El 10 de diciembre, al cumplirse treinta años de democracia, era una coyuntura crítica por motines policiales, saqueos y muertos. Igual hubo acto oficial y recital en Plaza de Mayo. Esto disparó un debate sobre la democracia, sus ventajas y límites. El 10 de diciembre todavía se velaban 13 muertos de los saqueos facilitados por […]
El 10 de diciembre, al cumplirse treinta años de democracia, era una coyuntura crítica por motines policiales, saqueos y muertos. Igual hubo acto oficial y recital en Plaza de Mayo. Esto disparó un debate sobre la democracia, sus ventajas y límites.
El 10 de diciembre todavía se velaban 13 muertos de los saqueos facilitados por los motines policiales en la mitad de las provincias y muchas personas creían que el festejo por los treinta años de democracia debía suspenderse.
Esa posición fue expuesta por la oposición conservadora, que atribuyó la celebración casi a un capricho de la presidenta. La octogenaria Mirtha Legrand fue vocera de la anti-celebración, desde su mesa; lamentablemente siguen concurriendo allí progresistas que en este punto «le dan de comer».
No todas las críticas al acto venían de ese lado. Gerónimo Vargas Aignasse, ex diputado nacional tucumano por el kirchnerismo e hijo de una víctima del terrorismo de Estado, también lo cuestionó. Tucumán fue uno de los epicentros de esa barbarie policial, que primero dejó hacer a los saqueadores y luego reprimió a los afectados.
No se le pida coherencia a la oposición conservadora. La UCR se unió para consagrar como jefe del Comité Nacional al senador Ernesto Sanz, pero en relación al 10 de diciembre tuvo posiciones contrapuestas. Mientras los dirigentes nacionales criticaban a la presidenta, en Córdoba el intendente Ramón Mestre organizó una fiesta de fuerte tono partidario, con Jairo y otros artistas. Haz lo que yo digo, mas no lo que yo hago…
El cronista cree que el acto había que realizarlo. No sólo porque no se cumplen treinta años de democracia todos los días, una razón institucional, sino sobre todo porque en ese momento crítico había que bajar línea política al país y marcar las responsabilidades de la maldita policía. Llamar a la gente a no incurrir en más delitos, denunciar el sentido desestabilizador de los motines y saqueos, etc.
Parte de esa misión política fue abordada por Cristina Fernández de Kirchner, aunque faltó un poco de autocrítica. Su gobierno, que no era el culpable de esas tristes jornadas, de todos modos, por sus demoras y errores de sus gobernadores, alguna responsabilidad tuvo.
Lo que estuvo de más fue el recital, el baile y la fiesta. La situación nacional no daba para eso ni para los contorneos al lado de Moria Casán en el palco, etc. Es verdad que la presidenta no puede ocuparse de todo. ¿Nadie le avisó que la decadente vedetonga había apoyado a la dictadura militar hasta 2006? Tan buen archivo fílmico que tiene PPT-678, ¿no le recordó que Casán, en un programa de TV de Roberto Pettinato, se había masturbado en cámara burlándose de Hebe de Bonafini?
De la Rúa, más grave
Si aquella presencia fue una ofensa a la democracia y no sólo a Madres de Plaza de Mayo, muchísimo peor fue para esas mismas entidades y una amplia franja, quizás mayoritaria de la población, la invitación oficial a Fernando de la Rúa a compartir el acto en la fila VIP en el Museo del Bicentenario. Sentado en primera fila, detrás de la presidenta, y al lado de Adolfo Rodríguez Saá, estaba el responsable político del Estado de Sitio del 19 de diciembre de 2001 y de la orden de reprimir a la Policía Federal. El saldo fueron seis manifestantes asesinados en la Ciudad de Buenos Aires, y un total de 39 en todo el país.
Como suele ocurrir, las políticas de ajuste y choque neoliberal, con descuentos de salarios y jubilaciones, achicamiento de partidas de educación y otros programas sociales, sometimiento a las recetas del FMI y el Banco Mundial, etc. fueron acompañados por balazos contra quienes protestaban contra la cruel ofensiva de los dueños del poder.
Las aceptaciones delarruístas del «megacanje» y el «blindaje financiero», con el capital financiero internacional, los organismos de crédito y el Club de París, fueron como una flor puesta en la tumba de la Argentina. La mayor hecatombe económica-social había llegado, doce años atrás.
Y aunque los responsables fueron muchos, pertenecientes al establishment económico local y trasnacional, el rol de De la Rúa también fue notable, pues era el presidente de la Nación. Y salió eyectado del gobierno. Los ojos del país vieron con alivio el despegue del helicóptero ese día (muchos desearon que el vuelo no llegara a destino, tal la bronca por el estallido de la crisis y la sangre derramada).
