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Cuatro décadas de sistema constitucional en Argentina (1983-2023)

Fuentes: Rebelión

Concepciones acerca del Estado que atravesaron diferentes ciclos.

Aclaración: Este artículo tiene origen en un intercambio informal sobre el tema, entre profesionales vinculados al Estado y la administración pública. Muchos temas no fueron incluidos en la discusión, en particular los referidos a aspectos específicos de la política económica. A ello se debe que casi no se mencionen cuestiones como las referidas a la deuda externa, un factor necesario para arribar a una comprensión cabal de este proceso.

Gobierno de la UCR- Raúl Alfonsín. (1983-1989)

El período presidido por Raúl Alfonsín estuvo guiado por una concepción del vínculo entre Estado y Sociedad ya en crisis en el mundo a partir de algunas experiencias conservadoras (La política económica de la dictadura de Augusto Pinochet, las reformas “liberalizadoras” de Margaret Thatcher, los primeros pasos de las reaganomics) pero aún predominante.

Nos referimos a:

1. Un rol del Estado que conjugara intervención económica con propósitos anticíclicos con acciones de desmercantilización parcial de la producción y distribución de bienes de interés público (salud, educación, energía, petróleo, transporte, etc.)

2. Políticas sociales potentes y amplias, con enfoque “universalista” (hacia el conjunto social) y no “focalizado” (para quienes se halle probado que sufren alguna carencia). Estaban influidas por un concepto de “seguridad social” que fuera “de la cuna hasta la tumba”, al estilo de los “Estados de Bienestar” más avanzados.

3. Una concepción de “arreglos corporativos” o “tripartismo” que reconocía tres sujetos legítimos y activos a la hora de acordar políticas públicas: Centrales empresarias-Sindicatos-Estado. Aunque estos acuerdos tenían un eje en la negociación de salarios, condiciones de trabajo y beneficios sociales; se extendían a un horizonte mucho más vasto de políticas públicas.

Es adecuado tener en cuenta dos hilos rectores asumidos por el gobierno en esa etapa:

1. La caracterización del período como de “transición a la democracia”, muy signada por el modelo de la “transición española”, aún reciente y muy elogiado.

2. El encuadramiento internacional y la identificación ideológica del presidente y parte de su elenco político con la “socialdemocracia”.

Hay un matiz respecto de todo lo anterior. En particular en la segunda parte del período presidencial se abrieron paso ciertos cambios en la concepción estatal. Comenzó a insinuarse una agenda de parcial “retirada” del Estado, que ya incluía como horizonte: Algunas privatizaciones, desregulación, descentralización, “desmonopolización”, “flexibilización laboral. Se avanzó poco en ese sentido, fue más bien un despliegue programático que no logró imponerse.

La búsqueda constante de un “pacto democrático” que diera fin al persistente ciclo de golpes militares tuvo avances, retrocesos y desviaciones que incluyeron a la política de juzgamiento de los crímenes de la etapa dictatorial, del juicio a las juntas a la “obediencia debida”. En la última parte del período los pronunciamientos militares contra esa política fueron un factor relevante de perturbación.

Dos períodos presidenciales de Carlos Menem (1989-1999).

Asunción desde el primer momento de una agenda de privatizaciones, desregulación muy amplia, “flexibilización” laboral y reforma del Estado en el sentido de “ajuste y “retirada”. Cambia incluso el talante de la gestión de gobierno:

Del trazo “consensualista” del período anterior, se pasa a un acentuado “decisionismo”; la voluntad política del gobierno se sostiene sin detenerse ante ninguna crítica ni obstáculo. En particular desde la gestión económica se trata de imponer a conciencia un nuevo “paradigma”, consolidado a partir de 1991 en una política antiinflacionaria con nuevas herramientas monetarias y referenciada en el dólar (la “convertibilidad”).

Las políticas locales se asumen como parte de una tendencia mundial, lo que se expresa en a) Fuerte alineamiento con los organismos financieros internacionales; b) Drástica reorientación de la política exterior en apoyo a EE.UU, con abandono de las visiones “neutralistas” o “terceristas” que tenían larga tradición en las relaciones internacionales de nuestro país. c) Adscripción a la visión de la relación entre economía y política; y sociedad civil y Estado, que comúnmente se identificaba como “neoliberalismo” y que estaba expresada en el llamado “consenso de Washington”. La gestión estatal argentina se embarcó en una aplicación muy radicalizada de ese “consenso”.

