O inventamos, o erramos.
Simón Rodríguez
El Frente de Todos se encuentra atravesado por una serie de discusiones respecto a las prioridades de la agenda gubernamental, las negociaciones con el FMI, la crisis social, el trabajo, la seguridad interna, la comunicación y las diferentes orientaciones respecto al desarrollo económico futuro. Estas son algunas de las problemáticas que tensionan desde su interior, y que tienen como actores centrales a la oposición y sus mandantes, los grupos concentrados.
Una de las consecuencias de la forma en que se establece el debate público en la actualidad es que impide que el gobierno asuma una diferenciación respecto de la agenda impuesta por el juntismo, los poderes concentrados, el establishment especulativo y las propaladoras mediáticas ancladas en la trifecta mediática. En el centro de las preocupaciones públicas, el Frente de Todos ha ubicado –por distracción, concesión o ingenuidad– al acuerdo con el FMI, sin tomar conciencia de que dicho eje de debate sustituye y oculta las dimensiones prioritarias de las grandes mayorías sociales.
Esta jerarquía temática no interpela. Nos exige referirnos y trabajar en forma perentoria por las preocupaciones cotidianas que afligen el devenir cotidiano: la soberanía alimentaria (el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas y estrategias sustentables de producción, distribución y consumo), la inflación, la ocupación laboral, la salud, la educación, la seguridad y el acceso a la vivienda. Hablar permanentemente de la deuda dejando estos temas básicos como sobreentendidos es asumido como el abandono de los compromisos asumidos en 2019.
La sociología histórica muestra con claridad que la confluencia hacia el centro, es decir la indiferenciación de las agendas y las coincidencias de las prioridades de los gobiernos populares con las variopintas derechas, sólo contribuyen al desánimo, la desmovilización y la generación de descreimiento en la política como espacio de resolución de conflictos al servicio de los sectores populares.
Si el gobierno exhibe ante la sociedad su preocupación central por el acuerdo –más allá de la evaluación de su relevancia en sí–, está remitiendo un mensaje coincidente con el interés de los actores corporativos. Esa escena, en forma expresa, excluye la sensibilidad y la demandas del núcleo duro de sus votantes, que pretenden escuchar propuestas de leyes y debates en torno a sus acuciantes situaciones económico-sociales más que negociaciones en Washington.
Esa tematización confluyente –entre el Frente de Todxs y el juntismo– priva a los sectores populares de identificación y de entusiasmo empoderante. Si el gobierno no exhibe alternativas frente a la crisis que lo diferencien abiertamente de la derecha, y sólo se dedica a postular o administrar el devenir macroeconómico, estará dilapidando una gran parte de su capital político, tanto social como electoral.
Uno de los ejemplos más actuales se pone en evidencia en relación con el congelamiento de precios de la canasta básica alimentaria. Mientras el secretario de Comercio Interior, Roberto Feletti, insiste en defender el poder de compra de los sectores populares, el ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, busca enviar mensajes tranquilizadores a los productores y exportadores respecto a que no se limitará su capacidad de generar divisas (útiles para pagar a futuro el endeudamiento externo).
Mientras el primero intenta desacoplar los precios locales de los internacionales (a través de congelamientos, acuerdos consensuados o potenciales retenciones), Kulfas busca apaciguar al establishment para transitar sin sobresaltos hacia el buscado acuerdo con Kristalina Georgieva.
Esa misma contradicción aparece en torno al incremento del precio de la carne, que superó los mil pesos durante la última semana, al equipararse el valor internacional en dólares al valor local. Sectores del Frente de Todxs insisten que la única forma de negociar con los 220.000 productores y los 4.000 matarifes e industriales es limitando las exportaciones y obligando a aumentar la oferta local a precios acordes a las posibilidades de los consumidores.
Para enfrentar o disciplinar a esos actores económicos –que han desarrollado desde 2008 una gran capacidad de movilización mecanizada, pretendidamente autóctona, con tractorazos y lock-outs empresariales incluidos– se requiere una fuerza social movilizada, por lo menos equivalente a la propagandizada por quienes promueven el desabastecimiento. No puede aceptarse la autocensura de la movilización popular por temor a la condena de las propaladoras mediáticas.
Prioridades
Otra de las alternativas planteadas por especialistas ligados a diferentes organizaciones del FdT, que discrepan respecto a las decisiones llevadas a cabo desde el Ministerio de Economía, recomienda la progresiva sustitución de la comercialización de carne fresca en supermercados para que sea únicamente expedida por parte de las 45.000 carnicerías de cercanía, que se verían obligadas a competir por precio y calidad en el marco de haciendas menos condicionadas por la remarcación de las grandes cadenas.
El intento denodado del gobierno por congraciarse con las grandes patronales de la carne, maíz, soja, trigo y girasol contribuye a desbalancear la puja distributiva a favor de quienes buscan en forma permanente la dolarización, la devaluación de la moneda, el acuerdo sumiso –y ortodoxo– con el FMI y el debilitamiento del gobierno.
