“Toda relación de ‘hegemonía’ es necesariamente una relación pedagógica y se verifica no sólo en el interior de una nación, entre las diversas fuerzas que la componen, sino en todo el campo internacional y mundial, entre complejos de civilizaciones nacionales y continentales”
Antonio Gramsci
“(…) el espectáculo no es ese producto necesario del desarrollo técnico (…). La sociedad del espectáculo es, por el contrario, la forma que elige su propio contenido técnico. (…). El aislamiento funda la técnica, y el proceso técnico aísla a su vez”
Guy Debord
Por uno u otro motivo, desde uno u otro ángulo, en nuestro último lustro y en este fatídico 2020 en particular, la configuración, sentido y función de la escuela en general, y de la docencia en particular, se ha ido puesto nuevamente en debate. Un debate que más allá de exabruptos puntuales y demás, se encuentra articulado por el doble eje de la inclusividad y la informatización educativa. Y haciéndonos ecos del mismo, en esta nota pretendemos aportar algunas coordenadas teórico-políticas que coadyuben a la reflexividad crítica respecto de sus supuestos e implicancias.
A tales efectos, y a modo de introducción, adelantamos que la misma se divide en dos acápites generales, uno de carácter teórico-general, y un segundo donde nos adentramos en la especificidad histórico-concreta de la situación actual de la educación y la docencia cordobesa.
SOCIEDADES POST-INDUSTRIALES E INCLUSIÓN EDUCATIVA
1] ¿En qué consiste el denominado “paradigma de la inclusión”, o cuáles son las características generales que lo definen?
Se trata de la configuración política de un estado de responsabilidad social, o de una sociedad civil responsabilizada; de la provocación e instrumentación político-administrativa de “las fuerzas morales” de la sociedad (el apostolado docente, la responsabilidad familiar, la filantropía cívica, la previsión individual, las industrias de la inclusión –más la inclusión financiera, etc.), para garantizar “la inclusión” de un conglomerado heterogéneo de sujetos excluidos.
2] ¿En qué consisten, pues, las denominadas “políticas de inclusión”, o cuáles son las características generales que, asimismo, las definen?
Las políticas de inclusión no apuntan tanto a la modificación de las condiciones materiales de existencia, de vida y de trabajo, sino que, antes bien, procuran el involucramiento y la responsabilización de diferentes sectores sociales, en la lid cívica, caritativa o deontológica, contra los males socio-culturales que de aquellas emanan, y a las cuales corresponden.
3] ¿Cuáles son las implicancias que “el paradigma de la inclusión” supone para el trabajo docente?
La implementación teórica y práctica del “paradigma de la inclusión” ha significado un in crescendo de la explotación laboral, adicionándole responsabilidades de cuidado y contención, e implicando las dimensiones morales y afectivas de la subjetividad docente en la legitimación cívica de su propio “sacrificio”, “entrega” o autoexplotación. A más de ello, la docencia se ve sobrecargada con dibujos administrativos destinados al falseamiento de la pauperización pedagógica.
4] ¿Cuáles son las implicancias que “el paradigma de la inclusión” tiene para los sujetos de la educación en general?
De una parte, la focalización en las “personas con discapacidad” tiende a generar, como contraparte, una exclusión pedagógica de los sujetos pedagógicos “normales” (más o menos “vulnerables”). Y, de la otra, el énfasis en la contención y el cuidado, redunda en una exclusión relativa del propio proceso pedagógico como tal. Lo que la inclusión excluye, en este sentido, es, efectivamente, el proceso de enseñanza-aprendizaje de los sujetos pedagógicos así incluidos.
5] ¿Cuáles son las articulaciones socio-políticas del “paradigma de la inclusión”? ¿Cuáles las determinaciones histórico-políticas de definen su carácter?
El denominado paradigma de la inclusión social –a cargo de las instituciones educativas; familia, escuela, ong’s- ocurre y opera con y a través de una articulación contradictoria (dialéctica, vale decir), con los procesos sociales de exclusión (económica y/o cívica) consustanciales a las dinámicas económico-políticas imperantes, al menos desde la segunda mitad del siglo pasado.