Por esos asesinatos, De la Rúa no ha pagado ni con un día de cárcel. Tampoco por la otra gran causa que lo involucra, la llamada «Banelco», por las coimas pagadas en el Senado para aprobar una ley laboral precarizadora, a tono con la línea fondomonetarista de su mandato. La fiscalía pidió cinco años de prisión, pero el 12 de diciembre pasado el procesado reclamó por su dignidad al Tribunal Oral Federal Nº° 3. Habló levantando el tono, porque venía de compartir con la jefa de Estado el acto por la democracia, dos días antes…
Errónea amplitud
La presidenta no sólo invitó al salido vía aérea de la Casa Rosada en 2001, sino también a Rodríguez Saá, Carlos Menem y Eduardo A. Duhalde, aunque los últimos dos mencionados no se hicieron presentes. Agradecieron el convite pero no fueron.
De todos modos las invitaciones fueron cursadas también para ellos y motiva similar crítica que la presencia de «Chupete». Párrafo aparte, porque es un caso especial, merece la participación de Ricardo Alfonsín, honrado en representación de su padre fallecido en marzo de 2009.
Tales participaciones tienen la apariencia de una respuesta del gobierno nacional ante la crítica de que es soberbio y se corta solo, que no dialoga con otras expresiones partidarias. Y para desmentir esas críticas, invitó a esos ex mandatarios a tamaña celebración democrática.
Haber pedido al hombre de Anillaco ser de la partida implicó falta de memoria histórica sobre lo que significó la década menemo-cavallista en cuanto a traición del mandato popular, tras solicitar el voto para el salariazo y la revolución productiva. Luego de esa traición alsogaraysta y de practicar «relaciones carnales» con George Hebert Bush y William Clinton, su década culminó con la mitad de los argentinos viviendo por debajo de la línea de pobreza y un cuarto de ellos directamente desocupado.
No es sólo una crítica clasista, pues también se desnacionalizaron las empresas públicas y la seguridad social, graficada en la insuperable confesión de Roberto Dromi: «Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado».
Menem hizo reposo y otro tanto Duhalde. Es posible que sus presencias hubieran generado alguna expresión de desacuerdo. Los muertos en protestas durante el menemismo (Víctor Choque, Teresa Rodríguez y Aníbal Verón, etc) y los crímenes cometidos en 2002, con Duhalde (Darío Santillán y Maximiliano Kosteky), habrían dado lugar a repudios si esos dos personajes se sentaban, cual próceres de la democracia, en el acto del Día de los Derechos Humanos.
Una cosa es la amplitud. Y otra es tutearse con responsables de crímenes y sentarlos a la mesa de la democracia en un día muy especial, por derechos que aquéllos avasallaron.
¿Diez o treinta?
Tenía mejores fundamentos la invitación al hijo del ex presidente radical, Alfonsín, quien inauguró en 1983 el ciclo de democracia que afortunadamente aún perdura.
Hace años que el kirchnerismo viene piropeando al alfonsinismo, en parte como rectificación, luego que Néstor Kirchner ofendiera a RRA al pedir perdón a la sociedad en nombre del Estado porque supuestamente nada había hecho por los derechos humanos antes de 2003.
Una negación así, en bloque, de los años del radicalismo, no se ajustaba a la verdad histórica. Se pasaba por alto la creación de la Conadep, su informe «Nunca Más» y el memorable juicio y condena a las primeras tres ex juntas militares.
Los aportes de Alfonsín no se agotaron allí porque se pueden rescatar sus cruces polémicos con el vicario castrense, Ronald Reagan, Guillermo Alchourrón y la cúpula de la Sociedad Rural, y con el mismo Clarinete. Fue positivo que la presidenta hiciera un homenaje en vida a Alfonsín, en vez de poner ya de muerto su estatua en el sitio donde están los otros que pasaron por Balcarce 50.
Sin embargo, parece erróneo beatificar la democracia, y en este caso a Alfonsín, y silenciar su «economía de guerra» en 1985, sus leyes del perdón en 1986 y 1987 (Punto Final y Obediencia Debida), sus concesiones a los «capitanes de la industria», su saludo a los militares fusiladores de 9 rendidos en La Tablada, su incompetencia para frenar la inflación y otros fracasos que interrumpieron su gobierno en 1989.
Esos errores y claudicaciones también deben ser justipreciados en una valoración multilateral de estos treinta años. No resultó cierto que «con democracia no sólo se vota sino que también se come, se educa y se cura». Incluso hoy, tres décadas después, con este gobierno, que es mejor, tal aserto no se cumple a cabalidad.
Debe ser por eso que Hebe Bonafini dijo que en vez de treinta años ella festejaba los diez últimos. Parece una visión algo sectaria, pero hay que convenir que en los otros veinte, de Alfonsín, Menem, De la Rúa, Rodríguez Saá y Duhalde, hubo puntualmente algunas cosas bonitas pero muy poco para festejar. Y eso había que decirlo al soplar 30 velitas.