A pesar de estas evidencias, se busca responsabilizar a la actual gestión de la inflación como producto de la emisión monetaria, sin hacer referencia alguna a la denostada puja distributiva, consistente en la capacidad para definir precios oligopólicos sin tener que pasar por el tamiz de competencia alguna. Los debates sobre la emisión excluyen de la agenda pública la voracidad de quienes transforman sus beneficios en divisas, las transfieren hacia sus casas matrices o las diluyen en oscuras transacciones orientadas a abultar la fuga hacia destinos varios, incluso las guaridas fiscales.
Los empresarios que forman la Asociación Empresaria Argentina (AEA) y/o el patronato de la Unión Industrial Argentina (UIA) exigen un acuerdo con el FMI –entre otras cosas– porque necesitan la continuidad de los flujos de divisas tanto para importar insumos como para acumular dólares for export. Cualquier desconexión de su centro de referencia, Estados Unidos, de su medida de valor innegociable –el dólar– o de su brújula geopolítica con sede bifronte en Miami y Washington supone un peligro inaudito.
Frente a esa realidad, señalan diferentes economistas frentetodistas, poco se trabaja para intimar u orientar a los empresarios para que sustituyan los insumos y los bienes de capital importados. En esas enajenaciones de divisas –revelan quienes buscan una política de mayor disciplinamiento de los poderes concentrados– se viabilizan, en muchas ocasiones, transacciones sobrefacturadas o subfacturadas de acuerdo a las necesidades globales de sus cadenas de valor y a los precios de transferencia más redituables, según el país y el momento.
El acuerdo con el FMI exige un recorte del gasto público, específicamente en las tarifas, motivado por la disminución del subsidio energético. La firma del acuerdo supondrá aumentos del 60 al 70% en gas y luz para los hogares, que intentarán segmentarse según los niveles socioeconómicos de una población que está devastada por la pobreza, la desocupación o la precariedad laboral. A menos que la quinta parte más rica de la sociedad pague sus tarifas incrementadas en un 700%, aparece como imposible eludir el rótulo de tarifazo a los aumentos previstos.
La reducción del gasto público, advierten quienes buscan integrar a los movimientos sociales a capacitaciones y organizaciones productivas, también limitará la posibilidad de promover programas de desarrollo laboral capaces de generar trabajo formal. Dichos programas, que están pensados para ser articulados en el marco de necesidades locales y destinados a garantizar el arraigo y el desarrollo local, exigen un financiamiento del Estado que la austeridad fiscal imposibilitará.
En la actualidad existen 6 millones de trabajadores en blanco. Otros 7 millones se encuentran atravesados por la informalidad y/o la precariedad. Y existen más de 15 millones de desocupados que requieren la asistencia del Estado para no caer en la indigencia más absoluta. Esto es lo que ha hecho el neoliberalismo desde que se instituyó como razón hegemónica desde 1976, con la salvedad de los primeros dos años de Raúl Alfonsín y los doce de las gestiones kirchneristas.
El resultado de esas políticas, que se encargaron de arrasar con la industria nacional –mediante la apertura indiscriminada a las importaciones, la instauración de la especulación financiera, la permanente evasión fiscal y la fuga– es la destrucción de un mercado laboral que en la década de 1970 tenía 4% de desocupación y menos de 5 puntos de pobreza. En la actualidad, luego de imponer las sugerencias fondomonetaristas, existen 18 millones de personas que reciben algún subsidio, dada su incapacidad para afrontar con sus recursos una sobrevivencia mínimamente digna. El neoliberalismo destruyó la estructura social argentina y –para completar su tarea– exige que el ejército de reserva de desocupados se convierta en la mano de obra cuasi esclava como condición para sus inversiones.
Frente a esta realidad, las diferentes posturas dentro del FdT consideran que se deben llevar a cabo dos soluciones alternativas: a) el tránsito gradual desde los denominados “planes” hacia una oferta laboral genuina articulada por un crecimiento económico, y/o b) la configuración cooperativa de organizaciones laborales articuladas con los recursos territoriales, capaces de confluir, de forma orientada y planificada, hacia un mercado integrado.
En ambos casos, aparece como una exigencia previa o simultánea la proliferación de pequeñas organizaciones empresariales y la desmonopolización. Y para cumplir esas tareas el Estado es imprescindible. Los grupos concentrados no se van a debilitar motu proprio para dejarle el espacio a las Pequeñas y Medianas Empresas (pymes).
Esos caminos son antagónicos a la concesión de los beneficios que se pretende otorgar a los grupos exportadores en el marco del Plan Agroindustrial anunciado la última semana. Según los trascendidos, la normativa permitirá sumar exportaciones por 6.140 millones de dólares, divisas que se orientarán al pago de la deuda. Es decir, se promueve a quienes continuarán incrementando los precios internos para que sean inaccesibles para las grandes mayorías. Y, como colofón, las divisas obtenidas se derivarán al FMI, sus referentes seguirán desgastando al gobierno nacional y promoviendo los ajustes necesarios para legitimar la mano de obra barata que posibilitaría la flexibilización laboral.
