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Degradación democrática, rebelión popular y reconstrucción de hegemonía

Fuentes: Rebelión

La rebelión popular de diciembre de 2001 fue una demostración palmaria de que la era de la lucha de calles, de la movilización social masiva, no pertenecía a un pasado irrecuperable, sino a un presente candente, y seguía siendo un camino para que las clases subalternas ingresaran en la disputa activa por su futuro. La […]

La rebelión popular de diciembre de 2001 fue una demostración palmaria de que la era de la lucha de calles, de la movilización social masiva, no pertenecía a un pasado irrecuperable, sino a un presente candente, y seguía siendo un camino para que las clases subalternas ingresaran en la disputa activa por su futuro. La sociedad argentina tenía una vasta experiencia de movilización y lucha, con un punto culminante en los últimos años sesenta y primeros setenta. Pero nunca había generado la abierta expulsión de un presidente por obra de la acción del pueblo movilizado. Tal acontecimiento trazaba una divisoria de aguas.

Un punto inicial para arribar a la comprensión de la rebelión es que fue resultado de una gradual recomposición de la capacidad de lucha y organización de las clases subalternas. La segunda mitad de la década de los 90′ había sido un período signado por el aumento del sufrimiento popular ante el empeoramiento de sus condiciones de vida y trabajo, de su capacidad de organización, de sus posibilidades de incidencia en las decisiones fundamentales. Pero también, y en medida creciente, entrañó la progresiva pérdida del miedo instaurado desde la dictadura, la gradual reorganización de los espacios sociales más variados, una revalorización de la acción colectiva.

Esa recomposición de las clases subalternas, junto con el progresivo hartazgo de la situación de empobrecimiento permanente, más la gradual disipación del opresivo clima ideológico que siguió al derrumbe del bloque del Este, y el ejemplo de protestas multitudinarias y en ocasiones triunfantes en otros países de la región, se condensaron para producir la marea humana que el 20 de diciembre no retrocedió ni frente a las balas policiales, sancionó en los hechos la deposición del presidente, y dio pie al final de todo un ciclo político del país. La crisis puesta ostensiblemente de manifiesto en esos días de diciembre de 2001, era el reflejo del curso de un régimen democrático que, tras casi dos décadas de vigencia, se había degradado hasta el límite, al servir de tapadera de la acumulación creciente de riquezas y poder por el gran capital, del empobrecimiento masivo de las mayorías sociales en Argentina, y del permanente retroceso de cualquier posibilidad de decisión popular sobre los destinos de la sociedad. Vale la pena echar una mirada comprehensiva sobre ese proceso en el cual, curiosamente, la democracia representativa se ‘estabiliza’ en Argentina por primera vez en su historia reciente; pero a costa de alejarse de toda expectativa de mejora de la calidad de vida de la población, y de la pérdida constante de verosimilitud de su pretendido carácter de «gobierno del pueblo».

l. Hacia una caracterización de la democracia argentina

Durante los últimos años una porción muy amplia del pensamiento político se ha aferrado a una concepción de la democracia que la reduce a un conjunto de reglas (elecciones periódicas, sufragio universal, competencia entre partidos, pluralismo social y cultural, etc.), negando toda relación entre democracia y un tipo determinado de organización social.  Esta idea abreva en una noción ‘negativa’ de la libertad, en la que lo importante es garantizar que el estado no interfiera en las actividades del individuo, y no que la participación de la mayoría de los ciudadanos en las decisiones del estado se amplíe, a partir de una concepción activa, ‘positiva’ de libertad.

En la práctica, el concepto ‘procedimental’ de la democracia tiende a desvincular la legitimidad del gobierno del grado en que cumple con los deseos y las necesidades de los ciudadanos. Pretende anular la consideración de todos los núcleos problemáticos de la construcción democrática que vayan mas allá de la formalidad institucional. Lo único importante serían las reglas de juego, a lo sumo un conjunto de valores abstractos, pero la distribución de la riqueza, las facilidades para la movilidad social, la calidad de vida, poco tendrían que ver con la democracia. Esta queda reducida a una técnica para establecer el orden sucesorio de los gobiernos, en condiciones  pacíficas y estables, dotada con el plus de legitimidad que aporta la designación de los gobernantes mediante elecciones competitivas y con sufragio universal. 

Esta interpretación restringida se asocia en el fondo con toda una concepción de la vida en sociedad: Aquélla que coloca a las relaciones mercantiles en el lugar supremo entre las relaciones humanas, y en el fondo, las considera las únicas dignas de ocupar la inteligencia y el esfuerzo de los seres humanos. Bajo ese manto ideológico, la política es sólo un incómodo residuo, un ámbito en el que, por desgracia, la compraventa no funciona (o al menos no hay forma de volver legítima la mercantilización plena de las relaciones políticas) y no hay otro remedio que introducir la votación popular para asignar las funciones de dirección del aparato estatal. El avance de un nuevo modelo de acumulación capitalista, doctrinariamente sustentado en el pleno imperio de las relaciones de mercado, pero traducido en la práctica en un acelerado proceso de concentración del capital e incremento de la subordinación del trabajo humano, requiere de un ‘reduccionismo’ del componente democrático del tipo del que acabamos de expresar.

La Argentina de las últimas décadas es un ejemplo acabado de tal tipo de ‘minimización’ del componente de ‘gobierno del pueblo’ de un sistema de representación política liberal, basado en el sufragio universal.

Hoy se puede hablar en Argentina de una «estabilización» de la democracia, a la luz de que vivimos, por primera vez en la trayectoria del país, el quinto período consecutivo de presidentes elegidos por sufragio popular. La continuidad del último fue interrumpida poco después de cumplir sus primeros dos años, por la renuncia del presidente en medio de una virtual insurrección popular, el 20 de diciembre de 2001. Ello dio lugar a su reemplazo por mecanismos constitucionales, si bien con aspectos discutibles en su legalidad, y sobre todo en el reconocimiento por la ciudadanía de su legitimidad ‘de origen’. Y tras un período de transición, se eligió al presidente en elecciones que, si bien tuvieron un tránsito tortuoso y las rigió una normativa más que discutible, dieron lugar a que la cúspide del ejecutivo recuperara legitimidad.

Queda pendiente el interrogante sobre qué tipo de democracia es la que se está consolidando. Una respuesta tentativa es que está signada por una correlación de fuerzas ampliamente favorable a la clase dominante, manifiesta en una acumulación de poder por parte de ésta, tanto en el plano económico como en el político y cultural; que no tiene precedentes en la historia nacional. El gigantesco proceso de privatizaciones emprendido, de una amplitud inusitada incluso en otros países que pasaron por ‘reformas estructurales’ de signo neoliberal en el continente, como México y Brasil, fue base fundamental, pero no única, de un nuevo ‘posicionamiento’ de los grandes conglomerados empresarios, que recibieron el control de empresas de comunicaciones, transporte y servicios públicos, bancos antes públicos, algunas grandes plantas industriales hasta ese momento de propiedad estatal, medios de comunicación; y la empresa de mayor envergadura del país, la petrolera estatal YPF. La ‘desregulación’ de los mercados de bienes y capitales, la ‘flexibilización’ de las relaciones laborales en sentido siempre favorable al incremento del poder patronal y la disminución de los derechos y conquistas de los trabajadores, la ‘apertura’ a las importaciones de bienes y al ingreso de capitales externos, acompañaron a las ‘privatizaciones’, consolidando la orientación económica y social de aquéllas. 