Mención aparte merece la reforma constitucional de 1994. Fue impulsada a partir de una finalidad instrumental: reelección presidencial, una arquitectura de redistribución de competencias estatales (jefatura de gabinete, nueva arquitectura del Senado) y “coincidencias básicas” en cuanto a reparto de poder entre oficialismo y oposición. Tuvo también reflejo en ampliaciones de derechos y elementos de “constitucionalismo social” y “derechos de nueva generación” débiles o ausentes en el ordenamiento constitucional anterior. Se asignó además una jerarquía eminente que antes no poseían a los tratados internacionales.

Presidencia de Fernando de la Rúa. El frustrado período de la Alianza. (1999-2001)

La Alianza para el Trabajo, la Justicia y la Educación se postulaba como una reversión de las políticas del decenio anterior. Eso sin apuntar a una concepción estatal diferente sino a una apelación ética y moralizadora. Se daba continuidad a la política de privatizaciones y flexibilización, encuadradas en una línea “anticorrupción”. Y se asumía como objetivo propio el sostén de la “convertibilidad”.

Se puede argumentar que era una continuidad del “neoliberalismo” en la práctica, si bien con un discurso de cambio y una coalición política que incluía componentes afines con el “neoliberalismo”, en su rama más conservadora. Los que coexistían con corrientes más afines a una “centroizquierda” socialcristiana o socialdemócrata en su ala “progresista”.

Presidencia interina de Eduardo Luis Duhalde. (2001-2003)

Fue un período de “crisis orgánica” si se entiende por tal una situación de quiebre generalizado que va de la estructura económica al debate conceptual y por supuesto a la idea y la práctica del Estado. Fue una secuencia que arrancó con la renuncia del presidente anterior ante las movilizaciones de protesta y luego de la represión de las mismas.

El derrumbe de la ecuación “un peso-un dólar” fue ocasión para el máximo despliegue del descontento popular, que había tenido manifestaciones crecientes desde la segunda mitad de la década de 1990.

Se intenta un regreso (ya insinuado en el período anterior) a una concepción “consensualista”, con expresa referencia en la transición española y en el pacto de la Moncloa. Asimismo se sustenta una respuesta a la deslegitimación de la dirigencia que proponía una renovación profunda y transversal, si bien sin políticas concretas para llevarla a cabo. No hubo cambios significativos.

El discurso “anti” frente a lo calificado como neoliberalismo cambió de eje desde las apelaciones éticas de la Alianza a una reivindicación de la tradición “justicialista” con su corolario de un Estado con un papel fuerte de regulación económica y búsqueda de un “equilibrio social”. Nuevos hechos de represión, en circunstancias de marcada intolerancia social a ese tipo de acciones, acarrearon el desplazamiento anticipado de esta gestión.

Los gobiernos Kirchner. (2003-2015).

Hubo un progresivo “relanzamiento” del papel del Estado como una “presencia” importante en el ordenamiento social. El rol estatal se desplegaba en la práctica con una concepción “vertical”, de fuerte confianza en la producción de cambios sociales por iniciativa estatal.

Eso conducía a no desarrollar (ni procurar) una articulación compleja con la sociedad civil, sino una imposición de un “bien común” procesado al interior del aparato estatal. Esa fórmula incluía la acentuada fusión entre la coalición política gobernante y los centros productores de políticas públicas.

En materia de privatizaciones, desregulación, apertura económica y demás elementos que en su momento integraron el “consenso de Washington” se adoptó un discurso de completa reversión. Este proceso se llevó adelante pero en forma parcial, a través de “estatizaciones” que revirtieron parte del proceso privatizador de la década anterior: Correo, empresa de aguas de Buenos Aires, sistema jubilatorio, YPF, Aerolíneas Argentinas, algunos ferrocarriles, etc. Se le sumó la reimplantación o creación desde cero de políticas sociales y regulaciones protectoras del trabajo humano y de las condiciones de vida de sectores desfavorecidos.

Un lugar gravitante lo ocuparon políticas orientadas al combate a la pobreza y a la reinserción en la actividad laboral. Dejaron de ser concebidas como respuesta a una emergencia y adquirieron un carácter más diversificado y permanente. Recibieron críticas por “naturalizar” situaciones de pobreza y exclusión.

