Distintas facciones al interior del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) acaban de abrir en el seno de esa fuerza política una grieta que se puede convertir en un verdadero problema de desgaste para el gobierno de Claudia Sheinbaum.
Y es que el pasado martes 22 de octubre del año en curso, los cuatro principales liderazgos de Morena en el Poder Legislativo Federal (Adán Augusto López y Gerardo Fernández Noroña, desde el Senado; Ricardo Monreal y Sergio Gutiérrez Luna, desde la Cámara de Diputados y Diputadas) presentaron una iniciativa con proyecto de decreto por el que se busca reformar y adicionar diversos artículos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de inimpugnabilidad de las adiciones o reformas que se hagan a la Constitución federal por parte del Congreso de la Unión, en el ejercicio de sus funciones ordinarias.
¿Por qué, sin embargo, esta iniciativa, de entre el cúmulo que ya ha presentado, dictaminado, votado y aprobado hasta ahora la fracción parlamentaria de este partido en ambas Cámaras —y sin que mediáticamente se les preste demasiada atención— supone una dificultad con potencial suficiente de degeneración crónica para el gobierno federal hoy en funciones? La respuesta implica abordar distintos niveles de análisis. Pero, para llegar hasta ese punto, es necesario, previamente, ofrecer algunas descripciones generales de lo que se propuso, en la letra, en dicha iniciativa y, en cierta medida, también, de lo que se terminó aprobando en las Comisiones Unidas de Puntos Constitucionales y Estudios Legislativos el miércoles 23; es decir, apenas veinticuatro horas después de presentado el documento.
¿Qué proponía, pues, la iniciativa en su letra original? De acuerdo con el texto del documento, el fondo de la cuestión tiene que ver con la necesidad de reformar el segundo párrafo del artículo 1°, adicionar un último párrafo al artículo 103, adicionar un último párrafo al artículo 105, y reformar el párrafo primero de la fracción II del artículo 107, constitucionales. ¿El propósito? Resolver, pretendidamente de manera inapelable, dos problemas: el primero de ellos es el de la definición de la última instancia con capacidad para revisar la constitucionalidad de las propias normas constitucionales; el segundo, el de la acotación de las facultades con las que cuentan hoy tanto la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) como el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), para operar como instancias jurisdiccionales de control constitucional no sólo en lo que respecta al fondo de la materia de la que se trate cualquier tipo de Reforma o adición a la Constitución sino, además, en lo concerniente a la forma en la que se lleve a cabo el proceso legislativo en cuestión.
En los hechos, en ambos casos se trata de una iniciativa que pretende, con todas sus letras, redefinir la relación que hoy impera entre los poderes de la República, toda vez que, a través de las adiciones planteadas al texto constitucional por el Congreso, se busca frenar lo que por medio de varias tesis (algunas aisladas, otras no tanto) la SCJN ha ido ganando con el tiempo, por lo menos desde los cambios que sufrió en su composición, facultades y atribuciones desde el sexenio de Ernesto Zedillo: la capacidad de asumirse como la única y última instancia con autoridad para interpretar la letra de la Constitución, por encima, inclusive, de lo que resuelva el Poder Legislativo en tanto que Constituyente permanente y poder reformador de la Ley fundamental del Estado mexicano (capacidad, hay que subrayarlo, que no le concedió la Constitución ni siquiera con las reformas de los años noventa, sino que la Corte ha venido construyendo a fuerza de fallos ad-hoc).
Se entiende, por supuesto, que el contexto político que animó la presentación de esta iniciativa está dado por los amplios y profundos grados de resistencia que hasta el momento ha opuesto una parte sustancial del Poder Judicial de la Federación (PJF), en torno del cumplimiento de lo dispuesto por la reforma judicial obradorista, y según la cual, a partir de su entrada en vigor, en territorio nacional deberán de ser electas por voto popular, libre y secreto, en comicios generales y ordinarios (salvo en el proceso extraordinario de 2025), todas las personas juzgadoras a nivel federal y de las treinta y dos entidades federativas de la República mexicana.
En su exposición de motivos, de hecho, así lo manifiesta de forma explícita la iniciativa, enumerando uno a uno los fallos que, desde 1996, ha emitido la SCJN acerca de los alcances con los cuales es capaz de revisar la constitucionalidad de las reformas y de las adiciones hechas a la propia Constitución por medio de un proceso legislativo ordinario en un momento dado. Es decir, claramente, la motivación de la iniciativa hunde sus nervios más profundos en la necesidad en la que creen hallarse los cuatro líderes de Morena en el Poder Legislativo federal de no permitir que sigan proliferando recursos de revisión constitucional en el seno del PJF, contrarios a la implementación de lo que ya es letra constitucional y que, dicho sea de paso, o bien se han fundamentado en interpretaciones dolosas, imprecisas y/o tramposas de ordenamientos inferiores a la propia Constitución (como el Reglamento Interior de la Corte) o bien han optado por violar flagrantemente la legislación federal vigente y emitir amparos sobre un asunto que la propia Ley de Amparo prohíbe que se emitan.
