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Cromagnon, Tsunami: ese incendio, aquellas risas

Fuentes:

a Rina Bertaccini I. Indagaciones ¿Cómo se mide una catástrofe? En principio, por la cantidad de muertos, heridos y demás daños materiales y la cuantificación -moral, criminal y pecuniaria- de las responsabilidades civiles y políticas. Hay que saber que la impunidad es un vicio que viaja en el carro de la Fuerza Pública. También deberíamos […]

a Rina Bertaccini

I. Indagaciones

¿Cómo se mide una catástrofe? En principio, por la cantidad de muertos, heridos y demás daños materiales y la cuantificación -moral, criminal y pecuniaria- de las responsabilidades civiles y políticas. Hay que saber que la impunidad es un vicio que viaja en el carro de la Fuerza Pública.

También deberíamos buscar los significados ocultos de estos desastres.

En el trayecto que va desde la intención criminal hasta la imprudencia y negligencia hay una red de situaciones semiocultas que determinaron el estado actual de las cosas.

Es decir, la intensidad y el número de las desgracias ocasionadas darían motivo para recorrer las acciones y omisiones cuya inexistencia hubiera evitado el evento. Así, las irregularidades y los delitos demuestran que la catástrofe era evitable o, por lo menos, que el cuidado hubiera hecho posible la reducción de los daños.

Entonces, si el daño fue inmenso y habiendo sido evitable, no se evitó, es necesario pensar a la catástrofe como síntoma. Como aviso acuciante, indicio emergente de una falla del sistema vital. Lo que se ve es solamente la punta del iceberg y no es poco. De todos modos, habría que tratar de escudriñar la ocasión y el motivo de la telaraña de tolerancias acumuladas que estaban destinadas a producir, en algún momento, esa especie de eclosión.

Las pantallas de televisión saturaron la desgracia hasta convertirla en espectáculo, el refrán que decía «Nadie muere en la víspera» ha quedado derogado. La pasta ominosa de hollín que, en la víspera del 2005, emergió de la garganta de nuestros chicos moribundos teñirá en el futuro de la ciudad.

II. El cascabel al gato

Empecemos por el final: ¿podrían los hechos haber sido distintos?, ¿o lo que se llama «nuestro estilo de vida» cobra -necesariamente- en carne el precio de su permanencia?

En otras palabras, ¿puede pretenderse vivir en paz, disfrutando del canto y de la música apretados en medio de la multitud, como si estuviéramos en el bosque y nuestros hijos bailaran ingenuamente entre los árboles, bajo el ruido de los pájaros y las hojas al viento?

Cromagnon nos dijo: No. El monstruo es grande y pisa fuerte. Habitantes de Buenos Aires, sepámoslo: El sistema mundial vigente incluye tales supresiones humanas. No alcanza la indigencia, vienen a por más, el monstruo nos recubre de ignorancia, nos aceita la piel con decadencia, nos conduce a los hornos bajo las estridencias electrónicas de la resignación musical y las luces de bengala.

En el siglo XXI, la inmolación de los chicos tiene el color blanco de la cocaína como blancos fueron siempre los ataúdes pequeños de los niños del cementerio.

Omar Chabán, el eliminador visible de «República Cromagnon», en un reportaje de diciembre de 2003, lo había augurado: «Hay algo perverso, decía, en el sistema, y es que cada tanto revienten muchos jóvenes. Por eso, agregó, existen las guerras, por eso existió la dictadura. Es como una variante de impotencia (…) ligada a la decrepitud de los que tienen el poder».

Esa declaración, de haber aparecido antes del siniestro, podría ser vista como un delirio y ahora -a la luz de los hechos- se transforma en documento válido para el análisis de la historia reciente, una confesión de los móviles emanada del ejecutor.

Salvando las distancias, si nos hubiéramos topado, por ejemplo, con «Mi lucha» la autobiografía de Hitler, en el tiempo previo a la consumación del genocidio bautizado como «solución final», el libro no tendría el mismo poder explicativo que su lectura posterior.