La creciente concentración del capital, el descenso del salario real, la desocupación en niveles inéditos en la historia nacional, han sido no ya el telón de fondo, sino el rasgo saliente del proceso en lo social.  La promesa simbólica que formulaba el primer presidente de la restauración democrática: «con la democracia se come, se cura, se educa…» se ha visto drásticamente desmentida en los hechos. La ‘democracia de la derrota’ tal como a veces se la llamó, al filiar su origen en la dictadura militar y la destrucción de las organizaciones radicalizadas de los 70′, es también la «democracia de la pobreza» y del deterioro de los servicios sociales fundamentales.  

Un problema es que, en estas condiciones, no sólo entra en tela de juicio la representación política y el régimen democrático, sino también la idea misma del estado colocado por encima de la sociedad, y al servicio del bien común, que es constitutiva de todo estado asentado en los principios del liberalismo.

La recuperación del régimen constitucional en Argentina, se produce enmarcada en un proceso de restauración de regímenes constitucionales que ha abarcado a toda Latinoamérica, a partir de los primeros años 80′, y  a instancias de los propios EEUU, que renunciaban así al mantenimiento de dictaduras que se habían revelado, paradójicamente, peligrosas e ineficaces en orden a garantizar los intereses norteamericanos y en algunos casos, los de las burguesías de sus propios países. Algunos de estos regímenes, como es el caso particular de Argentina, habían destruido previamente movimientos políticos que postulaban una transformación social radical. Al tiempo produjeron procesos de fragmentación de la clase obrera y otros sectores populares, signados por el «re-disciplinamiento» de unas clases subalternas que habían cultivado pretensiones «excesivas», a juicio de las clases dominantes. Esa ‘tarea cumplida» constituía una base cierta para un retorno a la institucionalidad democrática que brindara seguridad a las clases dominantes.

La salida de las dictaduras se aceleró por la crisis de la deuda externa y la manifiesta incapacidad política de la mayoría de ellas para generar un consenso en la sectores amplios de la población (con la excepción parcial de Chile) y no por imperio de movimientos de resistencia que forzaran su salida, por lo cual las transiciones se producen en circunstancias de debilitamiento de las organizaciones populares que podrían haber influido en una profundización del proceso democratizador.

Una de las primeras cuestiones a tener en cuenta al analizar el período de restauración de la democracia en Argentina, es establecer correlaciones temporales entre el cambio de régimen político y la configuración social, económica y cultural de nuestro país, o más específicamente vincular esas transformaciones con el desarrollo de la confrontación de clases. De lo contrario se corre el riesgo de seguir un análisis centrado en la institucionalidad política, que deja afuera determinaciones sustanciales del desarrollo de la democracia argentina en estos años. En las últimas dos décadas el conjunto de las relaciones entre clases, grupos y actores sociales se ha modificado, en un sentido que otorga una preeminencia fuerte al núcleo más concentrado de la clase dominante, y modifica toda la relación entre el Estado y la sociedad. La crisis económica, social y política en torno a diciembre de 2001 produjo cierta reanimación de las posibilidades de acción de las clases subalternas, e impulsó reacomodamientos no desdeñables en las políticas impulsadas del Estado, pero no modificó sustantivamente el panorama general.

Durante todo el siglo XX, Argentina fue una sociedad que, de diferentes maneras, avanzó en ‘integrar’ a sectores crecientemente amplios de su población, generando la ilusión de una ‘sociedad abierta’, que generaba amplias oportunidades de progreso, tanto para los individuos como para el conjunto social.

En cambio, a lo largo de las últimas décadas, inauguró una tendencia contraria, a la ‘des-ciudadanización’ cada vez más profunda, de grupos sociales progresivamente más amplios. Ello no puede dejar de tener consecuencias de gran impacto sobre el modo de articularse las relaciones entre estado y sociedad, y la manera de construir legitimidad desde el Estado, que ya no puede apelar ni a la promesa de movilidad social ascendente, ni a los beneficios de una versión ‘pobre’, pero eficaz, del Estado de Bienestar.

La restauración democrática en Argentina ha resultado contemporánea de la superación, a escala mundial, del estadio de la acumulación capitalista que permitía una autonomía relativa de las economías nacionales respecto del mercado mundial, con base en compromisos de clase y arreglos neocorporativos que sustentaban las trabas puestas al movimiento internacional de bienes y capitales, a favor del desarrollo y protección del mercado interno nacional. 

Se ha producido un proceso de estabilización institucional orientado a partir de la determinación cada vez más directa por el gran capital de las políticas que adoptan los gobiernos elegidos por sufragio popular. No sólo en nuestro país, sino en toda Latinoamérica, los capitalistas han logrado hacer de las democracias representativas sus subordinados más eficaces. Éstas agregan, en comparación con las pasadas dictaduras militares, el plus de legitimidad provisto por la existencia del sufragio universal, sin el ‘costo’ de ninguna amenaza más o menos seria, hasta el momento, a la configuración clasista de la sociedad.

Como afirma Nun, el aumento de la pobreza y de la desigualdad están ‘conduciendo a la perduración de democracias representativas excluyentes, con una minoría de ciudadanos plenos, lo cual equivale a decir que se trata de regímenes políticos poco democráticos y poco representativos’.

Lo que Przeworski  llamó en su momento la construcción de ‘bases materiales de la hegemonía’, denotando aquellas ‘concesiones’ económicas hechas con el fin de ampliar y estabilizar el consenso hacia el orden vigente, ha sido dejado de lado en gran medida en los objetivos de las políticas públicas de nuestro país durante la década de los 90′.

Desde el poder público se ha preferido apostar al aislamiento, desorganización y desmovilización de las clases subalternas, en lugar que a la generación de mecanismos de mejoramiento de su ingreso y calidad de vida que compensen la aceptación de las ‘reglas de juego’, como ocurrió en el pasado. 

Se ha vinculado el proceso de deterioro que sufre la institucionalidad en Argentina con la crisis de las representaciones políticas. Esto puede ser válido, a condición de que se tenga en claro que, en el caso de nuestro país, la crisis de representación es sólo un capítulo de una declinación más vasta. Ella abarca el estancamiento económico, la desarticulación del aparato estatal, la pérdida de eficacia de las apelaciones ideológicas tradicionales, y sobre todo, el brutal aumento de la desigualdad social y el deterioro de las condiciones de vida de la mayoría de la población. 

