Existen fundadas razones para que la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (Fedefam) haya declarado el 30 de agosto Día Internacional del Detenido Desaparecido. Es precisamente en esta región donde miles de casos de desapariciones forzadas se registraron no sólo durante las dictaduras militares que la asolaron en el último cuarto del siglo pasado, sino, también, en países que como en México, el Estado supuestamente democrático practica hasta la fecha esta cruel expresión de la llamada guerra sucia.
Crimen de lesa humanidad imprescriptible, la desaparición forzada es tipificada jurídicamente en el ámbito internacional a partir de las presiones de múltiples organizaciones no gubernamentales y organizaciones de familiares de las víctimas que demandaron durante los años 80 y 90 el establecimiento de jurisprudencia por parte de los organismos de la ONU y la OEA especializados en la defensa de los derechos humanos, así como de la Corte Penal Internacional. Los esfuerzos plasmados en sentencias, declaraciones y resoluciones de estas tres décadas culminan con la firma en París, el 6 de febrero de 2007, de la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que establece las obligaciones universales jurídicamente vinculantes para los estados signatarios.
La desaparición forzada -considerada un abuso continuo, pues la figura de la víctima se desplaza a los familiares- atenta contra derechos fundamentales a la vida, a la libertad y la seguridad personal, a un trato humano y respeto a la dignidad, a no ser sometido a torturas ni a otras penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes, al reconocimiento de la personalidad jurídica, identidad y vida familiar, a la libertad de opinión, expresión e información, así como a los derechos laborales y políticos. Se caracteriza también por la indefensión jurídica absoluta de la víctima, pues es sustraída a la acción de recursos elementales como el habeas corpus -recurso judicial para cuestionar la legalidad de una detención- y el amparo.
Esta reciente convención de Naciones Unidas estableció como nuevo derecho humano no ser sometido a desaparición forzada y avanzó en medidas concretas vinculantes como el registro centralizado de todos los lugares de detención y el derecho de los desaparecidos y sus familiares a un recurso efectivo y reparación. En el artículo 1, la convención establece que: «En ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la desaparición forzada». (En el ámbito internacional, ¿cómo puede explicar, y mucho menos justificar, el gobierno estadunidense las desapariciones forzadas de miles de ciudadanos de variadas nacionalidades mantenidos en cárceles secretas en buques de guerra en alta mar, o terceros países, aduciendo su «guerra contra el terrorismo»?)
En esta convención se avanza también en la definición de ese delito: «Se entenderá por ‘desaparición forzada’ el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley».
Un elemento determinante en la tipificación de este crimen de lesa humanidad es que el sujeto que efectúa la desaparición forzada es el Estado y sus agentes en su conjunto, sin importar el nivel o el sector del organismo estatal que originalmente efectúa la detención.
Esto es, la práctica de la desaparición forzada constituye uno de los elementos constitutivos del terrorismo de Estado, el cual se caracteriza por transgredir los marcos jurídicos de la represión ‘legal’ (la justificada institucionalmente) y apelar a «métodos no convencionales», a la vez extensivos e intensivos para causar terror o incluso aniquilar a la oposición política y la protesta social, sea ésta armada o desarmada. La desaparición forzada y la impunidad de quienes cometen este delito, la organización de grupos paramilitares, como la Brigada Blanca en México, o los que han operado todos estos años en Chiapas, los «escuadrones de la muerte» en Guatemala o El Salvador, forman parte de estos mecanismos clandestinos del terrorismo de Estado.
La desaparición forzada ha sido parte de la historia criminal del Estado mexicano, desde que en los años 60 y 70 se dieron los primeros brotes guerrilleros en varias regiones del país. Centenares de jóvenes de ambos sexos fueron simplemente desaparecidos, sin que hasta la fecha se sepa de su paradero. A pesar de que el pasado 18 de marzo de este año, México ratificó la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, éstas son experiencias cotidianas en el país, y ninguna persona, especialmente militares y policías, ha sido procesada hasta el presente por los cientos de casos contabilizados en este rubro.
La desaparición forzada de los militantes del Ejército Popular Revolucionario (EPR), Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez constituye actualmente un caso paradigmático de lo que es y ha sido la historia de la guerra sucia del Estado mexicano, con todos los agravantes de impunidad, complicidad de todos los niveles de gobierno y violación del orden jurídico internacional en la materia, y sin que la normatividad interna haya sido adecuada de conformidad con las previsiones de la convención.