El origen siempre es difícil de determinar, pero el proceso es el mismo: la idea comienza a circular, es discutida en el espacio público, sometida a un desordenado proceso de verificación por parte de protagonistas y comentaristas, debatida en las redes sociales y amplificada por los medios, para finalmente adquirir estatus de verdad, aunque sea por tres minutos. Así, por ejemplo, desde que Javier Milei sorprendió con su triunfo en las elecciones presidenciales del año pasado la afirmación de que el campo popular había sufrido una derrota cultural se instaló como una certeza inapelable. Y aunque es cierto que una de las condiciones de posibilidad del ascenso del libertario fue el declive –ideológico, político e incluso moral– del progresismo, creo que la conclusión, como otras parecidas, es demasiado general, y que para que resulte útil debe ser ilustrada con un ejemplo concreto.
Veamos.
Exportar, exportar
Aunque algún extraviado podrá sostener que el PBI no tiene importancia (1) o que hay que seguir las teorías europeas del “decrecimiento” (en realidad, algo que la economía argentina viene haciendo, pero de manera involuntaria, desde hace una década), a esta altura casi nadie niega que el país necesita crecer mucho, y sostenidamente. Es hasta tonto decirlo, pero para mejorar el bienestar de las mayorías es necesario, antes que cualquier otra cosa, crecer. Ningún país con el PBI per cápita de Argentina ha logrado erradicar la pobreza y los períodos de mejora de los indicadores sociales de nuestra historia reciente (los primeros años de la convertibilidad, los primeros del kirchnerismo) coincidieron con los de expansión del producto.
Crecer no es suficiente, por supuesto, pero es necesario, al menos por dos motivos: porque simplemente distribuyendo la riqueza existente no alcanza y porque el crecimiento permite reasignar recursos sin generar conflictos políticos que pongan en peligro las estrategias de inclusión.
Para incrementar el PBI de manera continua, Argentina requiere muchas cosas (buenas políticas de promoción, continuidad de gestión, una inserción internacional inteligente), pero sobre todo una: estabilidad macroeconómica. Y para que la macroeconomía se mantenga estable se necesitan muchas cosas (cuentas públicas ordenadas, un manejo prudente de la tasa de interés, poder político), pero sobre todo una: dólares. Y guste o no, los países tienen sólo tres formas de hacerse de divisas: endeudándose, atrayendo inversiones extranjeras o aumentando sus exportaciones (estando estas dos últimas relacionadas, porque parte importante de la inversión se destina a actividades con potencial exportador).
El problema es que Argentina exporta poco: 15% de su PBI, 7 puntos menos que la media de América Latina, la mitad del promedio mundial y tres o cuatro veces menos que campeones de la exportación como Alemania o Corea del Sur. Y exporta, comparativamente con otros países de la región, pocos recursos naturales: salvo el competitivo complejo oleaginoso, fuente de casi todas las divisas genuinas de nuestra economía, y algunas economías regionales (limones en Tucumán, olivos en La Rioja, vino en Mendoza), el resto de los recursos naturales, incluyendo los hidrocarburos y los minerales, están subexplotados.
Aunque no siempre se ponen de acuerdo en cómo lograrlo, economistas de todos los colores coinciden en que resulta imperioso aumentar las exportaciones. Pablo Gerchunoff viene insistiendo desde hace años en la necesidad de construir una “coalición popular exportadora” (2), una articulación social y política que logre compatibilizar los requerimientos de las exportaciones con los de la justicia social, que no siempre coinciden: los exportadores prefieren un dólar alto para mejorar su rentabilidad y contener los costos internos, mientras que los trabajadores y las clases medias prefieren un dólar barato que valorice sus salarios. Por supuesto, este tipo de tensiones se solucionarían exportando productos y servicios con alto valor agregado, y claro que sería deseable exportar más biotecnología y software, dos ramas en las que Argentina se destaca, y aumentar, por decir algo, las exportaciones de nanotecnología y tecnología nuclear, pero se trata de actividades complejas que exigen para su desarrollo políticas sectoriales, inversiones extranjeras y estabilidad macroeconómica, es decir… dólares.
Petróleo y minería
En el mundo real, las posibilidades que tiene Argentina para incrementar rápidamente sus exportaciones son dos: hidrocarburos y minería.