Lo que empieza a aparecer claro, es que la idea de consumar un proceso de ampliación de la desigualdad y concentración del poder en todas sus dimensiones manteniendo las formas de la democracia parlamentaria se torna progresivamente más dificultoso.  De hecho, la actual experiencia de gobierno, inaugurada en mayo de 2003, apunta a una modificación de rumbo, tal que permita recuperar la idea de un aparato estatal ‘imparcial’ y orientado por consideraciones de ‘interés general’. Al mismo tiempo, se propone recrear una dirigencia política con capacidad para aparecer puesta al servicio de ‘la nación’, en lugar de obedecer de modo lineal a los dictados del gran capital o a propósitos de enriquecimiento personal o de grupo.

II. ¿Qué tipo de democracia?

La democracia argentina de los 80-90′ puede ser entendida, y así lo hacen varios autores, como una democracia degradada, con las instituciones avasalladas por el «decisionismo» desplegado desde la conducción estatal, que rebasa normas jurídicas y manifestaciones de voluntad social contrarias a las soluciones elegidas.  Mas allá de cambios de orientación en las políticas adoptadas, en más de un sentido esa caracterización puede ser mantenida hasta el presente.

Sin embargo, nos inclinamos a pensar que operan fenómenos más complejos y profundos. Asistimos a la transformación del contenido de un régimen político sobre una armadura jurídico-constitucional que permanece intocada en lo sustancial. La representación política (aun con todas las limitaciones de la democracia parlamentaria) y el sentido amplio de ciudadanía, tienden a debilitarse seriamente, a favor del imperio indiscutido de una elite política sin otro compromiso firme que el de ‘procesar’ las orientaciones del gran capital. Se espera que la dirigencia ponga toda su dedicación y recursos para contribuir a optimizar las posibilidades de obtención de ganancias por la gran empresa en su ámbito territorial, y para el «posicionamiento» del país en el mercado mundial, adecuando en lo posible el desenvolvimiento ideológico y cultural a esos requerimientos.

Mas allá de las fronteras de las clases dominantes, la preocupación estatal está signada por la ‘gobernabilidad’, es decir, más por evitar consecuencias políticas perturbadoras de la falta de equidad y las desigualdades reinantes, que por solucionar efectivamente esos problemas. Un agravante de singular importancia es que la elite política tampoco cumple a pleno con las funciones que el ‘modelo’ le asigna, por ejemplo, fracasa una y otra vez en generar condiciones de ‘competitividad’ internacional para Argentina. El actual gobierno basa su apuesta en un tipo de cambio que subvalúa la moneda nacional, con salarios bajos en términos internacionales, en lugar de apostar a la mayor inversión, la innovación tecnológica y los salarios altos. En esos términos, el éxito táctico puede devenir, como en ocasiones anteriores, fracaso estratégico.

Las posibles reacciones adversas del capital frente a políticas que considere perjudiciales a sus intereses no son fácilmente susceptibles de contrapesos. En esta nueva etapa del capitalismo mundial puede trasladarse a bajo costo de un país e incluso de una zona del mundo a otra, por lo que los estados nacionales se ven impulsados a adaptar sus políticas a los «requisitos de ingreso y permanencia» que los propios capitales y los organismos financieros internacionales van fijando. 

Estos años de continuidad institucional han constituido, en el plano del proceso de concentración del capital y de expropiación de las condiciones de trabajo y de vida de las clases subalternas, una sustancial continuidad. En ese plano, la transición al régimen democrático y su estabilización no les trajo aparejada a estas últimas ninguna ventaja apreciable, sino al contrario, la persistencia del deterioro social y la expansión de las carencias a sectores cada vez más amplios. Con el punto de partida de la fuerte revalorización de la democracia producida a raíz de la última experiencia dictatorial y los daños que ésta acarreó, la opinión favorable a la continuidad del régimen democrático no se ha debilitado decisivamente. La diferencia fundamental con lo que ocurría en las etapas anteriores, es que la quita de consenso al régimen político no adquiere las formas de una demanda de ‘orden’ y de cierre autoritario de la situación crítica, sino en un repudio a la desigualdad y la injusticia que tiende a buscar, aun a tientas, soluciones basadas en la mayor movilización e injerencia popular en la toma de decisiones.

La lista de deficiencias institucionales que pueden señalarse es larga y relevante, incluyendo el funcionamiento de la Justicia, las falencias en la aplicación del orden legal, el papel jugado por la policía y otras fuerzas de seguridad, pero no alcanza para alterar este juicio fundamental.

Sin embargo, cuando se intenta una mirada más abarcativa, es claro que se puede pensar todo el período histórico en términos de una «crisis orgánica» o «crisis global» de nuestra formación social. Ésta afloró a la superficie con toda su fuerza entre fines de los 60′ y comienzos de los 70′, hasta que en 1975 dio lugar a una contraofensiva económica, cultural, política y militar de las clases dominantes, que procuró articular una estrategia de erradicación de las «causas profundas» de lo que se consideraba genéricamente como «subversión». Organizaciones obreras poderosas y políticas estatales de corte keynesiano formaban parte de esas «causas» en el diagnóstico de las clases dominantes, y su  progresiva destrucción fue un presupuesto necesario de transformaciones posteriores con el mismo sentido de clase.

Se ha ido configurando una democracia sin pretensiones de transformación social, en la que asumen toda su fuerza la visión de las teorías elitistas de matriz schumpeteriana, en las que el cuerpo electoral sólo escoge a quién va a tomar las decisiones, pero sin ninguna otra incidencia efectiva en el sentido y orientación de las mismas. De ese modo, el componente de decisión popular tiende a tornarse ilusorio, aún en la estrecha dimensión que la democracia representativa le asigna. En realidad, la posibilidad de escoger entre opciones previamente configuradas por poderes superiores se ha proyectado desde las elecciones a la cotidianeidad, por vía del desenfrenado auge de la «encuestología», siempre atenta a pulsar la opinión pública sobre elecciones futuras y acerca de la «imagen» de los posibles candidatos, lo que a su vez encuentra una repercusión de primer orden en los medios de comunicación. La expresión de la «opinión» siempre circunscripta por el diseño de las encuestas, ‘reemplaza’ las posibilidades de decisión efectiva. Con el agravante de que ese enfoque viola las premisas originales de la visión de Schumpeter, que priorizaba el desarrollo económico, y circunscribía su campo de aplicación al capitalismo occidental. 

En esas circunstancias, el juego democrático suma crecientes niveles de apatía, que no son producto de cierta adhesión pasivamente satisfecha a un sistema en el que no se desea participar, como puede ocurrir en países capitalistas más desarrollados, sino reflejan la autoexclusión respecto de un orden político con el que buena parte de la ciudadanía experimenta una pérdida de identificación. En los hechos hay una caducidad de la ciudadanía social y económica que se proyecta hacia la privación de la ciudadanía política. La manifestación más conspicua de estos fenómenos ha sido la creciente tendencia a la abstención electoral y al voto en blanco que se registró en las elecciones nacionales hasta 2001. Y en tanto que ese apartamiento o ‘autoexclusión’ no conlleva expresiones activas de descontento, tiende a volverse funcional a la perpetuación de los sectores dominantes en el plano político y el económico, que si no la propician abiertamente, no se preocupan seriamente por evitarla.

