Celebro el advenimiento de una renovada oportunidad para ejercer la crítica y la memoria; pero desdeño la noción de festejo sin reflexión, de alegría sin destinatario, de unión reglada por un régimen de ideas dominantes que pretenden seguir siendo dominantes. El Bicentenario del que tanto se habla lleva la carga del dolor y la desigualdad; […]
Celebro el advenimiento de una renovada oportunidad para ejercer la crítica y la memoria; pero desdeño la noción de festejo sin reflexión, de alegría sin destinatario, de unión reglada por un régimen de ideas dominantes que pretenden seguir siendo dominantes. El Bicentenario del que tanto se habla lleva la carga del dolor y la desigualdad; del desierto conquistado y de los brazos caídos, tirados y pisoteados.
Mi reflexión será un aliento y a la vez una crítica: no sé qué es Argentina; no sé ni quiero saberlo. Si la historia (y sobre todo la historia oficial) demarca las fronteras de un país, entonces no soy argentino, no me siento argentino y con todas mis fuerzas, madre mía, no quiero ni jamás pretenderé serlo. Me parece que la demarcación arbitraria de nuestras fronteras selló la sangre de muchas personas; hilvanó desgracias y desolación; guerras y expropiación; encumbraron el deseo y la ambición ciega: el poder y los negocios: la patria y la tierra; el campo, las libras y los dólares; el espíritu de nación y el feroz maniqueísmo periférico.
Lo repito una vez más: la segregación geográfica es otra manera de dominio. Es un discurso abstracto, genérico. Y por eso, válgame, uno de los más redituables. En nombre de unas fronteras abstractas, de un terreno vacío y despoblado se cometieron innumerables masacres, innumerables asesinatos, innumerables negocios. Los que dividen y mesuran el tiempo son parte de esta masacre; los que escriben «Bicentenario» envuelto en una bandera de colores celeste y blanca son parte de la masacre y pretender seguir masacrando.
Pero no intento ser necio: entiendo qué es la Argentina. Es decir, la Argentina no es nada. Está -como todas las cosas- cargada de valor a través de nuestro lenguaje y de nuestras supuestas vivencias en común. Y nuestro lenguaje y nuestras vivencias están cargados de valor por quienes dominan nuestro lenguaje y por quienes socializan nuestras vivencias desde los centros de saber, desde las instituciones y los medios de comunicación. Patria, Nación, Crecimiento, Democracia, Igualdad, Espíritu Santo, y cuantas palabras traten de equiparar falsamente a los seres humanos son (y serán) los estigmas de esos seres humanos. Nacimos para escuchar. Escuchamos para repetir. Y repetimos para mantener.
La Argentina, en mi humilde entender, es mantener.
El «crisol de razas» -la mezcla y la unicidad de las culturas, las costumbres y las tradiciones, los rostros y los rituales, las supercherías y las religiones- no merece ser unificado. No merece un nombre en común. El nombre en común está usado para dominar. Para que unos sean y otros no sean. Para que unos tengan y otros no tengan. Para que unos entreguen y otros se apropien.
Argentina nació bajo la apropiación; «se» independizó para ser dependiente; para que dominaran los que no dominaban y para que siguieran dominando los que antes dominaban; un intercambio político y económico que bajo la ilusoria palabra de la patria, bajo la ambigua demarcación territorial funcionó para herir y mutilar y para sacar sin repartir. No puedo pensar estos 200 años como una unidad; ni puedo pensar en la Argentina como algo distinto de quienes cargaron de sentido la palabra Argentina. No puedo pensar en un asado sin pensar en los que no comen; y no puedo pensar a la Argentina sin pensar en quienes sacrificaron (sin saberlo ni quererlo) su pellejo, y sin recordar a cada instante los intereses pantanosos de la clase dominante (con perdón de la palabra).
Quizás, algún día, el significado de la palabra Argentina vaya a cambiar y a significar experiencias mucho más prometedoras. Pero creo que ese día está lejano, casi tanto como unas tierras sin agrotóxicos ni alimentos transgénicos, sin el largo aliento de la contaminación y la explotación, sin la muerte de unos muchos para el placer y el poder de unos pocos. Cuando ese día llegue -si es que llega, y yo creo que va a llegar-, cuando ese día llegue va a ser hora de que nos olvidemos de la palabra Argentina. Ese día mejor será tirarla a la basura y encontrar otra nueva. Que no contenga a Roca ni a Cavallo, a Inglaterra y Estados Unidos, a Bunge y a Grondona, a la Liga Patriótica y la UCEP, a Uriburu y Videla, a Mitre y Menem, que no contenga, en resumen, ningún tipo de neocolonialismo. Y por supuesto: que no contenga, en su significado, la noción de patria y nación, ni menos que menos las nociones de progreso y evolución.
Y mientras tanto en estos días festejamos 200 años de dependencia. Me pregunto, casi con desgana, y con la clara intención de caer en el cliché retórico: me pregunto, entonces, quiénes destinarán sus brazos para hacer la torta y quiénes se tomarán el honor de comerla y de contarnos qué tan rica estaba
Pablo Gowezniansky, estudiante de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires
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