En el primer caso, el balance de los últimos años es relativamente positivo. Luego de los picos históricos de producción de petróleo (en 1998) y de gas (en 2004), la producción hidrocarburífera había comenzado a declinar, hasta llegar a un mínimo a comienzos de la década de 2010. En 2011 la balanza energética registró un déficit de casi 3 mil millones de dólares y el gobierno estableció por primera vez el cepo. La estatización de YPF ese mismo año y la decisión de comenzar la explotación no convencional a gran escala en Vaca Muerta, riesgo que las compañías privadas se resistían a asumir, marcó un cambio de tendencia: el éxito de la YPF recién nacionalizada y la transmisión de la “curva de aprendizaje” del shale a las empresas privadas resultaron claves en esta etapa inicial.
Para ello hubo que superar obstáculos de todo tipo. En julio de 2013, el entonces presidente de YPF, Miguel Galuccio, firmó un acuerdo fundacional con Chevron por una inversión de 1.000 millones de dólares. La operación era crucial, por su magnitud y porque era la primera de este tipo en el nuevo yacimiento. Para concretarla, Cristina suscribió un decreto con un título de reminiscencias actuales (“Régimen de Promoción de la Inversión”), que contemplaba beneficios similares a los que se discuten hoy, aunque menos generosos, y un conjunto de cláusulas secretas para evitar que los fondos buitres embargaran el dinero (cuando llegó al gobierno, Mauricio Macri ratificó el secreto).
En aquel momento, una parte de la oposición se opuso: el radicalismo objetó el decreto en el Congreso y el abogado Enrique Viale presentó una denuncia ¡penal! contra Cristina. Maristella Svampa escribió: “El fracking es una figura perversa que va habilitando una serie interminable de excepciones […] El sueño eldoradista de Vaca Muerta, en clave neoliberal, tiene todos los elementos para convertirse en una pesadilla nacional de repercusiones múltiples y a gran escala” (3).
Por suerte nadie les prestó mucha atención. En marzo pasado, Argentina produjo 689.000 barriles de petróleo por día (52% no convencional) y 134 millones de metros cúbicos diarios de gas (42% no convencional). En 2024, por primera vez en una década, la balanza energética dará un resultado positivo: 4.000 millones de dólares, que podrían duplicarse el año que viene. Neuquén es hoy la tercera provincia más rica de Argentina, la que atrae a más migrantes y la que paga los segundos salarios más altos del país. Aunque el camino ha sido sinuoso, todos los gobiernos sostuvieron el desarrollo de Vaca Muerta como prioridad estratégica. Como el peronismo es un movimiento popular de vocación desarrollista y no un PI ecologista, fue Cristina la que dio el primer paso, del mismo modo que actualmente es el gobierno de Axel Kicillof el que impulsa la exploración en el Mar Argentino (4), a la que se oponen más o menos los mismos que en su momento rechazaron el fracking, apelando esta vez a argumentos relacionados con la salud psicológica de las ballenas.
Si en hidrocarburos las cosas no salieron tan mal, la performance en materia minera es decepcionante. Argentina exportó el año pasado 3.860 millones de dólares de minerales, contra 60 mil millones de Chile y 43 mil millones de Perú, países con los que comparte cordillera (5). Aunque nuestro país dispone de amplios yacimientos de cobre, desde 2018, cuando se cerró el proyecto de Bajo La Alumbrera, dejó de exportar ese mineral (el año pasado Chile exportó 50 mil millones y Perú casi 20 mil millones). Salvo en litio, desde 2012 prácticamente no hay inversiones mineras relevantes.
El problema es que el peronismo se negó a impulsar un proyecto de este tipo a partir de una mirada propia e inteligente, que concilie la necesidad de atraer grandes inversiones con algunos requisitos tendientes a fomentar el desarrollo local, la agregación de valor y el cuidado ambiental, y ahora es Milei quien lo impulsa. Las razones de este fracaso son varias.
La primera es un capítulo sagrado de nuestra cultura política: el federalismo. La explotación hidrocarburífera se limita a unas pocas provincias (Chubut, Santa Cruz y Neuquén concentran el 92% de la producción) con una larga historia petrolera, donde los pozos y los campos son desde hace un siglo parte de la vida cotidiana de la gente. La minería, en contraste, se despliega a lo largo de toda la cordillera y abarca ocho provincias. Desde que la reforma constitucional del 94 tuvo la mala idea de reconocerles a los Estados provinciales el dominio original de los recursos naturales, el mapa minero es un caos: provincias donde la actividad florece, como San Juan y Santa Cruz, conviven con otras que enfrentan dificultades, como Catamarca, o que directamente la prohibieron, como Río Negro y Chubut, donde el intento de habilitar la minería en la meseta llevó a que un grupo de ecologistas casi linchara a Alberto Fernández (el argumento de que lo prohibido no es la actividad en sí sino ciertas “técnicas” y “productos” es falaz, porque son esas “técnicas” y “productos” las que permiten un desarrollo exportador competitivo).