En realidad, el régimen constitucional se ha revelado, hasta ahora, como el encuadre adecuado para el desmantelamiento de toda la estructura del Estado intervencionista en beneficio casi exclusivo de las grandes empresas, proceso consumado a partir de 1989. Por añadidura, la aplicación consecuente de programas neoliberales se realizó con el aval del voto popular: El presidente Menem fue reelecto en 1995, luego de realizar lo sustancial de las acciones de privatización, desregulación y «flexibilización» laboral.

A ello se puede agregar un profundo realineamiento de la política exterior en dirección a todas y cada una de las posiciones sustentadas por Estados Unidos y sus aliados más cercanos, que sirvió de refuerzo, en el plano político, de la subordinación completa al interés capitalista, y arrasó una cierta tradición de «neutralidad» en los conflictos internacionales, que sin tener la fuerza de la de otros países como México, había mantenido una vigencia de décadas. La decisión, en 2002, de modificar algunas posiciones internacionales de Argentina con orientaciones más autónomas de los dictados norteamericanos, se dio de todos modos con suma timidez. La posterior asunción del presidente Kirchner produjo cierta ampliación del rango de divergencia ‘permitido’ con las orientaciones norteamericanas. Hubo en ese terreno decisiones de gran poder simbólico, como la adopción y mantenimiento de la abstención en las votaciones sobre Cuba, junto a alineamientos claros con la política estadounidense, como la participación de Argentina en una intervención internacional en Haití. Ultimamente hubo otros gestos de autonomía, como el rechazo a la integración en el ALCA y el acercamiento comercial y diplomático a la Venezuela de Chávez, asimismo contrapesados por manifiestas muestras de interés en la inversión de capital estadounidense en el país, que Kirchner mismo encabezó en un reciente viaje a EE.UU. 

III. El «estado» actual de los partidos políticos. ¿Maduración o decadencia?

La Argentina anterior a 1983 era una sociedad caracterizada por la existencia de partidos de masas, dotados de capacidad de movilización, e identificados en términos generales con políticas de Estado de Bienestar, desarrollo del mercado interno,  integración social y política de sectores populares y cierto impulso autónomo en la política exterior. Las diferencias más profundas entre los principales partidos, Justicialista y Radical, cursaban más en torno a las clases sociales y organizaciones que les servían de apoyo fundamental (trabajadores y sindicatos para el justicialismo, capas medias para el partido radical), y a distintas valoraciones de la institucionalidad democrática (mucho más central en el radicalismo, más tendiente a adoptar un papel sólo instrumental para el justicialismo), que a propuestas programáticas de fondo. Sólo el impacto de la radicalización política general sobre el peronismo, que se dio muy atenuada en la Unión Cívica Radical, produjo un fuerte giro en las consignas y propuestas de parte de esa última fuerza en los últimos 60′  y primeros 70′, y con ello una mayor diferenciación.

A partir del retorno a la institucionalidad democrática, apuntó a consolidarse un sistema bipartidista con el mismo par de entidades, pero con ambas en proceso de modificación, tanto de su propuesta programática, como del conjunto de sus prácticas políticas y de sus alianzas sociales. Lo que al comienzo despuntó como una pronunciada moderación de las aspiraciones de cambio, se fue tornando algo más profundo: a) La progresiva adopción por esos dos partidos de tradición ‘popular’, de posiciones gradualmente más identificadas con propuestas tradicionalmente sustentadas por la derecha conservadora del país; y b) La propensión a estrechar cada vez más los vínculos con el gran capital local e internacional, aun a riesgo de debilitar y modificar regresivamente su relación con las clases populares.

Los fenómenos de profesionalización de los cuadros, de desradicalización ideológica, desmovilización de las bases y dilución y heterogeneidad creciente de sus apoyos, que suelen asociarse a la transformación de los partidos políticos en organizaciones del tipo «atrapa-todo , se han realizado a pleno en el conjunto de los partidos argentinos con incidencia electoral significativa. Tanto el peronismo como el radicalismo, se aproximan gradualmente a una conformación de meras maquinarias electorales, cuyos votantes no responden a un claro recorte ‘de clase’, y cuyas propuestas programáticas no sólo no tienen diferencias apreciables, sino que se desplazan al unísono en un sentido cada vez más conservador.

En Argentina esta aparente «normalización» del sistema de partidos  se produce en condiciones de empobrecimiento y marginación creciente, al tiempo que aumentan las tasas de desempleo, subempleo e informalidad. Se extiende el descreimiento hacia un orden político que no ofrece nada más que una permanente profundización de la redistribución regresiva de los recursos, no sólo materiales, y que procura confinar a amplias masas de su población a una situación signada por la desorganización, y el refugio en un individualismo de la supervivencia.

Con el desmontaje de las políticas sociales con pretensión de universalidad, se abrieron asimismo espacios para un nuevo clientelismo, que adquirieron relevancia en escenarios de «creciente pobreza y desigualdad, desempleo y subempleo y retirada del estado, como los que caracterizan a la Argentina de los años noventa».  El clientelismo encontró base en la pretensión de ejercer la contención de sectores sociales excluidos o marginalizados, a través de políticas focalizadas, destinadas a funcionar como ambulancia que recoge a los heridos. Esas acciones de contención canalizan fondos públicos hacia los sectores más empobrecidos, cuya administración se convierte en eslabón fundamental de vínculos de reciprocidad, que construyen una relación de intercambio desigual, en que se trueca el acceso al asistencialismo por el voto (o la asistencia a actos políticos y la colaboración en campañas electorales), mientras que la administración de estos «programas» posibilita ubicar en los escalones más bajos a militantes profesionalizados cuya actividad proselitista es también sustentada mediante los fondos que éstos proveen. Los nuevos rasgos de ese clientelismo y su compatibilidad con formas más modernas de la actividad política, queda evidenciado sobre todo en el Partido Justicialista. Éste, nacido a la política a mediados del siglo XX como un movimiento superador de la manipulación «paternalista» de las masas populares, con la plaza pública como escenario fundacional, y una muy temprana utilización de los medios masivos, ha construido desde 1983 en adelante una densa trama clientelar, no ya en las provincias más «atrasadas», sino en los suburbios de la ciudad de Buenos Aires.

La militancia orientada por una ideología (o en su defecto por un conjunto de convicciones políticas «de principio»), dispuesta a empeñar trabajo personal y recursos sin ninguna compensación material directa o en términos de acceso a cargos u otras prebendas, tiende a alejarse de los espacios partidarios tradicionales. La reemplazan relaciones guiadas por el beneficio recíproco, bajo la dirección de gente que hace de la política su medio de vida, muchas veces no por una vocación por la actividad pública sino porque no tiene otra profesión de la qué vivir, o la que tiene le proporcionaría menos beneficios.

No se trata por cierto de que la militancia ideológicamente motivada, «desinteresada» en términos materiales, haya dejado de existir, sino que se ha confinado a movimientos no partidarios y a agrupaciones radicalizadas, en muchos casos teñidas de un rechazo general a la «política». Se percibe a ésta, no sin razón, como reducida a la desenfrenada realización de intereses personales o de grupo; con la cobertura del aparato estatal y las organizaciones partidarias como instancia de legitimación; y el capital más concentrado como sempiterno beneficiario en última instancia.