Partiendo, pues, de un reconocimiento mínimo de las condiciones de profunda conflictividad política que hoy existen entre los Poderes de la Unión (esencialmente el judicial contra los dos restantes), es medianamente claro y comprensible que los líderes de Morena en el Legislativo hayan optado por reformar la Constitución para contener la reacción conservadora de la oposición judicial. Sobre todo, teniendo en cuenta que, a lo largo y ancho de América Latina, en los últimos diez años, múltiples golpes de Estado comenzaron a gestarse en condiciones similares a las que hoy se observan en México. Es decir: con una judicatura en abierta rebelión contra un ejecutivo y un legislativo legítima y democráticamente electos, con unos medios de comunicación en nado sincronizado buscando instaurar como narrativa dominante el descrédito del gobierno en turno y con poderes judiciales ensoberbecidos, asumiéndose como la última instancia de interpretación de la Constitución, por encima de la soberanía popular.
Hasta aquí, por ello, resultaría válido afirmar que Morena y el gobierno en funciones están en todo su derecho de defenderse de los arteros ataques que en otras partes de América han conducido, por la misma vía (que siempre comienza con la judicialización de la política), a golpes de Estado criminales en contra de gobiernos democráticos, legítimos, legales y, sobre todo, con vocación nacional-popular. Los problemas vienen, sin embargo, cuando se estudia con mucho mayor detalle i) el contexto en el que en México se presentó esta iniciativa, ii) los intereses particulares de los legisladores que la promovieron, y iii) el contenido desgranado en ella.
Ahora bien, en primer lugar, el momento seleccionado para presentar la iniciativa es un problema porque, lejos de fortalecer la legitimidad de lo ya aprobado en la Constitución, contribuye a que públicamente se refuerce la idea movilizada por medios de comunicación y la comentocracia opositora acerca de que la reforma obradorista en realidad sí fue contraria a la constitución y que, para enmendar esa ilegalidad a posteriori, lo que hoy se está haciendo es adecuar la Constitución al espíritu de la reforma judicial, cuando en realidad las cosas debieron ser al revés. Pero entonces, ¿qué otro camino tenía Morena para reivindicar la legalidad del proceso electoral en curso? De entrada, en tanto que es un hecho incontrovertible que la Ley de Amparo prohíbe la interposición de amparos en materia electoral y de reformas y adiciones a la Constitución en cualquier materia, es claro que el camino a seguir no pasa por litigar en segunda instancia los amparos ilegales ya expedidos en primera instancia, apelando a juzgados de apelación, hasta llegar a la SCJN. Seguir ese camino únicamente conduciría a validar y legitimar actos infundados en la ley. De ahí que, entonces, lo más pertinente a este respecto siga siendo el hacer eco del fallo emitido por el TEPJF, sobre el proceso electoral en curso, en tanto que es ese tribunal la máxima autoridad en materia electoral (en este tema, ni siquiera la Corte cuenta con atribuciones para enmendarle la plana).
Puede parecer ingenuo o una estrategia muy poco radical, sin embargo, ahora mismo, lo mejor que se puede hacer desde el gobierno y su partido es ampliar y profundizar un ejercicio de pedagogía jurídico-política que ayude a la ciudadanía a comprender por qué no puede existir un desacato de un amparo cuando éste es dictado por una autoridad jurisdiccional sin contar con una ley que lo fundamente o, inclusive, violando todos los supuestos sí previstos por la ley. Y es que, en última instancia, no se trata, aquí, de negar a Morena el derecho de elevar a rango constitucional lo que ya está previsto en leyes reglamentarias y/o secundarias (la imimpugnabilidad de la materia electoral y de las reformas y adiciones hechas a la Constitución en cualquier materia), sino, antes bien, de calcular los tiempos en los que esto se podía hacer sin granjearle a la presidenta un costo político que ahora mismo no tendría por qué estar saldando (el de asumir una posición defensiva sobre un tema respecto del cual no tenía motivo alguno para estarlo). En cuestión de cálculo político sobre el timing de la iniciativa, pues, no existían razones de peso para no esperar un poco más antes de presentarla, pero al haberlo hecho en estos días, únicamente se concedió autoridad a la oposición al gobierno de Sheinbaum.