Para una nueva sociedad hace falta un nuevo sistema educativo, para un nuevo sistema educativo es necesario una nueva sociedad. Ambas problemáticas se anudan en la lucha sindical docente, por recuperar sus organizaciones, y por resignificar su actividad político-pedagógica.
SOCIEDADES POST-INDUSTRIALES Y FORMACIÓN EDUCATIVA
En tanto dispositivo político-pedagógico ligado a la configuración de la modernidad civilizatoria, la emergencia y/o el acaecer de la escolarización (masiva) significó toda una revolución onto-genética, un salto cualitativo dentro del proceso filo-genético de hominización. ¿Y en qué consiste esta revolución? Consiste, fundamentalmente, en la internalización cognitiva de instrumentos culturales. La escuela, en tal sentido, pude concebirse como una formidable maquinaria socio-política, dispuesta para logar la internalización masiva y singularizada, a la vez, de los más diversos instrumentos culturales. Más todavía, el trabajo escolar es el que ha producido al cerebro y/o a la mente humana como una formidable máquina capaz de internalizar una creciente diversidad de instrumentos culturales. La escolarización se revela, de tal modo, como parte fundamental en el diseño del desarrollo humano, no como una instancia que sólo reprime, sino que produce, que genera o desarrolla nuevas capacidades. Mas la represión es también un momento de la producción, que posibilita, por ej., la sociabilidad. Y será la combinatoria “civilizatoria” de tales dimensiones las que irán definiendo a la forma escuela en tanto que dispositivo de disciplinamiento (negativo-positivo) de los sujetos sociales; la preeminencia de uno u otro aspecto nos dará el perfil general de los proyectos institucionales, en su articulación configuracional del sistema educativo en vigencia en algún momento histórico-políticamente dado.
Actualmente, cuando asistimos a una presunta tendencia hacia la desescolarización del conocimiento, la escuela parece verse reducida a un mero espacio de socialización y/o contención social, pero “el conocimiento” se daría en otros ámbitos. Lo cual supone quitar a la escolaridad su positividad pedagógico-política, viéndose reducida, en el mejor de los casos, a una “educación en valores” en que las instancias represivas se ven sublimadas a través de prácticas diversas de gimnasia afectiva o emocional, y de promoción de las “virtudes cívicas”.
En una mundanidad tan mediatizada tecnológicamente como la nuestra, parece difícil descubrir “el atractivo” educativo que pudiera tener esta escuela para quienes de una u otra manera se encuentran forzados/as/es a concurrir a ella. Urge, en tal sentido, replantear la funcionalidad actual de la forma escuela, recuperando, actualizando y restituyéndole aquella dimensión de positividad pedagógico-política que se la ha ido sustrayendo de uno u otro modo.
Quizás debamos reasumir la escolaridad como una formación de atelieres científicos donde la hiper-realidad que nos atraviesa pueda ser meditada, tematizada, problematizada, desnaturalizada, etc., pues se trata, en general como una realidad dada e impensada.
La escuela podrá recuperar, tal vez, su sitial, en la medida en que la docencia (re)asuma sus funciones crítico-culturales y, por tanto, también políticas de:
* elevar los saberes dóxicos, al nivel de los conocimientos epistémicos. Esto es, vincular la asimilación experiencial, con la investigación metódica y racional.
* proponer, asimismo, andamiajes teoréticos que permitan una comprensión más compleja y elevada, de los procesos y dimensiones de la vida social en general.
* propiciar la asimilación crítica y reflexiva del flujo de información social, incluso de aquella que circula en los diferentes ámbitos y niveles del sistema educativo.
* auspiciar, por tanto, instancias de tematización y problematización continua de tópicos arraigados, verdades establecidas, prácticas impensadas, etc.
* estimular el espíritu crítico, es decir, la de educar en la insumisión reflexiva a los sujetos dóciles e indóciles que atraviesan las diversas áreas y niveles del sistema educativo.
Y es precisamente esta función cultural de la docencia, la que hace a las escuelas (y de allí en más), una instancia irremplazable en la asimilación de “la información” y “el conocimiento”. La escuela, en tal sentido, es, o ha de ser, el ámbito social donde se propicia el desarrollo gradual de “la inteligencia”. La educación escolarizada, en todos sus niveles, resulta(rá), de tal manera, en el andamiaje socio-cultural para la formación de, al menos, la masa crítica de la intelligenzia cívica y profesional de un país, patria, nación, o lo que fuera.
