El 2012 debería ser el año de las grandes batallas. Poco después comenzarán las disputas con vistas a las elecciones parlamentarias del 2013 y, enseguida, estallará abiertamente la durísima lucha por la sucesión presidencial. Por lo tanto, si no es ahora, ¿cuándo?
Podrá objetarse, con razón, que el planteo anterior adolece de un fuerte voluntarismo. Ello es así porque hemos optado, metodológicamente hablando, por suspender por un momento una valoración radicalmente crítica que considere a los datos definitorios de la coyuntura actual como resultados inamovibles de un proceso que no admite correcciones o rectificaciones. Si bien adherimos sin reservas a la perspectiva crítica que ofrece el marxismo -en el sentido de que sabemos que dentro del sistema no hay solución para la crisis del capitalismo, y que éste es una imparable máquina de producir injusticias, pobreza y exclusión económica, social y política que sólo una revolución socialista pondrá fin- creemos que al menos hipotéticamente se le podría conceder al gobierno el beneficio de la duda. ¿En qué sentido? En el sentido de reconocer que las renovadas y cada vez más violentas contradicciones del capitalismo, aguijoneadas por la crisis actual, van a desbaratar cualquier intento de gestionar a la economía y mantener el orden social apelando a las herramientas macroeconómicas convencionales, incluyendo las tenidas por «heterodoxas». Empujado por circunstancias signadas por profundos desequilibrios en la vida económica y una creciente agitación social y política más pronto que tarde el gobierno se enfrentará a un dilema de hierro: avanzar por el sendero de las reformas estructurales que le permitan neutralizar los efectos desquiciantes de un capitalismo en crisis o bien quedar sepultado bajo sus escombros, abriendo el paso a una restauración conservadora que ponga fin a todas sus ilusiones progresistas.
Acérrimos críticos del capitalismo, Marx, Engels, Lenin, Trotsky y Gramsci, entre otros, nunca dejaron de reconocer las posibilidades de recomposición y cambio que los capitalistas siempre tienen a su alcance aún en medio de las más profundas crisis. Más de una vez Marx se reprochó por haber errado en sus sombríos pronósticos sobre el curso futuro de Francia una vez establecido el régimen bonapartista, refutados implacablemente por casi veinte años de vigorosa expansión económica que sólo la guerra franco-prusiana de 1870 pondría fin. Atentos a esta lección hay que desterrar la tentación de pensar que, ante la crisis, el kirchnerismo jamás osaría transitar por el sendero de las reformas estructurales. Sus relaciones con la clase dominante son complejas y por momentos contradictorias: promueve sus ganancias y facilita sus negocios -si no véase lo ocurrido con el voto «del campo» en las primarias, o las declaraciones de Franco Macri o de tantos otros capitostes del empresariado local- aunque lo hace en un clima de mutuo recelo y permanentes tironeos ocasionados por la insaciable voracidad de una y otro.
Si estas tensiones, exacerbadas al calor de la crisis, llegaran a sobrepasar un cierto umbral no sería extraño que se desencadenase una ruptura entre la clase dominante y el gobierno, colocando al kirchnerismo ante el dilema enunciado más arriba: reformas estructurales o capitulación. Acosado por similares más no idénticas circunstancias Franklin D. Roosevelt optó por lo primero: fortaleció el movimiento obrero y organizó al partido demócrata, y a partir de allí lanzó el New Deal, un programa tenazmente resistido por gran parte de la burguesía estadounidense que consideraba confiscatoria y «comunista» la nueva legislación tributaria -en un pleito que sólo se resolvió en la Corte Suprema de Estados Unidos- y los renovados poderes de la Reserva Federal, al paso que denostaba como demagógicas las audaces iniciativas en materia de seguridad social y asistencia médica impulsadas desde la Casa Blanca. Obviamente, era un programa que no tenía la menor intención de salirse del sistema y abandonar al capitalismo; no obstante, acuciado por las premuras del momento, para salvarlo era preciso otorgar significativas concesiones a las clases populares a la vez que se recortaban algunas de las más irritantes prerrogativas del capital. Que no hubiera aparecido un partido revolucionario capaz de aprovechar las oportunidades que se abrieron en esa coyuntura es otra historia. A la luz de la experiencia histórica, desde Napoleón III a Roosevelt, ¿deberíamos excluir a priori que una salida «reformista burguesa» pudiera ser elegida por CFK? Hay numerosos indicios de una creciente tensión al interior del kirchnerismo, originada por las limitaciones y perversiones del «modelo» y por el creciente hiato que separa el discurso crítico del neoliberalismo del pesado legado neoliberal que aún hoy informa buena parte de las políticas oficiales. ¿Quién estaría en condiciones de asegurar que, forzado por las circunstancias, el kirchnerismo preferiría suicidarse antes que abrazar una opción reformista, aunque sea por razones tácticas, oportunistas o demagógicas de supervivencia política?
Y si tal cosa llegara a ocurrir, ¿estarían la izquierda y el movimiento popular en condiciones de sacar partido de la situación? Es evidente que la debilidad de las fuerzas socialistas, comunistas y de izquierda de la Argentina, herederas de traumáticas experiencias del pasado, conspira contra su capacidad para gravitar decisivamente en la coyuntura. El tsunami peronista de 1945 cambió radicalmente la estructura y la identidad de la clase trabajadora y el movimiento popular, condenando a la izquierda a jugar un papel marginal en el desarrollo de las luchas de clases durante décadas. Ante ello habría que estar sumamente atentos a las inéditas posibilidades que podrían abrirse en el marco de la crisis actual y sus reflejos en un país de la semiperiferia capitalista como la Argentina. No hay un único camino para la emancipación de la clase trabajadora, y más importante que el punto de arranque son el itinerario, las novedades generadas a lo largo de un continuo proceso de luchas sociales (que cambia conciencias, proyectos, modos de organización y liderazgos) y la meta hacia la que apuntan los conflictos y antagonismos del momento.
Para ello es preciso tener en mente que estamos ingresando a una nueva etapa en la historia del capital: la contraofensiva reaccionaria inaugurada en los años ochenta del siglo pasado de la mano de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Juan Pablo II se ha agotado y se derrumba estrepitosamente. La conmoción social que sacude a Europa, desde la ola de huelgas en Grecia hasta el repudio a los banqueros en Islandia, pasando por los incendios en Londres, los «indignados» españoles y el fragilísimo equilibrio político apenas sostenido en Francia y Alemania, es un claro anuncio del cambio de época, y sus violentas reverberaciones se dejarán sentir en todo el mundo. La Argentina y América Latina, por más que se las intente blindar, no serán la excepción a la regla. Fin de una época que coincide con la inexorable decadencia del imperio norteamericano, incapaz de ganar guerras (aunque destruya países), de ordenar el caos económico internacional y de acomodar el tablero político mundial en función de los intereses imperiales. En un marco de cambios epocales en donde la mismísima supervivencia del capitalismo está puesta en cuestión -¡ya no por el «catastrofismo» de sus críticos sino por el diagnóstico de los «intelectuales orgánicos» del capital!- la izquierda argentina tiene la posibilidad y el deber de reconstituirse de forma tal de poder incidir positivamente en el curso de los acontecimientos, dejando de ser lo que, a pesar suyo, fue durante décadas: una presencia testimonial. Para que esto sea posible deberá abandonar todo dogmatismo y saber leer, en los enrevesados y contradictorios pliegues de la coyuntura actual, las oportunidades que podrían existir para desarrollar un proyecto emancipatorio para nuestro pueblo y actuar en consecuencia.
Nota originalmente publicada en : www.atilioboron.com
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