En 2010, año de crisis económica, los «Bicentenarios» en México se compraban al dos por uno. Doscientos años atrás (1810), según el evangelio patrio, el cura Hidalgo prendió la mecha de la insurgencia al grito de «¡Vamos a coger gachupines!», iniciando la guerra que propició la independencia política de España. Cien años después (1910), Francisco […]
En 2010, año de crisis económica, los «Bicentenarios» en México se compraban al dos por uno. Doscientos años atrás (1810), según el evangelio patrio, el cura Hidalgo prendió la mecha de la insurgencia al grito de «¡Vamos a coger gachupines!», iniciando la guerra que propició la independencia política de España. Cien años después (1910), Francisco I. Madero, al grito de «¡Sufragio efectivo, no reelección», convocaba a la lucha contra el régimen dictatorial de Porfirio Díaz, dando paso al episodio que las páginas de la historia registran como la «Revolución Mexicana».
Era difícil no sucumbir a la fascinación de la numerología histórica: 1810-1910-2010. Como si se tratara de una cábala, el final de la primera década del siglo XXI parecía anunciarnos algo importante. ¿Habría en México otra guerra o revolución? ¿Existían las condiciones necesarias para generar un movimiento social que mereciera calificarse como «histórico»? ¿El peso simbólico de 2010 sería reivindicado con alguna acción por parte del EZLN en Chiapas, o del EPR en Guerrero? [1] ¿Los constantes aumentos del precio de la tortilla, alimento básico en la tierra de los hombres del maíz, podría propiciar una revuelta de dimensiones nacionales? ¿Acaso la guerra de independencia no estuvo precedida por crisis agrícolas? Si la historia se repite cada cien años, ¿podía interpretarse la derrota del PRI del año 2000, como el inicio de una apertura democrática que condujera al país a las reformas estructurales del tan prometido cambio? ¿No había sido la Revolución Mexicana un movimiento que comenzó con banderas democráticas y que rápidamente se nutrió de reclamos de justicia y bienestar social? ¿Cómo no hacer un paralelismo entre la huelga de los mineros de Cananea, en 1906, considerada como uno de los prolegómenos de la Revolución Mexicana, con la huelga de los mineros de Cananea de 2006? Y sin embargo, el 2010, aniversario de la patria y el Estado contemporáneo, pasó con más pena que gloria por los anales de la historia mexicana.
El México del Bicentenario es un país donde el temor de la sociedad civil aumenta cada día a consecuencia de la violencia asociada al crimen organizado y al narcotráfico, mientras la crisis económica condena a millones a la pobreza y amenaza la precaria estabilidad de la clase media. Aunque el esoterismo histórico fracasó en 2010, desde diversas trincheras políticas e intelectuales se toma conciencia de que las puertas del estallido social están abiertas. Lo que no queda claro son las vías por las que pueda canalizarse el descontento, pues la crisis de legitimidad de los partidos políticos es escandalosa, la dispersión de los movimientos sociales debilita su poder de negociación con el Estado y, por increíble que parezca, a pesar de las controvertidas elecciones presidenciales de 2006, y pese a que el abstencionismo ha ido en aumento, todavía existen amplios sectores que confían en la vía electoral, los suficientes para legitimar la ficción democrática. Será que, como afirmara Marx, la historia se repite primero como tragedia, y después como comedia.
Desde el punto de vista histórico, lo que llama la atención del Bicentenario en México es analizar precisamente el papel que la «Historia», así con mayúscula, desempeñó en la construcción de un discurso legitimador del Estado y en la función directriz, en tanto que disciplina autorizada, para nutrir de símbolos y significados pertinentes a cada una de las actividades de los festejos. La historia cumplió un papel fundamental en la construcción de las naciones modernas durante el siglo XIX, ennobleciendo héroes, condenando villanos, creando un panteón patrio y una identidad nacional. Fue ese mismo nacionalismo histórico al que apelaron los políticos para conducir a las masas a los campos de batalla de las dos guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, cabe preguntarse ¿hasta donde son efectivos los discursos históricos en el siglo XXI? Sobre todo desde que los Estados-nación que le dan cuerpo a los nacionalismos han visto reducido cada vez más su campo de acción.
Los partidarios de la Aldea Global abogan con fuerza por un mundo sin fronteras políticas, a cambio de un mercado mundial de libre comercio. Pero si bien los Estados-nación y sus mercados regionales todavía son muy potentes, la base de su identidad se nutre cada vez menos del nacionalismo romántico. El perfil en Facebook de Miguel Hidalgo, el llamado «padre de la patria», cuenta con 24 seguidores (muy por debajo de los 163 seguidores del general José de San Martín y de los casi 20 mil de Simón Bolívar, el prócer latinoamericano más popular en las redes sociales) mientras que Javier «Chicharito» Hernández, el nuevo símbolo de la selección mexicana de futbol, suma entre todas sus páginas alrededor de 1 millón y medio de seguidores (por no hablar de la cantidad de simpatizantes virtuales de Lionel Messi o Diego Armando Maradona).
