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Algunas sensaciones tras el acto oficialista en Plaza de Mayo

De pisos y techos

Fuentes: Rebelión

El pasado martes 1º de abril, el oficialismo convocó, bajo la consigna de la «convivencia», a un acto multitudinario, en defensa del gobierno de Cristina Fernández, cercado por el lock out agropecuario y las confabulaciones de una derecha no sólo antiperonista. La medida, que se enmarca en la tradición peronista de movilización masiva como herramienta […]


El pasado martes 1º de abril, el oficialismo convocó, bajo la consigna de la «convivencia», a un acto multitudinario, en defensa del gobierno de Cristina Fernández, cercado por el lock out agropecuario y las confabulaciones de una derecha no sólo antiperonista. La medida, que se enmarca en la tradición peronista de movilización masiva como herramienta de participación, partió de una triple convocatoria: sindicatos, intendentes y nuevas organizaciones sociales. Por suerte, también contó con una moderada participación de sectores independientes, que se subieron a la convocatoria en un marco de creciente polarización de la vida política del país. Entre unos y otros, sumaron casi doscientas mil almas. Sus rostros, su imagen, su épica y su compromiso destruyeron de hecho cualquier análisis que intente, al mismo tiempo, atribuir semejante movilización a prácticas de «compra de favores», «clientelismo», etc., preservando niveles mínimos de seriedad. Pero al mismo tiempo, esas imágenes tan fuertes -Hebe de Bonafini entregándole el pañuelo blanco a Cristina Fernández, por poner sólo un ejemplo-, me dejaron con una sensación ambigua.

Sin lugar a dudas, fue el acto más «peronista» de los Kirchner desde que se inició, allá por 2003, su tiempo político. Dicha senda, debemos recordarlo, se había iniciado con una promesa: la tan mentada «transversalidad», esto es, la construcción de una estructura superadora que sintetizara, más allá del peronismo, a todos los sectores progresistas del país en un espacio político común. Poco a poco, esa promesa fue abandonada. Por un lado, porque el gobierno de Kirchner, de alguna manera, y aún sin quererlo, rehabilitó el campo de lo «nacional y popular».

Para ello, una cuenta pendiente decisiva era, sin lugar a dudas, la deuda que el peronismo mantenía con respecto a la cuestión de los crímenes de la última dictadura, deuda que tanto el gobierno pasado como el presente colocaron al frente de la agenda. Asimismo, la recuperación del trabajo y del empleo aludía a una nueva realidad, en la cual resonaban los ecos de la «dignidad» que el peronismo históricamente ha representado, en términos sociales, para los sectores más postergados del país. La lucha contra la desocupación se convirtió, en estos años, en lucha contra la pobreza, y aunque las acreencias del gobierno no han sido resueltas, el avance es innegable.

Por otro lado, varios sectores de la oposición, por diferentes motivos, iniciaban una diferenciación que apuntaba a captar otra tradición, expresada principalmente como reacción, antes que como propuesta, frente a los cambios recién mencionados. Me refiero, claro está, a la tradición antiperonista de derecha, radical y liberal, históricamente irreductible. Este itinerario, electoralmente exitoso -pues retaceó o diluyó buena parte de lo logrado en materia social sobre la base de un discurso «republicano», de «defensa de las instituciones», contra el «nepotismo», la «corrupción» y otros males que serían exclusivo patrimonio de los gobiernos peronistas- no fue contrarrestado de manera efectiva por el oficialismo.

Así, llegamos a las elecciones con la paradoja de dos proyectos muy diferentes, que se disputaban el rótulo de «progresistas», cuando, en rigor, las banderas de uno de ellos -la defensa «del campo» (a secas, sin actores sociales), de las Fuerzas Armadas, de la Iglesia y de sectores del empresariado- no sólo no cabían en la definición, sino que implicaban, lisa y llanamente, un planteo antipopular. Luego de las elecciones, esta paradoja fue refrendada por las declaraciones de los perdedores -en especial, de Elisa Carrió, autodenominada «jefa de la oposición»-, quien se complació en subrayar el componente mayoritario de clase media y alta de sus sufragantes, su condición «educada», y, por el contrario, el estado servil de los votantes peronistas, presos del «clientelismo».

