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El cientificismo genera pseudociencia y negacionismo científico

Fuentes: The Philosofical Salon

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

El cientificismo, la creencia en que la ciencia es la única fuente válida de conocimiento y que puede responder todas las preguntas legítimas, es lo que genera pseudociencia y el negacionismo científico. Si se aborda la ciencia como si no solo nos informara, sino que también dictara cómo debemos vivir nuestra vida y cómo debemos gestionar la sociedad, entonces es más fácil difundir la negación infundada de afirmaciones científicas que desafiar la afirmación ilegítima de la autoridad sobre decisiones tomadas en nombre de la ciencia.

Cuando los gobiernos afirman, como durante la pandemia de la COVID-19, estar acordando una “política basada en la evidencia”, trazando una línea directa de la ciencia a los cambios políticos y sociales internos más perturbadores y molestos que se recuerden, no es de extrañar que el descontento público cargue contra la misma ciencia. De hecho, la misma cosmovisión que hace que afirmar “estar siguiendo la ciencia” sea una necesidad política, ha hecho también que atacar a la ciencia sea el único modo concebible de disidencia.

Al fomentar una cultura política en la que colocar la responsabilidad de una decisión política sobre “la ciencia” es una forma viable de defenderla, el cientificismo ha hecho que desafiar a la ciencia sea la única forma de desafiar las decisiones políticas. Pero, en ambos casos, se está desviando un debate que debería ser sobre política. Las decisiones políticas no pueden simplemente seguir a la ciencia, porque las decisiones políticas, como cualquier otra decisión si vamos al caso, están motivadas por interpretaciones y valores específicos. No están simplemente dictadas por los hechos. Como Jana Bacevic escribía recientemente en un artículo de opinión en The Guardian: “Lo que los políticos deciden priorizar en estos momentos es una cuestión de juicio político. ¿Es la vida de los ancianos y los enfermos? ¿Es la economía? ¿O son los índices de aprobación política? Si nuestra capacidad para debatir y discutir sobre valores no estuviera degradada, podríamos exigir a los responsables políticos que defendieran sus decisiones cuando priorizan ciertos valores sobre otros, en lugar de refugiarse en la afirmación de que los hechos científicos determinan las decisiones que adoptan, cuando apenas es así en absoluto.

Para quienes están descontentos con estas políticas, es más fácil negar la evidencia científica, aunque esta sea sólida y la negación sea espuria, que desafiar la legitimidad de permitir que dicha evidencia dicte nuestras decisiones. Poner en duda alguna afirmación científica en particular no requiere de un gran salto; después de todo, estamos acostumbrados a que las teorías científicas se reviertan, por lo que no es sorprendente que lo que parece demostrarse como verdadero resulte falso. En el extremo opuesto es mucho más difícil atacar toda una visión del mundo que niega la importancia de las preguntas que no pueden resolverse con datos empíricos.

Esto se debe a que estamos inmersos en un cientificismo que nos ha obligado a abandonar el debate público sobre las preguntas que carecen de respuestas fácticas. Tales preguntas, que incluyen cualquier consulta sobre cómo actuar, qué hace que una vida sea buena o cómo debe constituirse la sociedad, pueden, en el mejor de los casos, ser temas para la introspección privada. No tienen espacio en el discurso público porque no pueden resolverse. En consecuencia, cuando se trata de cualquiera de estas cuestiones de valor y significado, el único papel legítimo para la política es el enfoque liberal: dejar la decisión a cada individuo e interferir lo menos posible en ella. Incluso expresar una opinión sobre las decisiones de otra persona es excesivo, es el comportamiento de los entrometidos, no de las personas que se preocupan por sus propios asuntos. Es mejor permanecer agnóstico en asuntos que no pueden resolverse científicamente y dejar que otros hagan lo que quieran. El error aquí es pensar que solo porque las preguntas sobre qué hacer o cómo vivir no pueden resolverse carecemos de bases para evaluar o criticar las alternativas.

Científicos, intelectuales y periodistas se quejan del negacionismo, pero no tienen soluciones que ofrecer, aparte de instarnos a luchar más para no dejarnos atrapar por un océano de desinformación. Esto se debe a que se niegan a comprometerse con las raíces del problema, que no puede abordarse redoblando la negación de que no hay fuentes legítimas de comprensión aparte de la ciencia. Una vez que el cientificismo ha vaciado el discurso público de cualquier forma de presentar y estar en desacuerdo sobre valores y  formas de vida, ¿qué otra cosa sino el descontento con las políticas que afirman que “seguir solo a la ciencia” se dirigirá contra la misma ciencia? En un reciente artículo de opinión publicado en Nature, Timothy Caulfield se quejaba de que: «Aquellos que impulsan ideas no probadas utilizan el lenguaje de la ciencia real -un fenómeno que yo llamo ‘explotación científica’- para legitimar sus productos. Es, por desgracia, demasiado eficaz. La homeopatía y las terapias energéticas, afirman sus defensores, dependen de la física cuántica”. Sin embargo, lo que él llama “explotación científica” es prácticamente inevitable una vez que el cientificismo ha eliminado cualquier otra base sobre la cual determinadas afirmaciones puedan tomarse en serio.

