No seamos cínicos. El periodismo también hace política. Hay contertulios y periodistas que son más políticos que otra cosa, siguiendo al pie de la letra los argumentarios del partido que representan, propuestos, incluso, por una agrupación política determinada para dar caña diaria.
Los medios deciden de qué se habla y cómo se habla de lo que se habla. Y desde hace varios años algunos de ellos inoculan veneno a través de periodistas que fuera de los focos presumen de que los representantes políticos pasan mientras ellos permanecen, sin necesidad de que nadie les vote en las urnas ni de agotar mandato. Ante ese veneno el presentador o presentadora muchas veces ni rebate ni cuestiona, y por lo tanto, queda, se normaliza, deja de ser escandaloso.
Demasiados canales han legitimado formatos de griterío en los que caben falsedades, tergiversaciones, gestos de desprecio al interlocutor, y otras cuestiones más sutiles pero igual o más dañinas precisamente por no ser tan detectables: simplificación, planteamientos de temas baladíes que suponen un desvío de atención en detrimento de lo importante, politiqueo frente a la Política, reduccionismos.
Es cotidiana la equidistancia en el tratamiento de noticias que dan la misma credibilidad a una afirmación y su contraria, al agresor y a la víctima. Cuento a menudo este hipotético ejemplo: imaginemos que estamos en la II Guerra Mundial y leemos en la prensa: «El rabino del gueto de Varsovia dice que los nazis están masacrando a los judíos. Goebbels lo niega». Punto final. ¿Dónde está la realidad aquí? La equidistancia ante el atropello de los derechos humanos no es el punto intermedio, es una peligrosa toma de partido. Corremos el riesgo de llegar a un momento en el que tengamos que preguntarnos: ¿Cómo pudo pasar? ¿De verdad aún no sabemos la respuesta?
Cómo pudo pasar, se preguntaron en Alemania tras el genocidio perpetrado por los nazis. Cómo pudo pasar, se preguntaron en Ruanda, después de que diversos medios –y sobre todo, la Radio Mil Colinas, condenada posteriormente por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda– inyectaran el odio en la sociedad a través de sus mensajes diarios. Cómo pudo pasar, se preguntaron en la antigua Yugoslavia, donde los medios de comunicación también jugaron su papel. Cómo pudo pasar, se preguntaron en EE.UU. después de años de racismo institucionalizado, con titulares, editoriales y columnas que justificaban el odio al negro, a la lucha por los derechos civiles, el supremacismo blanco.
Cómo pudo pasar, se preguntaron también en Estados Unidos, al analizar las andanzas de Hitler y Mussolini. Varios analistas concluyeron que incluso medios estadounidenses habían contribuido a minimizar el impacto que podría tener Hitler y a blanquear a Mussolini porque podía detener el avance de la izquierda comunista. Ernest Hemingway y algunos más, como el diario The New Yorker, rechazaron la normalización del líder fascista italiano, pero otros muchos callaron, fueron neutrales o incluso escribieron con un tono positivo sobre él.
Noam Chomsky ha mencionado en más de una ocasión un estudio de la Universidad de Massachusetts en el que en los años noventa se analizaron las posiciones de los encuestados que se informaban por televisión. Una de las preguntas que formulaban era: ¿Cuántas víctimas vietnamitas calcula usted que hubo durante la guerra de Vietnam? «La respuesta promedio fue en torno a 100.000. Las cifras oficiales hablan de dos millones de víctimas y las reales fueron probablemente tres millones o más», indica Chomsky, preguntándose qué pensaríamos de la cultura política alemana si cuando se preguntara en ese país cuántos judíos murieron en el Holocausto la respuesta promedio fuera que unos 300.000.
El poder mediático de masas tiene un dominio similar al que sustentaba la Iglesia en la Edad Media. Es la elite que nos guía, que nos sermonea, que quiere influir en cómo tenemos que ser y pensar, que confecciona consensos. Algunos medios encumbran determinados temas y entierran otros que son más urgentes, actúan como los elegidos, como los únicos que saben lo que conviene a la gente, a la que Walter Lippman llamaba el rebaño desconcertado. El grupo selecto espera que ese rebaño reaccione como mero espectador estupidizado, incapaz de entender por sí mismo, abandonando la participación y la acción, asumiendo sin crítica los postulados que se le ofrecen. No hace falta ser un lince para saber que si te tratan diariamente como si fueras imbécil, tienes más riesgo de terminar creyéndote imbécil y actuando como imbécil.
Y así, de ese modo, hemos llegado a este momento en el que se estigmatiza a quienes defienden el Estado del bienestar o se llama extremista a quienes exigen derechos esenciales como la vivienda. La supresión de derechos y libertades es percibida como la posición neutral, como la correcta. En esta neolengua propia de Orwell están llamando libertad a tomarse una cerveza en un bar, mientras se fomentan políticas impositivas que perjudican económica y gravemente a la mayoría y privilegian a una minoría. No hay libertad sin poder llegar a fin de mes, sin servicios públicos de calidad, sin justicia social. Pero ¿qué más da eso?
Aquí se está acusando de ser activista, como si fuera algo terrible, a periodistas que ejercen su oficio con una perspectiva de derechos humanos. Los acusadores son, a menudo, personas que ejercen el más dañino de los activismos: el que actúa en connivencia con determinado poder, contribuyendo incluso a realizar su trabajo sucio, blanqueando abusos, legitimando sus mensajes, presentándolo como la única fuente de información válida. Se da la paradoja de que para algunos el periodista que visibiliza violaciones de los derechos humanos es el activista. El que defiende esos abusos –silenciándolos o normalizándolos– es el neutral, manejando una única fuente de información: la oficial.
¿Cómo estamos mejor informados? ¿Viendo tertulias que son griterío puro, siguiendo programas que envenenan, o analizando los programas electorales de cada partido político? Si hacemos esto último quizá descubramos que aquellos que son presentados como adalides de la libertad son quienes más quieren recortárnosla. Y que quienes son definidos como el mismo demonio a lo mejor no son tan malos como dicen los que, desde sus tronos mediáticos, se excitan cuando mueven la batuta creyendo que siempre pueden dirigir a la plebe.
Hay periodistas en este país que afirman que nunca se han sentido presionados o censurados. Seguro que no mienten. No necesitan ser presionados. Los sillones del establishment son cómodos y reconfortantes y además, son los oficialmente neutrales. Son el lado bueno de la historia. Lo demás, activismo.
Hay épocas en las que toda indiferencia es criminal, escribió Albert Camus, y esta es una de ellas. La inconsciencia que hay en demasiados medios de comunicación puede llevarnos a una enorme oscuridad. Ya lo está haciendo. Pero los cínicos dirán que cómo nos ponemos, que no es para tanto, que no seamos tan dramáticos. Cómo se nota que no reciben los golpes, ni las discriminaciones, ni el racismo, ni la precariedad, ni la exclusión, ni conocen las consecuencias de la injusticia. No entenderán nada hasta que no les afecte a ellos. Vamos a necesitar mucha más educación, más cultura, más estudio, más conocimiento de la Historia, del pasado, de los Derechos Humanos, de la importancia del respeto.