A la vista de los resultados electorales, el kirchnerismo, si no en el discurso al menos en la práctica, cambió de dirección de modo definitivo, abandonando el campo del progresismo no peronista -pero tampoco antiperonista- a la oposición, y dedicándose, en cambio, a recuperar las estructuras desvencijadas del tradicional PJ. De pronto, de piso para la construcción de un espacio más amplio, el viejo andamiaje se convertía en el techo de las expectativas oficiales. Ya entonces, muchos advertimos que esta maniobra comportaba riesgos de variada intensidad, porque, en rigor, el así llamado «aparato» no había salido indemne de la crisis global y de representación que el país vivió en los años 2000 – 2001. Néstor Kirchner, que sin lugar a dudas vio esto antes que nadie, diseñó por ello un plan de recuperación que incluía la representación de los sindicatos y las organizaciones sociales, en un partido que, desde los años ochenta, se había basado principalmente en los aportes de los intendentes del conurbano.

Y en eso estábamos, cuando nos agarró el desafío más duro lanzado a un gobierno por los grupos económicos desde 1976. Sobre esto, debe permitirse al autor un breve desvío: muchos creen que el gobierno, tal vez con algunos «daños colaterales» ha sorteado el desafío. Mi impresión es que esto recién empieza. En cualquier caso, el desafío, lanzado a escasos cien días de la asunción de Cristina Fernández, así como la gravedad de los hechos acaecidos, obliga a tomar cierta distancia, no para cuestionar, pero sí para interrogarnos: ¿Será suficiente con el PJ y la CGT, amén de las organizaciones sociales, y los «sueltos» -militantes de derechos humanos, sectores de la cultura, independientes, etc.- para resistir el embate desde arriba? ¿Bastará con otra simple convocatoria directa, de tipo plebiscitario, para poner coto a las ambiciones desestabilizadoras de quienes no aceptan la continuidad de esta experiencia democrática?

Yo creo que no. Es más, estoy seguro de que es necesario ir más allá. Y no en unos meses: de inmediato. Así como reconozco que no es momento de plantear el encuadre de todo el progresismo no peronista bajo el mismo techo, con los Moyano, los Schiaretti y los Scioli-, creo que es urgente salir a presentar batalla por los sentidos de la acción de gobierno. Batallar en los medios, en el ámbito de la cultura, en la Universidad -que vegetó todo lo que pudo durante el mandato de Néstor Kirchner-. Batallar en el campo social, sumando a los grupos que, en solitario, construyen diariamente un «territorio» distinto para el país. Batallar, en fin, en el campo de la política, contra el patetismo idiotizante de los que quieren reducir la complejidad del «gobierno» a la aséptica idea de «gestión». Nuclear a los distintos sectores democráticos y progresistas en un esquema nuevo, autónomo, diferenciado. Recuperar a los militantes que se quedaron en el camino, porque «no hacían falta», cuando la orfandad del peronismo -y, vale aclararlo, del progresismo y la izquierda en general- en materia de cuadros no puede ser mayor.

Ya pasó el tiempo de la campaña. Ya terminaron las elecciones. Ahora, no por primera vez, toca al peronismo, pero también a sus viejos y nuevos amigos, el desafío de demostrar a todos y a todas de que sólo una fuerza es capaz de salvaguardar el interés general. Pero esa fuerza, hoy más que nunca, está en proceso de construcción. Diría más, de invención. No hay más margen para reciclar. Más que de convivir, de lo que se habla en estos días es de sobrevivir, rescatando el sentido pleno de un país para todos, también en lo referente a estructuras de gobierno. No creo que haya más espacio para el conformismo, para la mezquindad, para el «con esto me alcanza, con esto voy bien». Todos hemos visto, en estos días que pasaron el rostro ominoso de ese pasado oscuro que pugna por volver de las tinieblas. De nuestra pericia para separar, para decirlo de manera apropiada a la hora, la paja del trigo, depende, entre otras cosas, la chance de enterrarlo para siempre. O, al menos, por un rato largo.