Por otro lado, la minería a gran escala es una actividad más nueva que el petróleo y no dispone de una empresa nacional legitimadora como YPF, con el general Mosconi y su historia épica; carece, en general, de arraigo social. Esto ha permitido que los grupos ecologistas más radicales logren una identificación, liviana pero eficaz, con el progresismo urbano: aunque el discurso anti-desarrollo ha logrado permear en los sectores progresistas que viven alejados de los yacimientos (Colegiales grita “No a la mina”), la situación en las provincias es más mixta: los sanjuaninos y santacruceños eligen gobernadores pro-minería, mientras que los mendocinos y los rionegrinos no. En todo caso, la propaganda ha logrado ralentizar o incluso bloquear proyectos en etapa de prospección.
Es en este contexto que el gobierno de Milei incluyó, como capítulo central de la Ley Bases, el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI). Aunque habilitado para cualquier actividad, por la magnitud del piso exigido (200 millones de dólares) y las ventajas que otorga solo sería aplicable a la minería y los hidrocarburos. Formulada en abstracto, la iniciativa tiene lógica: los proyectos mineros exigen inversiones gigantescas, que a menudo superan los 1.000 millones de dólares, y su maduración es lenta. La etapa de construcción demora al menos 4 años y el recupero de la inversión comienza recién al décimo, con una vida útil que oscila entre los 20 y los 30 años. Dada la inestabilidad crónica del país, que por otra parte no es el único que dispone de minerales y que por lo tanto debe competir por la atención de las empresas, es natural que inversiones de este tamaño, que solo unas pocas compañías en el mundo se pueden permitir, exijan condiciones especiales.
El problema es que el peronismo se negó a impulsar un proyecto de este tipo a partir de una mirada propia e inteligente, que concilie la necesidad de atraer grandes inversiones con algunos requisitos tendientes a fomentar el desarrollo local, la agregación de valor y el cuidado ambiental, y ahora es Milei quien lo impulsa. Tal como está planteado, el RIGI contempla amplias exenciones impositivas por 30 años, permite que las empresas importen a arancel cero todo lo que necesiten (incluyendo maquinaria usada que luego podrán vender) y no incluye una cláusula de compre nacional (las compañías podrían importar hasta los uniformes de trabajo e incluso podrían contratar solo a trabajadores extranjeros). La idea de que el régimen es tan excesivo que un próximo gobierno terminará modificándolo es tan cierta como problemática, porque será una muesca más en el revólver de la inestabilidad argentina. Como sostuvo Martín Reydó (6), el proyecto concede beneficios que no existen en ningún país de América Latina, que sólo se encuentran en algunas naciones de África. Y no sólo no dedica una línea a la cuestión ambiental, sino que anula de facto cualquier regulación municipal, provincial o nacional vigente en la materia.
Fracaso
Como escribió Claudio Scaletta recurriendo al conocido cuento del lobo y las ovejas (7), la proliferación en los años previos de conceptos como “expolio”, “extractivismo” o “saqueo” terminó vaciándolos de sentido y hoy, cuando realmente harían falta, ya no resultan eficaces, simplemente porque nadie cree en ellos. Con las exportaciones estancadas desde 2011 y la minería frenada, el peronismo, el radicalismo progresista y la izquierda no lograron encontrar una solución a los nuevos dilemas del desarrollo. Como ocurre con la reforma laboral, la inseguridad en las calles o el ausentismo docente, el RIGI demuestra que, cuando las fuerzas populares no consiguen enfrentar un problema a partir de una mirada propia, a la vez moderna y progresista, el problema no desaparece: queda pendiente, latiendo en el malestar de la sociedad, hasta que llega un presidente con ímpetu refundacionista que lo identifica y aborda, a su bestial manera.
Notas:
1. https://www.revistaanfibia.com/pbi-ha-muerto/
2. https://www.eldiplo.org/notas-web/el-nudo-argentino/
3. https://x.com/____fedez____/status/1789294399370723819?s=46&t=TN0n1nY-Re4O5upaGTOXBw
6. https://fund.ar/publicacion/el-rigi-un-proyecto-anti-argentina/