Ese escepticismo global, sin embargo, dificulta la visualización de un campo común de acción para los sectores explotados y excluidos.  Los movimientos no partidarios suelen quedar atrapados por diferentes ‘particularismos’: Su implantación más bien local, la dedicación a una reivindicación o gama de reivindicaciones circunscriptas, la raigal desconfianza hacia cualquier ‘dirigencia’ que exceda al propio movimiento, etc. Están sometidos, además, a fuertes presiones en el sentido de la cooptación por organismos internacionales y otras fuerzas atadas al establishment, que procuran domesticarlos a las pautas de la ‘gobernabilidad’ presentándoles pseudo-alternativas a la política tradicional. Es plenamente aplicable al caso argentino lo que un autor ecuatoriano afirma para Latinoamérica en general: «Desde los círculos de los poderes trasnacionales y nacionales, a lo largo de la década de los noventa, se ha tratado de imponer a los movimientos populares una sola visión de lo político, las teorías de la gobernabilidad, y una agenda impuesta desde organismos como el Banco Mundial, que los vuelve funcionales a la contrarreforma del Estado, articulados a los denominados procesos de descentralización y autogestión, renunciando a tener una perspectiva total y emancipadora del futuro.»  Mientras tanto, las fuerzas partidarias identificadas con el sistema no ofrecen campo para las demandas populares, más que en la forma ya vista del ‘clientelismo’. Por su parte, las propuestas partidarias de pretensión alternativa no alcanzan a salir de una posición marginal, atadas a dogmas ideológicos y práctivas envejecidas.

IV. Los últimos años

Cuando los partidos de la Alianza (UCR-Frepaso) llegaron al gobierno, a partir de diciembre de 1999, intentaron llevar a la práctica una conjunción de medidas moralizadoras y de afianzamiento de la legalidad y las instituciones, articuladas con políticas económicas del mismo signo que las de los gobiernos anteriores. Se aplicaba así un diagnóstico sesgado del proceso argentino vivido en la década de los 90′: El problema del país era visto básicamente como de ética de su dirigencia política, y de afianzamiento de las instituciones republicanas, no del programa aplicado. El sentido de las políticas en curso, en cambio, era apreciado como una indispensable modernización, lo que dejaba a sus ejes (privatización, desregulación, flexibilidad laboral) fuera de cuestión. El corolario de esta apreciación era que lo que debía superarse era un conjunto de ‘excesos’ llamados simplificadoramente ‘menemismo’, y que las reformas estructurales debían continuar, profundizarse, y, en la forzosamente reducida medida de lo posible, moralizarse y «emprolijarse». El capitalismo concentrador y excluyente quedaba fuera de duda, y el nuevo gobierno (en realidad ya desde la campaña electoral), se proponía como autor de la ‘segunda generación’ de reformas.

Sin embargo, ya no contarían con la unanimidad de las clases dominantes. El gran capital, desde aproximadamente 1995, quedó atravesado por un eje de enfrentamiento público entre ‘empresarios productivos’ de la industria y del agro, por un lado, y las finanzas y los servicios públicos, por el otro, a propósito de tasas de interés, tarifas de los servicios públicos, protección arancelaria externa. En realidad era sólo la manifestación de superficie de desacuerdos más complejos, y de la falta de capacidad para trazar una estrategia desde el aparato estatal.

Tampoco se podía ya contar con la tolerancia de la mayoría de la población hacia un estado de cosas que sólo le prometía más y mayores privaciones. Terminado el efecto activador ejercido por la conjunción de las privatizaciones, la detención del proceso inflacionario y el consiguiente aumento del consumo y la afluencia de inversiones favorecidas por el nuevo contexto de apertura y desregulación, el panorama económico favorable se fue revirtiendo, hasta caer en un marasmo difícil de superar, a partir de 1998. El efecto conjugado de recesión en el mercado interno, atraso cambiario que desfavorecía las exportaciones y facilitaba las importaciones, endeudamiento público creciente, crisis fiscal persistente, llevó al país al borde del derrumbe económico, en medio de tasas de desocupación que fueron ascendiendo hasta superar el 20%, y creciente deterioro de los salarios. La ecuación entre continuidad de la estrategia de desarrollo elegida (plan de ‘convertibilidad’ incluido), y modificación de las tácticas abusivas empleadas para consumarlas, no funcionó. El nuevo gobierno no tardó en aparecer como una continuidad del anterior en todos los aspectos importantes, agravada por el hecho de que se había pasado de un conservadurismo frontal y decidido, a uno irresoluto y con rasgos de inoperancia. Ello dio lugar a la profundización de la crisis económica, acompañada ahora por una crisis política creciente.
Los partidos políticos ‘sistémicos’ se han quedado casi sin discurso eficaz y sin medios de acción frente a la crisis. La renuncia del presidente electo por el sufragio popular, y su reemplazo por uno elegido por las cámaras legislativas, fruto de un acuerdo entre los partidos mayoritarios, no ha hecho sino acentuar esa imagen de cogestión, impermeable a los resultados electorales. Ello ha dado lugar a una desorganización de la esfera político-partidaria, cuyas consecuencias duraderas aun no se pueden determinar, lo que ha favorecido el establecimiento y quiebra de alianzas, las permanentes disidencias en el interior de los partidos, y un escenario en general muy fluido. Han aparecido nuevas fuerzas políticas centradas en torno a líderes carismáticos, como el ARI (Asociación para una República de Iguales), encabezado por la diputada Elisa Carrió, con difusas promesas de satisfacción de las necesidades populares más inmediatas, moralización de la vida pública y democratización más efectiva de las estructuras políticas, que tienden a reproducir las promesas ‘progresistas’ frustradas por el decurso de la Alianza.

Una vez asumido el mando nuevamente por un presidente electo, Néstor Kirchner, desde el gobierno se apuntó a configurar una coalición nueva en torno a su figura, que pudiera superar las limitaciones del sistema partidario en ruinas, atrayendo expresiones de varias fuerzas políticas y sobre todo algunas ajenas a cualquier estructura partidaria. Y rescatando un término que en su momento se aplicó al ‘progresismo’ de los 90′, se la bautizó ‘transversalidad’. Con ese planteo se logró la captación de algunas organizaciones sociales expresivas de nuevos movimientos (la Federación de Tierra y Vivienda, el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas, la Corriente «Patria Libre», etc.), y de algunas figuras prestigiosas sin demasiada base propia. Pero el potencial electoral de esas expresiones no parece ser muy considerable, y su capacidad de movilización y presencia callejera sólo esporádicamente despierta el interés o la convocatoria del gobierno. En parte por eso se abandonó la idea de «transversalidad» para avanzar en la «concertación», vocablo que básicamente designaba la cooptación por el gobierno de gobernantes estaduales o municipales, en su mayoría pertenecientes al partido radical, fórmula que tiende a incrementar la desorganización de las fuerzas políticas y el borramiento de las fronteras partidarias.