La escuela, lato sensu, (ya) no sería, o (ya) no ha de ser, por tanto, un mero enseñadero enciclopedista, o una instancia privilegiada de transmisión de la cultura. No, la escuela es, o ha de ser, un metadispositivo de asimilación crítica y reflexiva de la transmisión cultural.
Claro que la escuela funciona y funcionará, asimismo, como una instancia fundamental de la integración, la inclusión y la igualación social (socialización), en tal sentido, el metadispositivo escolar se despliega, o se ha de desplegar como una instancia de nivelación no homogeneizante, toda vez que apunta a lograr la unidad en la diversidad del conjunto de la ciudadanía.
La docencia, por fin, no ha de devenir en mero agente de la cibernología empresaria, o empresario-estatal. Las escuelas deben ser reivindicadas como eslabones de un sistema de educación pública no estatal, al mismo tiempo que autónomas e insumisas frente a los imperativos categóricos del mercado, y las demandas utilitaristas del mundo empresarial.
Y es en razón de todo ello que a la docencia le urge reencontrarse como gremio, recuperando su organización sindical y llevándola más allá de sus meras funciones corporativas. Sólo a través de un proceso de recuperación tal de la agremiación docente, es que el magisterio y el profesorado recobraran un sentido político-cultural activo, redescubriéndose así la docencia toda, en general, como instancia de subjetividad activa de los procesos socio-pedagógicos, más que como una mera agencia de procesos de hegemonía que (la) subalternizan (en) su labor.
CUARENTENA, CORDOBESISMO Y ESTATUTO DOCENTE
Con la cuarentena como excusa, y aprovechando la desmoralización/desmovilización docente lograda y sostenida por la conducción gremial, el oficialismo cordobesista lanzó una reforma del estatuto docente que, acompañando a la paulatina incorporación de los nuevos regímenes académicos, junto a la jerarquización profesional de las escuela PROA (Programa Avanzado de Educación con énfasis en TIC) y de los PIT (Programa de Inclusión/Terminalidad de la Educación Secundaria), apunta a situar a la educación pública en general, y a la función docente en particular, en el vértice/vórtice de las coordenadas histórico-políticas en el que se cruzan las temáticas/problemáticas de la inclusividad (educativa) y la informatización (de los procesos pedagógicos). El carácter tecnicista/tecnocrático con el que ha sido planteada la novísima reforma del estatuto docente, se comprende cuando se la encuadra o inscribe en esta diagramación.
Esta será la tan mentada “nueva normalidad” que espera a la docencia (cordobesa) a la vuelta de la esquina, una combinación de presencialidad-virtualidad en la que se verán sometida a una flexibilización laboral aún más aguda que la de la mera virtualidad del año en curso, y en la que será continuamente interpelada por sus inspecciones y personal directivo, para desarrollar una “innovación” continua de sus habilidades didáctico-pedagógicos, en aras de contener a sus estudiantes y mantenerles “enganchados/as/es” en, o por el sistema educativo.
Y así como durante el corriente año, el sostenimiento del vínculo pedagógico se plasmó en la configuración (teletrabajo mediante) de un sistema de educación-espectáculo -en el que la atomización física de docentes y estudiantes se sostuvo gracias a su conectividad virtual-, la “nueva normalidad” que se avecina, parece condenada de antemano a reproducir a mayor escala las miserias de una presencialidad (donde el burocratismo suple a la labor pedagógica) y una virtualidad (donde la construcción áulica de situaciones pedagógicas se transforma en mera representación) sobredeterminadas por un “pedagogía de la inclusión”, cuya expresión material más gráfica, al menos en esta provincia, es la de las nunca bien ponderadas aulas-contenedores.
Hete aquí, pues, la clave que nos permitirá comprender el carácter y la significación histórico-política de la reforma del estatuto. Y es que cuando no se pone el menor empeño en mejorar las condiciones materiales del trabajo docente, y se interpela a la docencia en la necesidad de su “profesionalización” y “jerarquización” (continua), se parte y se retroalimenta la falacia fértil (en términos de negocios de “formación” y de disciplinamiento profesional) de que los problemas de la educación derivan del “compromiso” y la “vocación” docente, de su buena voluntad, etc.