Violencia, miedo, seguridadLa estructuración de la crisis social impulsada por la lógica neoliberal –ahondada durante el macrismo– supone una pérdida sistemática de la cultura del trabajo, del nexo comunitario y de la solidaridad. Implica la imposición del individualismo egoísta, la competencia a cualquier costo, el deterioro de lo comunitario y la guerra de todos contra todos. Justamente por esos condicionamientos se transforma en una fábrica endémica de marginalidad, inseguridad, miedo. Es obvio que la pobreza per se no genera delito.
Pero la combinación de la marginalidad, la inequidad, la estigmatización social y la segregación territorial en guetos se consolida como un espacio oportuno para su detección y exhibición. Su contracara es la opacidad de los extraordinarios delitos de guante blanco (como la evasión, el endeudamiento y la fuga), que se presentan a sí mismos –con ayuda de blindajes propagandísticos asociados– como inexistentes por el solo hecho de ser invisibilizados.
En ese marco, la comunicación asociada a las corporaciones utiliza el delito para multiplicar la violencia social, instituir como enemigos internos a los pobres y a los precarizados (o a los mapuches) y convocar a la represión. Atravesadas por esa realidad de inseguridad y de violencia cotidiana –cimentada por el neoliberalismo–, las grandes mayorías sociales sólo piden un orden que las libere de los hurtos cotidianos, de la inseguridad callejera, del robo del celular que le aniquila el salario de dos meses.
Frente a esa punzante realidad, una gran parte de los discursos populares permanecen relegados: quienes más sufren la violencia son los sectores más empobrecidos, que no cuentan con seguridad privada, ni con alarmas, ni con policías que les hagan sentirse protegidos. Que transitan por espacios públicos donde son asaltados, o son víctimas de situaciones de intimidación –obscenamente retratados por la trifecta mediática– sin que se les ofrezca un discurso empático frente a su espanto.
La derecha, de esa manera, se ofrece como la protectora de las víctimas y la que busca perseguir a los victimarios. La operación simbólica es tan eficaz –gracias a la ingenuidad del discurso popular– que las banderas de “la Ley y el Orden” quedan asociadas a los mismos sectores que impusieron la inequidad, la marginalidad y la pobreza multiplicadoras de la delincuencia.
En ese marco aparece como apremiante la construcción de un discurso –congruente con una práctica– que ofrezca seguridad ligada a la sociedad civil. Que se oponga tanto al punitivismo brutal e infantil como a su respuesta automática y defensiva, que es percibida por las víctimas como indiferencia o desidia. El temor es una de las experiencias sociológicas más pregnantes y ha sido siempre un argumento maximizado por las derechas más crueles.
La seguridad debe expresar un compromiso prioritario con lxs trabajadorxs: regalarle “la seguridad” a quienes produjeron –con sus políticas– la violencia social institucionalizada (producto, sobre todo, de la destrucción del trabajo) es suicida. La precariedad y el miedo son la combinación más eficaz para quebrar el vínculo que articula las políticas de inclusión con los referentes populares.
Otra de las discusiones que se tramitan dentro del FdT se vincula con lo que se describe como una crisis de representación. La derecha inventa en forma permanente nuevas figuras. Muchas de ellas las recluta del mundo del espectáculo (Amalia Granata), de profesiones marketinizables (Facundo Manes) y/o entre periodistas reconocibles mediáticamente (Martín Tetaz). Este mecanismo impone novedad e ilusión, basado en la sola irrupción de nuevas figuras. Los proyectos populares tienen modelos de promoción política que no atienden esta situación, dejándole el terreno libre de la esperanza (sobre todo ante la porción de población menos politizada), que es fácilmente seducida por lo innovador.
Las grandes mayorías acompañan a quienes muestran una clara decisión de defensa de sus intereses y al mismo tiempo son una cantera de esperanza y sueños compartidos. En 1821, José de San Martín, luego de ser nombrado “Protector de la libertad del Perú”, decretó el no pago de la deuda externa de ese país. En los documentos justificatorios de esa decisión se argumentaba que dicha deuda era lesiva de los intereses de sus habitantes: había sido convenida sin su autorización y no había implicado beneficio alguno para el pueblo.
La decisión del Libertador formó parte de un conjunto de decisiones políticas que el historiador Jeff King nominó como “deudas odiosas”, contraídas contra los intereses de los pueblos. Ese antecedente no implica, necesariamente, la convocatoria a descartar la negociación con los organismos multilaterales. Sólo nos ubica –y nos empodera– sobre la historia del coraje necesario que requieren las grandes empresas soberanas para liberar a los pueblos del yugo que imponen las lógicas imperiales para impedir nuestra libertad.
Jorge Elbaum. Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, columnista de Elcohetealaluna, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)
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