Un fuerte clima de descontento globalmente ‘antipolítico’ se ha desplegado en amplísimos sectores de la sociedad, a partir de fines del gobierno Menem. Se tiende a descartar todo el arco ideológico-partidario bajo la común acusación de corrupción, ineptitud, y desinterés por los problemas reales de la población. La consigna ¡Qué se vayan todos¡ en alusión sobre todo a la dirigencia política, se repitió hasta el cansancio en las manifestaciones callejeras. Una parte importante de la elite ligada al poder económico se sumó activamente a esta labor de desprestigio, haciendo valer su influencia en los media para ello, haciendo que las posiciones «antipolíticas» tuvieran también un costado conservador, orientado a apartar la mediación política a favor de  poderes corporativos. Por un tiempo pareció decidida a avanzar, sin una alternativa demasiado clara, en dirección a profundizar el deterioro de los políticos y los partidos. Con todo, fue el sentido de protesta popular contra un orden injusto el que tendió a prevalecer en la interpretación de esta consigna.  Y el «¡que se vayan todos¡» sólo perdió protagonismo después de la asunción del gobierno Kirchner, cuando éste esbozó algunas discontinuidades fuertes con el orden anterior, y desarrolló políticas de recambio de la Corte Suprema de Justicia, los mandos militares, y algún gobernador provincial muy identificado con la corrupción y el clientelismo; al tiempo que tomaba medidas contra la vigencia de las leyes de ‘obediencia debida’ y ‘punto final’, apuntando a cerrar un ciclo de impunidad para los represores. En ese sentido podría decirse que el desplazamiento de la ola ‘antipolítica’, habrá que ver si definitivo, obedeció en vasta proporción a que desde la cúspide del aparato del estado se intentó una absorción de parte de sus demandas, que mas allá de restringirlas en sus alcances y moderarlas en sus efectos, fue interpretada por gran parte de la población como un cambio de rumbo ampliamente favorable.

En tanto, el principal ámbito social que parece capaz de proveer una calidad de dirigencia diferente al contexto de decadencia social y degradación progresiva de la vida política, es el de los «movimientos» que se han formado en la resistencia a las variadas formas de barbarie desplegadas por el poder en los últimos veinticinco años. Esas organizaciones populares podrían jugar un papel fundamental en la reconstrucción desde abajo de formas de democracia con un contenido de construcción de mayores niveles de igualdad y de ejercicio de la libertad ‘positiva’ . Sobre todo cuando, desde diciembre de 2001, el grado de visibilidad del descontento popular, y la posibilidad de proporcionarle mayor cauce organizativo han dado un salto cualitativo.

Este ‘salto’ tiene una dimensión particularmente importante, dada porque gran cantidad de personas han ingresado (o reingresado después de mucho tiempo) en la escena política, abandonando el rol de sujetos pasivos que se ‘informan’ por los medios de lo que pasa, para pasar a producir ellos mismos lo que sucede.  La avalancha de cortes de ruta, cacerolazos’, ‘escraches’, creación de asambleas populares, ocupación de espacios antes privados para el uso público, habla de una presencia masiva en las calles, que cierta politología pretendió enseñar a pensar como cosa del pasado. Nos referimos a la aseveración, que se convirtió en una suerte de ‘sentido común’ en ciertos círculos intelectuales, de que en los tiempos que corrían, la política se hacía en los ‘medios’, y que ya no se movilizaban personas, sino ‘imágenes’. 

Sobre ese sustrato de movilización, se afirman una multitud de experiencias organizativas que no responden al esquema de fuerzas anteriores (instituciones públicas, partidos, sindicatos, ‘movimientos sociales’, ONGs) sino que insinúan otra lógica. A menudo no se dirigen al aparato estatal en sus reclamos, no responden a los partidos ni a los sindicatos tradicionales, su pensar y sus prácticas no resultan asimilables a las ideologías y tradiciones políticas conocidas. Pero parecen tener una potencia nueva, una gran capacidad para agrupar y movilizar al heterogéneo resultante social de las transformaciones  en curso en el último cuarto de siglo.

Se insinúa la necesidad de proyectos que puedan apuntar de alguna manera a conjugar partidos políticos no asimilados a la modalidad representativa actual, organizaciones obreras no burocratizadas, y movimientos sociales no tradicionales dispuestos a superar el plano económico-corporativo para pasar a la actividad política propiamente dicha. La disposición a cuestionar a la vez el capitalismo monopólico y la «democracia realmente existente» sin vacilaciones ante las coyunturas desfavorables, junto con la disposición a generar modos de organización profundamente democráticos que no reproduzcan los modos de selección de líderes y de toma de decisiones del sistema político todavía imperante (ni los de la izquierda tradicional ‘vanguardista’ y ‘verticalizada), pueden ser la base de un combate con perspectivas de éxito contra las múltiples tendencias a la absorción por el sistema que se despliegan frente a cualquier cuestionamiento. Allí se juega, creemos, la recuperación del sentido de ‘gobierno del pueblo’ del régimen democrático. El hastío ante una institucionalidad democrática que no da respuestas para ningún problema importante, el distanciamiento creciente frente a una dirigencia a la que se visualiza como ineficiente y corrupta, la recuperada confianza en la posibilidad de movilización y lucha, que incluye la capacidad de obtener ciertos triunfos a través de las mismas, juegan indudablemente a favor de un renacer de la movilización de masas, en niveles que no se alcanzaban desde los ya lejanos años 1973/75 en Argentina.

El fenómeno más destacado es el crecimiento del nivel de organización y movilización, por parte de esas formaciones populares de un tipo nuevo, ligadas en gran parte a los fenómenos de desocupación y pobreza, que desarrollan a su vez métodos de lucha no tradicionales, como los ‘cortes de ruta’. El movimiento de los ‘cortes de ruta’ se puso en práctica a partir de la segunda mitad de la década del 90′, fue ganando en masividad y presencia, y se extendió desde la periferia (Patagonia, Noroeste), hacia el centro del país, hasta convertir al Gran Buenos Aires en su ámbito más gravitante.

Esas agrupaciones tendieron a evolucionar de tres maneras diferentes: a) El acercamiento con el movimiento obrero tradicional, a través de la formación de agrupaciones y federaciones que se afilian a las centrales obreras (Federación de Tierra y Vivienda a la CTA, Corriente Clasista y Combativa a ciertas líneas de la CGT), b) El mantenimiento de una acentuada autonomía, por lo que las respectivas agrupaciones de trabajadores desocupados no mantienen vínculos orgánicos con ninguna organización fuera de su campo, relaciones que a menudo rechazan expresamente, como los identificados como MTD (Movimiento de Trabajadores Desocupados); c) Una relación de subordinación, informal pero fuerte, con alguna organización política de orientación radicalizada, como es el caso del Polo Obrero o el Movimiento Territorial de Liberación, entre otros.