Entiéndase pues que el actual énfasis en la formación docente (continua), más allá de su evidente sentido venal -de la que participa inclusive el propio gremio-, apunta a un disciplinamiento pedagógico-didáctico (moral) de los saberes, mediante la cual la reflexividad-crítica y la indagación-reflexiva, habrán de verse subsumidas en la faena de transmitir saberes y facilitar “aprendizajes”. La pedagogía y la didáctica, se verán reducidas, de tal modo, y más aún, a meras correas de transmisión de un curriculum oculto que, excusa de los derechos de la niñez mediante, degrada la labor docente (rebajándola a una mera función transmisora/facilitadora/contenedora), la responsabiliza de la suerte de sus estudiantes (abocándola al mero sostenimiento de sus trayectorias pedagógicas, y situándoles como garantes exclusivos de las mismas) y precariza sus condiciones de trabajo (exigiéndoles más y más flexibilización -con la innovación como eufemismo-, así como un mayor compromiso moral/social en el sostenimiento del sistema educativo).
Un ejemplo patético del éxito de tal dispositivo moral de subjetivación de la docencia, lo fue el mensaje con el que incluso los sectores más progresistas de la misma, salieron a defenderse del bastardeo público que de su labor hiciera la inefable Soledad Acuña (ministra de educación PRO, de la ciudad de Buenos Aires). “Orgullosamente docente. Sosteniendo la educación pública en pandemia”. Nunca se vio a un gremio congratularse tan lastimosamente por sostener el in crescendo de su propia precariedad laboral. Aunque bien visto, nada tiene de raro que la docencia progresista se haya embanderado con tal consigna, dado que, en gran medida, el éxito del actual modelo/paradigma de la inclusión, se explica porque aparece nimbado por una aureola de agenda progresista que, inscribiéndose en las coordenadas histórico-políticas de la sociedad de la información/inteligencia/conocimiento, postula -actualización del mito educacionista mediante- al derecho a la educación como la gran palanca de la justicia social, por lo que el mero logro de la permanencia y terminación de las trayectorias educativas sería, asimismo, la justicia social en acto.
La contraparte necesaria de esta “jerarquización” y “profesionalización” de la docencia, por lo demás, es la continua desvalorización de sus saberes y titulaciones. Así, formación y desvalorización continua son una unidad de negocios educativos y de disciplinamiento laboral de la docencia (ISEP), que se legitima, precisamente, en los imperativos categórico-mercantiles de la sociedad de la información/conocimiento/inteligencia, tal y como lo venimos planteando.
Habría mucho más que señalar respecto a este tópico de la formación docente como sinónimo de calidad educativa (otra falacia fértil que eufemiza la sobreexigencia del personal y la degradación continua de la situación docente). Pero quizás debamos atender a que, si de formación docente hablamos, habría que procurar que el plantel docente este formado por gente licenciada en sus saberes, donde la formación pedagógico-didáctica sea un momento más, y no el saber al que se deba encontrar subordinado la formación teórica general en la materia a tratar. Contrariamente a lo que se cree, y a lo que actualmente se nos postula, el vínculo filosófico-magisterial con la asignatura, y con la enseñanza de la misma, sería muy otro, y cambiaría bastante, para mejor.
Una formación intelectual (docente) subordinada a la formación (profesional) técnico-pedagógica supone e implica un adiestramiento en el arte de facilitar la transmisión y el entendimiento de los contenidos, antes que una apuesta vocacional -aquí sí- por favorecer una asimilación-comprensiva de los mismos. Se prioriza la transmisión de conocimientos por sobre la construcción de instancias crítico-reflexivas de cogitación/intelección. Se pone el acento en una panoplia de técnicas de información de los contenidos, en desmedro del arte de propiciar una exploración/indagatoria (vocacional) sobre los mismos, que haga de los aprendizajes curriculares un algo significativo, una experiencia que atraviese, afecte o transforme la subjetividad estudiantil. En suma, la formación docente a la que se nos impele no es más que un (propedéutico) formalismo-contenidista que va en desmedro del contenidismo-formalista de la (paideica) labor docente.