Así, el lugar para el asesino emana, con efecto retroactivo, del poder de disposición que tuvo sobre el espacio destinado a desencadenar la catástrofe. Fue, digamos, el gerente de las prebendas que le permitieron administrar las omisiones que llevaron al desastre.

Su figura fue una ficha del sistema, de no haber sido él, alguien -en busca de ese lucro- hubiera ocupado la función. Entonces, las cosas que Chabán dijo, un año antes, fueron premonitorias.

La situación de las autoridades encargadas del control se complica, porque se supo que el 7 de mayo de 2004, recibieron un informe de la Defensoría del Pueblo, denunciando con todas las letras que el 85% de los boliches carecían de las condiciones para ser habilitados. El incendio fue una desgracia anunciada.

Estos boliches, entonces, funcionan como bocas de expendio minorista y recaudación del precio del narcotráfico. Esparcen discotecas que son cuevas infames, pulpos de cemento, arpillera y plástico. La falsificación de un oasis sobre la base de canilla libre y cebita al techo resultó el tren fantasma del parque japonés, pero de verdad.

Simulaban retroceder al Paleolítico pero fabricaron a Frankestein. El remoto hombre Cro-Magnon, sabía escuchar a los animales, gozaba de una alta espiritualidad y no es lo mismo ser artista que lucrar con la pobre ignorancia. Como es distinto ser bruto que indígena o hacer volar las manos al viento que incendiar la media sombra. Estos empresarios del espectáculo y la televisión, peones de la trivialidad, de la cultura de la droga, malinches del enemigo, producen una estética fascista en clave de farsa.

La grosería del escándalo, la persistencia de las omisiones, da una idea de la magnitud de los intereses en juego, el lucro va más allá de la mera venta de entradas y tiene que pasar, también, por la distribución de bebidas alcohólicas y drogas.
Si recordamos que los grandes fondos imprescindibles para financiar las campañas políticas suelen provenir de los carteles de la droga, estaríamos poniéndole el cascabel al gato de la grotesca ceguera gubernamental. Tanta desidia no es sólo coima, ya es hegemonía. Tras el descrédito del señor Alcalde, Al Capone fue ascendido a Mariscal pero sigue vistiendo de civil. En el mundo del poder, el exterminio tiene premio.

III. La corrupción es blanca y pastosa

En las películas de la segunda guerra mundial, para invadir un territorio se mandaba una cabeza de playa. Esa avanzada, hoy, se llama corrupción y es un instrumento de dominación. Enseguida vienen las privatizaciones y la droga… ¿no es acaso una mercancía? Transita por la sangre del sistema y secuestra la capacidad vital de nuestros jóvenes. La puerta del desembarco tiene un mismo cartel VIP para ambos, que dice «Corruptos por Aquí».

La batalla se da luego en la Cultura. Cultura es todo pero su principal escenario se despliega en la mente de los pibes. También nos están robando el futuro. Lo invaden en nombre de la ignorancia, del goce conformista, de la pura impotencia.
Ahora, ciertos grupos de rock parten de una posición de rebeldía, quieren armar una contrakultura y terminan convertidos en paradigma del sistema que los acepta y absorbe. Ensoñados tras el éxito fácil reproducen música comercial encubierta. Las canciones de «Callejeros», por ejemplo, propugnan el festejo multitudinario y encerrado de una resignación sucia.

En un momento se arma una especie de cocktail explosivo y retrógrado entre la estupidez, la impotencia, la parafernalia y la droga. Uno sabe que la más radical dominación de clase se reproduce en el campo del arte. En todo caso, lo feo (de cualquier signo) siempre es reaccionario, sólo lo bello tiene posibilidad de ambivalencia política y se define en el campo de la lucha democrática.

La explicación no es sencilla y habría que evitar los prejuicios. Es evidente que nuestra capacidad de discernimiento tiene una carencia generacional. Entre los jóvenes y los otros se ha perdido un oído y las consecuencias no son leves.