Todas esas modalidades parecen en principio compatibles con el avance hacia mecanismos de articulación con grupos representativos de otras clases sociales, que amplían el espacio de la protesta, como sectores de capas medias golpeados por la crisis, movimientos de Derechos Humanos, organizaciones de profesionales, agrupamientos de intelectuales, movimientos estudiantiles, organizaciones de pequeños productores y empresarios. Los movilizados, tengan trabajo o no, asumen la identidad de trabajadores (desocupados en el segundo caso), lo que suele combinarse con modalidades de organización de base territorial, que junto con el pedido de puestos de trabajo o subsidios para la desocupación, levantan reivindicaciones ligadas a la ocupación de tierras o edificios para vivienda o para utilizaciones comunitarias.

De todas maneras, esa vuelta a la organización y a la movilización, con la gradual recuperación de la idea de participación ‘permanente y organizada’ en la vida política, está en la base de una puesta en crisis del modelo de democracia meramente procedimental, basada en el consentimiento pasivo y resignado, sobre el fondo de una amenaza de represión siempre presente. Y ello implicaría una revitalización de la idea de democracia como ‘gobierno del pueblo’, tendiente a rebasar los márgenes de una representación política hecha a la medida de la neutralización de las clases subalternas, y a desacatar los estrechos límites colocados por la ‘gobernabilidad’. Lo que no puede desvincularse de la idea de que una sociedad mejor es posible, de que no es justo ni aceptable que la explotación, la marginación y la alienación presidan las relaciones humanas.

V. La situación actual. Algunos apuntes a modo de conclusión

Es en ese cuadro signado por la crisis económica, social, política y cultural, que el presidente Néstor Kirchner llegó al gobierno, en mayo de 2003. Lo hizo con un porcentaje de votantes escaso, bastante por debajo del 25%, y luego de que el retiro de su rival (el ex presidente Menem) en la segunda vuelta, le impidiera convalidar su designación con un porcentaje mucho mayor. Ese gobierno emanaba de un proceso electoral tortuoso, regido por normas discutibles en su concepción y aplicación, pero que al optar la mayoría de la ciudadanía por votar en esas elecciones, allegaba un principio de reconstrucción de la legitimidad. Ya en la campaña electoral, las propuestas de los candidatos se habían dividido en dos: Las que proponían seguir con políticas de libre mercado y ajuste fiscal, aplicando la represión que fuera necesaria para restaurar el ‘orden’ (que hay que recordar, lograron más del 40% de los votos a través de las candidaturas del ex presidente Menem y el ex ministro López Murphy), y las que apuntaban a producir gestos y propuestas que se diferenciaran en alguna medida significativa de las políticas seguidas en la década y media anterior. Entre estas últimas se contaba la de Kirchner, si bien con tintes no muy audaces. El gran empresariado y otros factores de poder, políticamente confundidos y en trance de reorganización interna, tendía a simpatizar con los candidatos más conservadores, pero albergaban serias dudas acerca de que las propuestas de reinstaurar en todos sus alcances el «orden neoliberal» pudieran lograr requisitos mínimos de «gobernabilidad».

El gobierno de Néstor Kirchner no puede comprenderse si no es a partir de la consideración de los hechos de 2001 y 2002. El opaco candidato se convirtió en un mandatario resuelto a impulsar cambios importantes y a recomponer a pleno la autoridad presidencial. Toda su gestión puede ser válidamente interpretada como una tentativa de respuesta, de una parte de la dirigencia política y el empresariado, a las demandas trazadas por la rebelión popular, a partir de una conciencia compartida acerca de la gravedad de la situación, y la necesidad de proponer soluciones que pudieran aparecer como innovadoras. Es claro que esta respuesta se plantea acotada en sus objetivos y ‘desmovilizante’ en su modalidad de aplicación. Su finalidad central no es producir un cambio fundamental en las características de la democracia argentina, ni una reversión drástica del proceso de concentración de la riqueza y de deterioro del nivel de vida popular, sino la restauración de la ‘gobernabilidad’, el recuperar la idea de unas instituciones políticas eficaces, que puedan aparecer como guiadas por el bien común, al tiempo que se plegue a límites ‘tolerables’ la contestación activa y movilizada que se había desplegado en los años 2001 y 2002.

En cuánto a sus políticas económicas y sociales, el gobierno se ha abstenido cuidadosamente de producir ningún cambio drástico, de verdadero alcance estratégico. Ni el muy regresivo sistema tributario, ni las concesiones de servicios públicos y explotación de recursos naturales al gran capital, tampoco el destino del gasto público del estado nacional, han sufrido transformaciones radicales. El programa de realizaciones prácticas del gobierno Kirchner en esos terrenos sigue signado por la preocupación por incrementar los ingresos, mantener el gasto en términos compatibles con un importante superávit fiscal, pagar puntualmente la deuda con los organismos internacionales, y sostener una buena relación con la generalidad de las grandes empresas y conglomerados económicos que operan en el país, mas allá de enfrentamientos puntuales. La moneda depreciada y el margen para recaudar impuestos de un comercio exterior en ascenso, han sido la base del éxito de esos empeños, favorecidos por una coyuntura internacional de incremento de precios de alimentos y commodities. Sí se produjo un cambio en el tratamiento de la deuda pública con acreedores privados, manteniéndose el default  hasta producir un canje de la deuda anterior por bonos con quitas en el capital, plazos más largos o una combinación de ambas. Esto llevó a tensiones con los acreedores e incluso con algunos de los estados nacionales de procedencia de aquéllos, pero se mantuvo en los límites del reconocimiento de la legitimidad de la deuda. Al mismo tiempo, se instrumentó una posición crítica frente a las orientaciones del FMI, tanto pasadas como presentes. El FMI fue marginado del debate por el canje de la deuda en default. La política del gobierno entrañó «denunciar» los acuerdos establecidos con el organismo y cancelar los vencimientos con éste y otras entidades internacionales. Se materializó así una desvinculación de sus «recomendaciones» que no significó una ruptura.

Tomando en consideración esos aspectos, un periodista político de primera línea, comentarista del diario tradicional de la derecha argentina, no vacila en calificar a Kirchner de ‘conservador’.  Y un economista liberal, se ha referido al carácter ‘sorprendentemente ortodoxo’ de la política económica del gobierno.

El gobierno tampoco ha planteado de modo serio y sistemático la generación de nuevos mecanismos de organización y movilización popular, que pudieran aspirar a revertir el proceso de degradación de la vida democrática y darle un nuevo contenido. Más bien se orientó a ‘sacar de las calles’ al movimiento de protesta más numeroso y activo, el de los ‘piqueteros’, frente a quiénes ensayó tanto la cooptación de los sectores más ‘moderados’ como la represión selectiva de los contestatarios.  Hoy los procesados por hechos vinculados a la protesta social suman varios miles.

Lo que  se ensaya con más empeño desde el poder político es una táctica de recomposición de legitimidad. Se la centra en reforzar la idea de un gobierno receptivo a las reivindicaciones populares, y no alineado automáticamente con las demandas de los organismos financieros internacionales, los bancos o las compañías privatizadas. A cambio de un cuestionamiento al capital tildado de ‘especulativo’, de ‘extranjero’ o de ambas cosas, se propone la promoción de un capitalismo ‘nacional’ , ‘sano’, ‘productivo’, distinto del imperante en la década de los 90. Es el modo de formular en un lenguaje progresista la idea de que el movimiento social debe renunciar a cualquier impulso anticapitalista, y que la acción de gobierno declina de antemano el enfrentarse con el núcleo del poder social existente.