Paradójicamente, todo este énfasis en la formación docente no es más que una acusada tendencia a fortalecer lo práctico-inerte (el burocratismo), por sobre lo teórico-práctico (lo pedagógico). Una tendencia que, de una parte, redunda en una infantilización pedagógico-didáctica del estudiantado, así como, de la otra, en una desintelectualización continua de la docencia. Se trata, por fin, de formar docentes más o menos informados/as/es técnicamente, pero anulados/as/es intelectivamente, una docencia que se asuma como mero agente didáctico, mas nunca como un verdadero sujeto pedagógico, pues tal posición de sujetos, sólo correspondería a “les pibis”.
INCLUSIÓN, INTELIGENCIA, EDUCACIÓN
No quisiera, por lo demás, terminar estas glosas sin señalar un par de paradojas más respecto de este devenir inclusivo-informacional del sistema educativo. Mas atendiendo a que, como se sabe, las verdades científicas son siempre paradójicas o contrarias al sentido común.
En primera instancia advertir cómo toda la prédica de la inclusividad parece conllevar una estigmatización de “la calle”, casi que como un espacio de perdición en el que tales “pibis” no deberían estar ni transitar, por lo que deberían ser recluidos en las aulas-contenedores el mayor tiempo posible. Irónicamente, lo único que se logra de este modo, es que “la calle”, en ese mal sentido, termine por invadir solapada o subrepticiamente la escuela, con todo lo que se pretendía evitar. Y es que la escuela no puede ni debe competir con “la calle”. De una parte, porque eso malo de “la calle” no es más que el síntoma de situaciones socio-económicas que la escuela no produce, pero que, en más de un sentido, contribuye a reproducir. Y, por otra, porque “la calle” también es un espacio de experiencias positivas, autónomas, creativas, de las juventudes, y que esta escuela “inclusiva”, no hace más que estigmatizar, mirando con malos ojos y con el afán de disciplinar.
En segundo término, me gustaría llamar la atención acerca de cómo, esta “pedagogía de la inclusión” arriba descrita, no solamente que no alcanza a formar “materia prima” adecuada para una sociedad capitalista postmoderna, donde “la inteligencia” y “la imaginación” son la clave para acrecentar eso que se denomina “capital humano” o “capital social” -lo que sería la clave para competir con alguna perspectiva de éxito en el mundo de las “economías creativas”-, sino que, peor todavía, toma como excusa las coordenadas histórico-políticas de la sociedad de la inteligencia/conocimiento/información para, precisamente, aumentar el disciplinamiento de “la inteligencia” y “la imaginación” docente (la escuela puede que se haya relajado, relativamente, como régimen de disciplinamiento moral de las juventudes, pero se ha fortalecido superlativamente, inclusividad mediante, en el disciplinamiento laboral de las docencias).
Por último, y acaso tal vez con un cierto sentido redundante y propositivo, no resultará superfluo, llegados a este punto, hacer notar que la verdad de la educación pública no consiste en su oposición a la educación privada, sino, antes bien, en la existencia de un sistema de educación pública no estatal; este educaría a sus miembros haciendo de ellos sujetos de la comunidad política, al convertir los fines generales de la sociedad en fines individuales; los impulsos físicos en inclinaciones espirituales; las determinaciones naturales de la especie, en libertad personal; en fin, haciendo que el individuo se goce en su ser social, y el ser social en el desarrollo singular de las personas. En cambio, la educación estatal hace de la escuela no una asociación libre de la ciudadanía para su propia educación, sino una corporación de funcionarios/as/es destinados/as/es a educarla desde arriba, pasando sólo de un sistema de escuelas más exclusivas, a otras más incluyentes.
Mas para que la organización del sistema educativo, así como de los procesos pedagógicos, puedan apuntar a la configuración de un movimiento (contra)hegemónico de (auto)educación democrático-libertaria de la sociedad (no temamos al uso del término libertario cuando el mismo se ha visto secuestrado por sectores del ultraliberalismo más rancio y conservador), la docencia como tal debería apuntar a construir su propia agenda socio-política. En pos de ello, bien haría en comenzar a comprenderse como sujeto histórico-políticamente determinado, tomar conciencia de su situación socio-histórica, y comenzar a construir una agenda histórico-política propia, sindical antes que gremial, ni partidaria ni antipartidaria, y emancipadora antes que incluyente.