En segundo lugar está el problema de las disputas de poder internas en Morena. Y es que, a reserva de que este tópico pueda ser tratado con mayor profundidad y especificidad en entro momento y espacio, por ahora, lo que no habría que perder de vista es que por lo menos tres de los cuatro legisladores promoventes de la iniciativa tienen aspiraciones presidenciales para 2030 (y las tuvieron para este 2024) y, de entre ellos, dos (Ricardo Monreal y Adán Augusto López) han dado muestras tanto de no reconocer a plenitud la autoridad de Claudia Sheinbaum como lideresa del Movimiento del que hacen parte cuanto de operar sistemáticamente en favor de sus propios intereses y agendas, aun cuando ello signifique fragmentar y/o debilitar al proyecto de nación inaugurado por Andrés Manuel López Obrador y hoy encabezado por Claudia Sheinbaum Pardo. El asunto, nótese, no es menor: aún no se cumplen ni siquiera cien días de haber entrado en funciones el gobierno actual y ya se empiezan a acumular momentos en los que el Poder Legislativo ha actuado en abierta confrontación con la prudencia con la que, en cambio, ha procurado conducirse la titular del Poder Ejecutivo federal.
Es cierto, por lo demás, que la división entre poderes debe de garantizar a la fracción parlamentaria de Morena márgenes de autonomía relativa respecto de la agenda de la presidencia de la República (por lo menos para no repetir la historia del priísmo, en la que dicha división e independencia entre poderes era apenas una ficción jurídica que en la práctica política no tenía ni vigencia efectiva ni relevancia alguna). Sin embargo, si en Morena en verdad pretenden consolidar el proyecto de transformación como uno de auténtica transformación y, además, transexenal, es claro que este tipo de ausencias o errores de coordinación entre poderes no van a sumar nada para la consecución de ese objetivo. Para Claudia Sheinbaum, además, este tipo de desplantes por parte de sus legisladores puede resultar sumamente caro en el terreno de la percepción pública en razón de su condición de género, toda vez que deslices de este tipo facilitan su presentación mediática como una presidenta que, por ser mujer, es incapaz de gobernar la soberbia y la prepotencia de los hombres fuertes de la 4T que desde el sexenio pasado se sienten con mayor legitimidad para ocupar el cargo que hoy ella personifica.
Y finalmente está, por otra parte, el problema del contenido desgranado en la reforma. Las adiciones propuestas a los artículos 103, 105 y 107 constitucionales van, todas ellas, en el mismo sentido: reafirmar constitucionalmente la improcedencia de los juicios de amparo, las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad que tengan por objeto revisar las modificaciones hechas por el Poder Legislativo a la Constitución, en general; y, en lo particular, las hechas en materias electoral y respecto de la composición, funcionamiento, atribuciones y facultades del PJF. Tratándose del fondo, la verdad sea dicha, la iniciativa morenista no hace sino enfatizar preceptos que llevan vigentes en la Constitución por lo menos una década (salvo por la materia judicial), acotando cualquier posibilidad de interpretación en sentido contrario por parte de la SCJN o del TEPJF. En cuanto a la forma, sin embargo, la reforma propuesta por Adán Augusto, Gerardo Fernández Noroña, Ricardo Monreal y Sergio Gutiérrez Luna es un exceso; tanto, que de aprobarse en los términos planteados, las adiciones a estos artículos podrían convertirse en un arma de doble filo para la 4T en el largo plazo. ¿Por qué?
En la iniciativa hay dos disposiciones que estaban orientadas a prohibir constitucionalmente que el PJF pudiese revisar ya no el fondo de la materia legislada, sino el proceso parlamentario por medio del cual se llegó a realizar una modificación al texto de la Constitución. La primera de esas disposiciones, tal cual, se plantea en los párrafos adicionados a los artículos 103, 105 y 107. La segunda, mucho más grave aún, se formuló en el añadido planteado al artículo 1°, que a la letra indica que en ningún caso las normas relativas a los derechos humanos en México podrán ser inaplicadas (sic.) por medio de controles de convencionalidad. Peligrosas, sin duda, ambas disposiciones, porque, en relación con los artículos 103, 105 y 107, lo que los proponentes de la iniciativa parecen haber perdido de vista es que, más allá de si Morena sigue teniendo o no mayorías calificadas parlamentarias o de sigue siendo o no la fuerza política gobernante, el aceptar que cualquier reforma constitucional sea válida, sin importar el proceso legislativo de por medio, es similar a aceptar que, por ejemplo, en un caso de derecho penal, se le juzgue inclusive si en el proceso se violaron los derechos humanos de la víctima, se corrompió la cadena de custodia de las evidencias, se alteró la escena del crimen, se sembraron evidencias por parte de la autoridad, etcétera. El fin no justifica los medios.