La otra mañana, por ejemplo, un grupo de chicos de la calle, de seis a diez años, con el cerebro tomado, aspiraba desesperadamente solvente de una bolsa. Ocurría a las puertas de una Iglesia y luego bajo las vidrieras, en las inmediaciones del Shopping Alto Palermo. La gente circulaba impasible, pasó una señora y los abroncó a los gritos, les quitó la bolsa de un manotazo, la tiró al piso y le prendió fuego. Hubo que detener el tránsito hasta que se apagara la hoguera.

IV. El retorno a la trata de esclavos

Tenemos, ahora, también, el secuestro de huérfanos. Semeja una película de terror, importante fijar esa impresión. También recordar dos palabras claves: «secuestro» y «asfixia».

Veamos la otra noticia: El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) advirtió -el 5 de enero de 2005- del peligro creciente de que redes de traficantes de menores aprovechen la tragedia humanitaria causada por el maremoto en Asia para secuestrar y explotar a huérfanos.

Afirmó que «en algunos de los países afectados, surgen informaciones de movimientos de traficantes de niños que aprovechan la oportunidad para explotar a menores vulnerables». El número exacto de niños afectados por la catástrofe no ha sido determinado todavía. Sin embargo, las organizaciones humanitarias manejan la cifra de un millón y medio de menores.

Quiere decir que, sin metáfora, el mundo está retrocediendo a la época del tráfico de esclavos.

V. La superioridad de los salvajes

¿Qué tienen en común el maremoto de Asia y la catástrofe de la República de Cromagnon? Las diferencias parecen abismales, unos murieron por el fuego, otros por el agua. Todos, claro, murieron asfixiados.

Fijemos una singularidad del Tsunami de Asia: no murió ningún animal salvaje. Sin contar los domésticos, atados a la suerte de sus amos, los animales se salvaron. Gracias a sus medios silvestres de alerta, simplemente, se retiraron de la zona antes del desastre.

Los hombres de ciencia habían alertado sobre la inminencia de la catástrofe, el desarrollo de los recursos tecnológicos existentes, dijeron, hubiera permitido intentar la inmunidad lograda por los animales. Más, las muertes sobrevinientes de las epidemias que se avecinan triplicarán, cuanto menos, los perjuicios del temporal.

El domingo 9 de diciembre, apareció una noticia espeluznante en la contratapa de página 12, estaba escrita por el poeta Juan Gelman, muchos la deben conocer, circulan varios artículos en el mismo sentido en Internet.

La Administración Nacional estadounidense en materia Oceánica y Atmosférica (NOAA), lanzó una comunicación que negaba la inminencia del sismo 16 segundos después de que éste se había iniciado. Sin embargo, las fuerzas armadas y el Departamento de Estado de los EE.UU. habían recibido una alerta temprana del terremoto. La base naval norteamericana de la isla de Diego García en el mismo Océano Índico fue notificada y zafó.

Distinguidos profesores y especialistas, reclamaron que: «Se podrían haber salvado la vida de miles de personas».

Si bien puede resultar sospechoso, no está probado aún que la falsa información norteamericana haya sido intencional.
Pero no hay duda de que el daño -siendo evitable- no fue evitado. Y la apresurada, tardía, disposición que las potencias están ostentado para prevenir su repetición en el futuro, revela que el sistema capitalista vigente no incluía, en sus prioridades tales prevenciones, en principio no redituables. Está claro, entonces, que hasta el presente, la lógica del capital internacional no fue humanitaria.

Y ahora que vemos a Colin Powell, y a Jeb Bush, recorriendo compungidos la zona del desastre con las manos verdes de dólares. Y al canciller alemán compitiendo por quién da más. Uno se pregunta: ¿se habrán vuelto sentimentales? ¿El capital internacional cambió de naturaleza? Tal vez haya un interrogante cruel pero básico:

¿Quién se beneficia con el desastre? La respuesta está en la Geopolítica.

De repente, los Estados Unidos están aumentando geométricamente su ayuda, de 18 millones de dólares pasaron a 35 millones y luego a 350 millones, así sucesivamente. Tampoco es tanto, lo gastan en un día y medio de guerra en Irak.