En paralelo se impuso una agenda de “ampliación de derechos” y de promoción de las minorías con componentes materiales pero predominante peso simbólico. En la misma dirección se encaminó la promoción de los derechos humanos con un impulso renovado, sobre todo a partir de la anulación de las leyes de “punto final” y “obediencia debida” y los decretos que dispusieron indultos presidenciales.

Como en otros aspectos, el actor estatal quedaba con una suerte de “monopolio de la iniciativa” mientras se esperaba la adhesión desde la sociedad civil, sin debate ni grandes modificaciones.

En materia de política exterior y con una fuerza singular, se desarrolló un enfoque “latinoamericanista” percibido como alternativo a políticas adscriptas a las corrientes predominantes en el “norte global”, en particular las impulsadas durante el período Menem. Se tomó parte en nuevos organismos de integración continental, como UNASUR y CELAC.

Pese a los cambios que reseñamos no alcanzó a diseñarse una concepción alternativa de Estado. Las elites político-tecnocráticas tuvieron una parcial continuidad. Y el alineamiento “de arriba hacia abajo” se convirtió en un rasgo permanente que atravesó el liderazgo político de la etapa; la institucionalidad y la burocracia estatal.

Cabe señalar que, a diferencia de otras referencias latinoamericanas “nacional populares” de la época, no se llevó adelante un proceso de dictado de una nueva constitución o una reforma constitucional. El ordenamiento de la “ley suprema” siguió siendo el de la constitución de 1853 y parte de sus reformas posteriores hasta 1994.

Gobierno de Mauricio Macri. Alianza Cambiemos. (2015-2019)

Una novedad importante de este período fue el triunfo electoral de una coalición política que tenía alineamiento explícito con posturas liberal conservadoras y con gran cercanía con la “visión del mundo” propiciada por las grandes empresas locales y trasnacionales y los organismos financieros internacionales.

El discurso apareció claramente contrapuesto al “populismo” y apuntó a la reversión de sus políticas. En el plano internacional se optaba por el alineamiento con “el mundo” (Entendido más que nada como EE.UU, Europa Occidental y otros aliados). Asimismo fue fuerte la impronta “anticorrupción” y un discurso “institucionalista” a favor de la división de poderes. Y la construcción de “consensos” frente a lo que se consideraba la impronta de “imposición” de la etapa anterior.

El gobierno resolvió no intentar una anulación integral de las políticas anteriores respecto al aparato estatal. Por ejemplo, el discurso “antiestatista” tuvo un espacio importante pero no dio lugar a un programa de “reprivatizaciones”. Las políticas de asistencia a la pobreza fueron objeto de críticas y sin embargo no sólo se las mantuvo sino que se las expandió.

Gobierno de Alberto Fernández. Frente de Todos. (2019-2023)

La orientación general de este gobierno fue la de retorno a la orientación “nacional-popular” del período 2003-2015, con la consiguiente reversión de políticas que eran percibidas como causa de ampliación de la pobreza y de caída del poder adquisitivo del salario y otras fuentes de ingresos. Esos objetivos no llegarían a realizarse y el deterioro de ingresos prosiguió.

Un primer elemento problemático fue la disociación de roles entre jefatura política y conducción estatal. Las divergencias en la cúspide del aparato del Estado fueron la regla, sin capacidad por parte del presidente de hacer prevalecer sus criterios. Las conducciones del aparato estatal fueron en algunos casos “loteadas” entre diferentes agrupaciones o núcleos de poder que se movían en el entorno de la coalición de gobierno. E incurrían en disputas y “desacoples” que afectaron la calidad de la gestión.

Ciertos imponderables condicionaron con mucha fuerza la coyuntura (COVID, guerra en Europa, aguda sequía) y agravaron restricciones ya existentes.

La idea de avanzar de nuevo en un rol activo del Estado en la regulación de las relaciones de mercado y en el relanzamiento de una economía intervencionista alcanzaron poco eco. Un intento de estatización de una importante compañía agroexportadora fue dejado sin efecto rápidamente al suscitarse protestas públicas contra esa iniciativa.

Junto con el lapso de la Alianza este fue el período presidencial más claramente fallido, no reivindicado ni siquiera por las corrientes predominantes en su propia coalición.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.