La homeopatía es un objetivo fácil, pero Caulfield fustiga también remedios naturopáticos que son menos inverosímiles. Las personas buscan soluciones que no están médicamente comprobadas no solo para contrariar a los expertos, sino porque la salud es importante y la ciencia médica con frecuencia no puede ayudar. La solución a la pseudociencia médica no es que los científicos insistan más en la verdad de la ciencia y la ilegitimidad de cualquier idea fuera de ella; la solución radica, más bien, en admitir las limitaciones del conocimiento científico y, por lo tanto, la legitimidad de adoptar decisiones en función de otros criterios, incluso de los que no son científicos. Si la ciencia médica no insistiera en la ilegitimidad de cualquier otra base sobre la que tomar decisiones en temas de salud, podría no ser necesario hacer espurias afirmaciones pseudocientíficas sobre remedios alternativos. Sería posible aceptarlos por lo que son: no comprobados, aunque apoyados en evidencias anecdóticas o en la sabiduría popular.

Nuestro discurso político también está limitado por el cientificismo de forma que perjudica la comprensión pública de la ciencia. Las decisiones políticas nunca se “basan meramente en evidencias”; más bien se utilizan las evidencias para decirnos cómo lograr fines políticos y minimizar las amenazas políticas. Son los valores que tenemos los que determinan qué fines debemos perseguir y, por lo tanto, qué decisiones debemos tomar sobre la base de las evidencias que tenemos. Los objetivos políticos siempre son discutibles, y las decisiones políticas difíciles que deben adoptarse son aquellas que sacrifican algunos valores por el bien de otros. La pandemia amenaza gran parte de lo que nos es querido -personas vulnerables, salud pública, economía, libertad- y las respuestas ante la misma han tenido que sacrificar algo por el bien de todos. Sería mejor si esas decisiones pudieran defenderse en términos de los valores por los que están motivadas en lugar de pretender estar simplemente “siguiendo la ciencia”, sobre todo porque entonces podrían desafiarse desde el punto de vista de los valores que descuidan, en lugar de negar la ciencia en la que afirman basarse. También disminuiría la tentación de los políticos de ofuscar la ciencia, por ejemplo, cuando se toman decisiones sobre cómo contar las muertes para minimizar las estadísticas.

En una crisis de salud, o en cualquier otra situación que ponga en peligro la vida de las personas, parece realmente no haber alternativa. Parece, además, que debemos seguir a la ciencia porque eso solo puede significar una cosa: hacer cuanto sea necesario para evitar la pérdida de vidas. Sugerir lo contrario resultaría insensible. Sin embargo, esta elección solo parece sencilla porque los únicos valores que podemos discutir seriamente son el valor de la vida humana o el valor de la economía. Este es el mínimo necesario para evitar un nihilismo total. Y, sin embargo, es incoherente pretender que una vida humana tiene sentido sin afirmar que las cualidades y propiedades que conforman la vida también son valiosas. Admitir que la vida humana tiene valor requiere que pensemos más profundamente sobre cuál es ese  valor y qué más cosas tienen también valor.

La pandemia de la COVID-19 ha expuesto las grietas existentes en la relación entre la ciencia, la política y la opinión pública que atraviesan directamente la crisis del cambio climático, mucho más grave, si bien paulatinamente más inminente. El negacionismo climático parece haber disminuido en los últimos años, pero es probable que se deba a que ya no es necesario: la apatía climática y el fascismo climático -ideologías que surgen de la creencia de que el cambio climático es real y está aumentando, pero que es demasiado tarde para hacer algo al respecto- están comenzando a ocupar su lugar en la lucha contra la reducción de las emisiones de carbono.

Esto no debería sorprendernos, ya que el problema nunca fue la negación de la evidencia científica; fue el fracaso de nuestra sociedad para lidiar con la pobreza de sus valores, los mismos valores que sacrifican el florecimiento humano y ecológico en aras a la propia conveniencia y el beneficio material. El cientificismo comparte la responsabilidad de este fracaso en la medida en que nos ha enseñado que la salud, el equilibrio, la bondad, el trabajo significativo y la conexión social (todo lo que necesitamos para presentar alternativas al egoísmo y la codicia) no son objetivos que valga la pena tomar en serio simplemente porque no pueden medirse de forma rigurosa.

Si los científicos y los defensores de la ciencia están dispuestos a abordar la propagación de la pseudociencia y el negacionismo de la ciencia que dificultan la comprensión pública de la pandemia del coronavirus, el cambio climático y cuestiones similares, deben involucrarse con las raíces del problema: la negativa del científico a tomar en serio cualquier pregunta que no pueda resolverse mediante un estudio empírico. Mientras la ciencia vaya acompañada del cientificismo, y mientras la política venga“dictada por” la ciencia, el descontento con las políticas reales se desviará de su objetivo legítimo (las políticas mismas) hacia un objetivo ilegítimo (la ciencia). Las crisis requieren de serias discusiones políticas sobre lo que importa, pero la extendida cosmovisión científica generalizada ha hecho que esas discusiones sean imposibles porque lo que importa no puede demostrarse empíricamente. Así es como el cientificismo empobrece el debate público y erosiona la confianza en la ciencia y en sus expertos.

N. Gabriel Martin es profesor visitante en la Universidad de Brighton. Sus investigaciones se centran en la epistemología y la fenomenología del desacuerdo irreconciliable. Su blog es thevimblog.com y puede contactar con él en ngmartin.com.

Fuente: https://thephilosophicalsalon.com/how-scientism-spawns-pseudoscience-and-science-denialism/

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