Los profesores hacen otra pregunta: «Por qué luego del desastre son las Fuerzas Armadas de EE.UU., y no las organizaciones civiles humanitarias y de ayuda que trabajan bajo la égida de las Naciones Unidas, las que asumen un papel dirigente en la ayuda norteamericana a los damnificados». Seguramente habrá razones de eficiencia técnica.

Pero dirigen las maniobras de ayuda los mismos jefes militares que, a sangre y fuego, recién invadieron Bagdad y los que, en su tiempo, bombardearon Vietnam del Norte con los B52 y bombas químicas. Es como si, de repente, viéramos al ex General Videla dirigiendo las ambulancias en el rescate de los jóvenes semi asfixiados del incendio Cromagnon. Parece la política de caperucita roja: «Abuelita, abuelita que boca tan grande tenés».

Y los yanquis ya mandaron dos portaaviones, decenas de aviones y helicópteros y varios miles de efectivos en un despliegue sin precedentes en casos similares. Y cuando le preguntaron por qué lo hacían, Colin Powell con sus ojos de lobo, explicó: para sentirse queridos.

VI. ¿La Revolución, es imposible?

A esta altura, podríamos preguntarnos que tiene que ver todo esto con el 46 aniversario del triunfo de la Revolución Cubana.
Yendo a lo concreto: supongamos que Fidel se hubiera equivocado en todo, supongamos que el Che, no hubiera sido el Che, que esos millones de cubanos que soportando hasta el sacrificio, por cuarenta años o más, las consecuencias genocidas del bloqueo y que, a pesar de todo, salen a las calles a defender la Revolución, estuvieran viviendo la mera ilusión infructuosa de un mundo mejor.

Que los logros en salud, educación, que los recursos insólitos que inventan para sobrevivir al bloqueo, que la cultura, la música, sus mujeres, la cubanidad, la fuerza, la alegría de ese pueblo, no fueran tales.

Supongamos, sí, lo peor. En tal caso, querría decir que nuestro atraso sería sólo de 46 años y tendríamos que empezar a rectificar o realizar nuevamente esa, nuestra Revolución.

De todos modos, si contamos el saqueo, la tierra arrasada que los yanquis dejan a su paso, los siglos de crueldad y atraso que significó la trata de esclavos y el etnocidio conquistador sobre América, la Revolución cubana llevaría, todavía, varios siglos de ventaja humanitaria.

Pero, comparando la ausencia pusilánime de los gobernantes porteños y nacionales, ante la catástrofe, con la actitud de Fidel y los dirigentes de la Revolución cuando Iván, el huracán, amenazó con arrasar su tierra, ellos, sin dudar, fueron al mismo ojo de la tormenta velando, de cuerpo presente, por la integridad del último compatriota.

Acaso el Che en el poder ¿no era el último en comer? Él, pudo equivocarse en Bolivia. Pero que expliquen los gusanos, ¿a quién mandó a morir en su lugar? ¿Detrás de cuál escritorio se escondía Fidel en las batallas?

Y los cinco presos, sencillos hombres de pueblo que siendo héroes se fingieron traidores, soportando la decepción o el desprecio íntimo de sus seres queridos a quienes no podían revelarles su misión. Para luego ser capturados y condenados locamente por tres vidas, y que siguen resistiendo -secuestrados bajo condiciones inhumanas- en las entrañas penitenciarias del monstruo. ¿Acaso fueron, en el cautiverio, abandonados por el Estado cubano?

¿Será que el amor puede vencer a la fuerza? ¿O se morirán de hambre las ideas?, ¿se ahogarán todos los padres del mundo bajo las olas y nacerá una nueva estirpe de esclavos, felices, musicales, en su sometimiento, con un cartel que diga: «No terroristas pero tampoco personas»? ¿Qué clase de hombre, de mujer, nos propone el imperialismo y cuál la Revolución cubana?

La respuesta, seguramente, está en el corazón porque la Revolución es un sueño práctico.