Se entiende, por supuesto, que esta previsión está respondiendo a las múltiples ocasiones en las que, durante el sexenio pasado, la SCJN echó abajo iniciativas legislativas de Morena en las Cámaras y de López Obrador desde la presidencia argumentando vicios en el proceso parlamentario. Y se entiende, también, que desde 2018 ha sido una estrategia sistemáticamente ensayada y puesta en práctica por parte de los partidos de oposición a Morena en el Congreso de la Unión el sabotear y viciar el proceso legislativo y, así, con posterioridad impugnarlo ante el PJF para echarlo abajo por la fuerza. A pesar de esta evidencia histórica, no obstante, parece apropiado afirmar que nada de esto le concede a los actuales liderazgos de Morena en el Poder Legislativo el derecho de otorgarse una carta en blanco para aprobar reformas constitucionales valiéndose de cualquier clase de estrategias parlamentarias, por cuestionables que éstas sean. Y es que, inclusive si, como suele afirmar Fernández Noroña, a Morena y a la 4T no la van a derrotar políticamente sus opositores en cincuenta años, eso no significa que dentro del Movimiento no estén en fase de germinación facciones con intereses y agendas inconfesables (como sucede con los Monreal o como podría suceder más adelante con las más recientes y cuestionables adquisidores del partido: los Miguel Ángel Yunes, los Eruviel Ávila, etc.). Menos aún hay garantía de que aliados de coalición de Morena (como el Partido Verde Ecologista), en la medida en la que se fortalezca, no se ensoberbezcan y le hagan más cara la factura de la alianza a Morena para no apoyar a la oposición. Es en este sentido que debe entenderse que la iniciativa presentada este 22 de octubre resuelve un problema táctico inmediato, pero agrava muchos escenarios a futuro.
Por razones similares es que también resulta peligrosa la pretensión de eximir al constitucionalismo mexicano de todo tipo de control de convencionalidad. Porque, aunque aquí también es posible hallar evidencia histórica sobre el modus operandi con el que este tipo de herramientas de la práctica jurídica se han empleado para favorecer a corporaciones transnacionales, élites políticas o intereses extranjeros, ello no invalida en absoluto el hecho de que, a lo largo de esa misma historia, han sido los controles de convencionalidad los que han propiciado una mayor, más clara y profunda cobertura de los derechos humanos en el país cuando su reconocimiento y aplicabilidad se encontraban con fuertes resistencias políticas, económicas, culturales y jurídicas. Así, recurriendo a este tipo de mecanismos es como en México, por ejemplo, se ha logrado avanzar en materias tan diversas como los derechos sexuales y reproductivos o los del libre desarrollo de la personalidad.
Al final, en el dictamen aprobado por las Comisiones Unidas de Puntos Constitucionales y Estudios Legislativos, el miércoles 23 de octubre, se eliminaron las adiciones a los artículos 1° y 103 de la Constitución. Y, en lo relativo al 105 y el 107, se eliminó el texto que acotaba la revisión judicial del proceso legislativo. Ello, en parte, pudo haberse debido a la reacción contraria y de reserva que tuvo la propia presidenta de México respecto de la iniciativa original o quizá a que el costo político que todo Morena debería de pagar por la osadía de estos cuatro legisladores podría crecer imprevisiblemente. Es difícil saberlo. Sin embargo, el sólo hecho de que, en principio, se hubiese manifestado la intención de pasar una modificación constitucional con disposiciones tan éticamente cuestionables como las de la iniciativa original es ya indicativo de que al interior del partido y del Movimiento deben de solucionarse, inmediatamente, las luchas de poder entre facciones y, sobre todo, de acotarse las agendas y los intereses en favor de los que juegan algunos de sus hombres fuertes y que no estén en sintonía con o en favor del fortalecimiento del proyecto de nación inaugurado por López Obrador y ahora profundizado por Claudia Sheinbaum con características propias. En la medida en la que las correlaciones de fuerzas internas y externas al Partido y al Movimiento se modifiquen con el paso de los años, este imperativo ético-político será cada vez más apremiante y necesario para que no descarrile el proyecto.
Ricardo Orozco, Internacionalista y posgrado en estudios latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial, de CLACSO.
Fuente original del texto: https://razonypolitica.org/2024/10/25/el-asalto-a-la-prudencia-legislativa/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.