Es en los límites de ese improbable capitalismo de rasgos humanizados que deberían desplegarse las modestas aspiraciones de cambio y justicia social que el «sistema» podría absorber sin entrar en crisis. Por otra parte el carácter «nacional» del capitalismo pregonado se muestra compatible con el mantenimiento por las multinacionales de las principales posiciones estratégicas ocupadas en la década de los 90′, desde la producción petrolera hasta el manejo de las telecomunicaciones y la línea aérea de bandera.

La respuesta popular a estas políticas ha sido favorable, con una adhesión más bien pasiva pero firme.  La propuesta de un regreso al imperio de la ley, una negociación más firme de la deuda externa, y la colocación de ciertos límites a los abusos de parte de las grandes empresas, incluyendo las tarifas de las que proveen servicios públicos, apareció como audaz y novedosa a fuerza de lo vivido en materia de corrupción e impunidad en todos los terrenos durante las dos décadas anteriores. El gobierno nacional rescindió algunos contratos con empresas ‘privatizadas’ de gestión particularmente deficiente (el servicio de Correos, un ramal ferroviario, la compañía de agua y cloacas de Buenos Aires), impuso algunas multas por incumplimiento de obligaciones o deficiente prestación de servicios. Pese a lo limitado de sus miras y lo parcial de sus alcances, esas medidas fueron visualizados por gran parte de la población, como un ‘corte’ con la etapa anterior.

El consenso logrado por la nueva orientación de gobierno viene sirviendo, hasta cierto punto, de ‘amortiguador’ del conflicto social. A las importantes divisiones ya preexistentes, se sumaron las producidas en torno a qué actitud afrontar frente al gobierno. También ha incidido en la morigeración del conflicto el desprestigio inducido sobre ciertas modalidades de lucha, como los ‘piquetes’ y cortes de ruta.

Con todo, este consenso tiene un aire de ‘provisoriedad’ dado por la pervivencia de las causales profundas de la crisis, que se mantienen intactas. La pobreza y la desocupación han descendido con respecto a sus máximos niveles, pero en proporciones no decisivas. La desocupación está muy por debajo del porcentaje más elevado alcanzado, pero por arriba del 10% de la población económicamente activa. La pobreza por ingreso descendió desde sus niveles máximos, superiores al 50%, pero se mantiene aun por arriba del 30%. Es cierto que estos problemas quedan en cierto modo ‘disimulados’ por la fuerte reactivación económica experimentada por la economía en los años 2003, 2004 y 2005, que sigue aun en curso. Ese crecimiento allega consenso al gobierno, por más que la relación de cambio y los precios muy favorables de granos y petróleo, tengan más que ver con la recuperación de la economía que las políticas activas. Para tomar una idea del impacto del proceso de reactivación en la percepción colectiva, hay que tener en cuenta que la economía argentina venía de retroceder el 4,4% en 2001 y el 10,9% en 2002; y de allí pasó a crecer el 8,8% en 2003, el 9,0% en 2004 y el 9,2% en 2005. 

El reflujo del movimiento social no equivale, sin embargo, a derrota. La tentativa hoy en curso, de producir una recomposición de la hegemonía, absorbiendo algunas de las demandas de las masas, es a todas luces ‘hija’ de la movilización, en cuánto aspira a apaciguarla por un lapso prolongado, en base a concesiones de cierta importancia.

El ‘clientelismo’ como forma privilegiada de acción hacia las clases subalternas, en apogeo en los años 90′, tiende a perder centralidad, y hoy la dirigencia más lúcida lo ve como un modo primitivo e inseguro de dominación social. Aspira a volver siquiera en parte a políticas ‘integradoras’ susceptibles de ser una base material estable para la construcción de hegemonía, lo que aparece dificultoso, al menos en el corto plazo. Esto resulta particularmente arduo, a la luz de que tanto sectores importantes del partido de gobierno, como algunos grupos contestatarios, tienen el intercambio de beneficios como una práctica fundamental, difícil de desarraigar.

Desde el gobierno se pergeñan incluso sutiles operaciones simbólicas, en que se presenta y valora un vínculo generacional, una cercanía ética, una coincidencia general de ideales con las luchas de la izquierda de los 70′ y con quiénes las mantuvieron en alto durante los períodos de tinieblas. Incluso se publicitó ampliamente que el presidente y su esposa militaron, en los años 70′ en el sector mayoritario de la Juventud Peronista, muy cercano a las orientaciones de la organización armada Montoneros. El presidente Kirchner, al afirmar ‘somos hijos de las Madres y las Abuelas’  en un discurso ante la ONU, marcó una línea en el tipo de recomposición del consenso en que se halla comprometido el mandatario, no exenta de raptos de audacia, sobre todo en el plano simbólico y discursivo, mucho más que en la distribución efectiva del poder y la riqueza. Ya no es la actitud del puro conservadurismo, de la imposición del miedo a cualquier cambio, de la promesa de sepultar la sociedad argentina anterior a los años 90′, sino la de innovar en línea con los objetivos y valores, largo tiempo sepultados, de la generación de los últimos 60′ y primeros 70′.

Se busca asimismo modificar parcialmente la lógica que presidía el aparato estatal, sin romper con ella, ni alterar su ‘núcleo duro’, pero al menos volverse a mostrar ‘receptivo’ hacia las demandas populares. Y por tanto, apunta con más fuerza a la recomposición del consenso, si bien no a variar la subordinación al gran capital. A lo sumo se reorienta hacia sectores más ligados a la producción agrícola e industrial en gran escala que a los servicios y la especulación financiera; en línea con un conflicto al interior de las clases dominantes que se manifestó con fuerza a partir de la segunda mitad de los 90′, luego del consenso inicial desatado por las políticas liberalizadoras y las privatizaciones. Y busca tejer una alianza con las fuerzas más cercanas a las capas medias ilustradas y progresistas de las grandes ciudades. Al mismo tiempo que continúa apoyándose en el Partido Justicialista, al cual pertenece y que no vacila hoy en ofrecerle apoyo como durante diez años lo hizo con Carlos Menem, constituyéndose a ojos vistas en una maquinaria de poder sin ideología ni principios éticos, pero hasta ahora eficaz a la hora de allegar recursos y votos, tal como volvió a demostrarlo en las elecciones legislativas de octubre de 2005.

En suma, pese a la salida del momento más agudo de la crisis, la  mejora parcial de algunos indicadores sociales, y la recomposición en el plano simbólico efectuada por el gobierno para reanudar vínculos con sectores volcados a la ‘antipolítica’ o a posiciones de izquierda, todos los problemas estratégicos siguen en pie. Uno de ellos es el de la necesidad de cambio radical de la democracia realmente existente en nuestro país, con sus partidos políticos en ruinas, su dirigencia política desprestigiada y su ciudadanía mutilada.