En efecto, el deporte profesional es el «pan y circo» contemporáneo, y en la mayoría del planeta los representativos nacionales de futbol sustituyen a los ejércitos que en otra época se batían por el honor de la patria. En México, donde las glorias del «tricolor» son muy escasas, el «nacionalismo futbolístico» se justifica como una metáfora de la historia del país, plagada de fracasos militares y derrotas catastróficas.
Por otra parte, el nacionalismo deportivo está ligado necesariamente a la publicidad y es, por sobre todas las cosas, un gran negocio, un vehículo del consumismo, signo distintivo de la sociedad contemporánea (consumo, luego existo). Por tanto, en el México de los negocios, el Estado, subordinado a los intereses empresariales, está más preocupado por forjar consumidores que ciudadanos. El aparato de publicidad que persigue lealtades hacia las marcas comerciales es mucho más potente que el sistema educativo estatal para promover valores cívicos y ciudadanos. «Yo soy Telcel», «Soy totalmente Palacio», «La gran familia Coca-Cola», «Todo México es territorio Telcel». En este contexto ¿qué papel juega la historia como generadora de identidad nacional y de fidelidad hacia el Estado? ¿El aparato estatal y la educación pública pueden competir contra los millones de pesos invertidos cada año en la generación de identidades y valores por medio de la publicidad comercial? En la sociedad actual el tráfico de información está dominado por la llamada «revolución de las redes sociales» (si Facebook fuera un país, sería el cuarto más grande del mundo), y los hábitos de consumo de información, servicios y productos se están modificando al ritmo que imponen las herramientas on-line. En la nueva Nación Virtual, los dispositivos digitales (estilo iPods, iPhones y iPads) son el requisito indispensable para obtener la carta de ciudadanía. Transitamos del Yo-Mexicano, Yo-Argentino, Yo-Colombiano… al Yo-Google.
Algo que confirma el caso del Bicentenario en México, más allá de la mala planeación de los festejos, del despilfarro económico, del vacío de contenido de los discursos políticos, de la falta de imaginación, de la apatía de la sociedad y de la banalidad de las televisoras y otros medios de comunicación, es el hecho significativo de que la historia ha pasado de ser un referente cultural, social y político de primer orden a un simple artículo de consumo: edición Bicentenario de Coca-Cola con los escudos de cada estado de la república (6.50 pesos); modelo Jetta-Bicentenario Volkswagen, edición limitada a 2,010 unidades (300 mil pesos); tequila Corzo edición Bicentenario (500 pesos); botella de whiskey Buchanan’s con un perro indígena xolozcuintle (600 pesos), edición Bicentenario de relojes Richard Mille (104 mil dólares); plumas Tibaldi manufacturadas a mano con la cara de Miguel Hidalgo (10 mil dólares), mascada Hermès de la Independencia (5 mil 730 pesos) y corbata de Hidalgo (2 mil 800 pesos); playera Adidas edición 200 años para la Selección Mexicana de Futbol; campaña publicitaria «México, me gusta tu estilo», de El Palacio de Hierro.
Además, la historia se convierte en un gran espectáculo lucrativo: el Gran Hotel de la Ciudad de México (con vista a la Plaza de la Constitución) ofrece la suite junior para la admirar los fuegos artificiales de la noche del 15 de septiembre en 200 mil pesos. [2] La historia ya no es la materia que aburre a los niños del colegio (pues cada vez se eliminan más contenidos históricos de los planes de estudio de la educación oficial), ahora sirve para divertir y entretener, hacer comerciales ingeniosos, películas anacrónicas y telenovelas lacrimógenas, promover el turismo y vender productos inverosímiles. El matrimonio de conveniencia entre la Historia y el Estado se ha terminado. El acta de divorcio se firmó precisamente en el Bicentenario de México.
Para justificar esta idea es necesario revisar, aunque sea de manera muy general, los usos y abusos de la historia en México en el marco de las celebraciones «centenarias», así como los fundamentos de las visiones históricas que estuvieron en juego.
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Carlos María de Bustamante, historiador tan vilipendiando en su época, y tan olvidado y ninguneado en la nuestra, es el constructor de la visión histórica más influyente sobre el origen de la nación mexicana. Bustamante fue un político entusiasta del proyecto independentista, periodista militante con claras simpatías por el movimiento insurgente, y cercano colaborador de José María Morelos, el heredero del mando rebelde después de la ejecución de Hidalgo. En sus obras más representativas, el Cuadro histórico y el Diario histórico de México, [3] se encargó de modelar el rostro de la joven nación independiente, de justificar a través de la historia un Estado: la legitimación de México como nación tiene su origen en «nuestro antiguo Imperio Azteca», usurpado por la conquista española, por tanto, la lucha por la independencia no hizo más que recuperar aquella soberanía, de ahí que pueda calificarse como una verdadera reconquista. Los casi tres siglos del régimen colonial son una época de oscuridad e ignominia. Las raíces de nuestra nacionalidad están en el glorioso pasado indígena. ¿Nuestros padres fundadores? Hidalgo y Morelos, líderes de la insurgencia popular. ¿Nuestra fecha de nacimiento? El 15 de septiembre de 1810, aquella noche fastuosa en que Hidalgo repicó las campanas para llamar al pueblo a la insurrección.
No hay que perder de vista que para Bustamante la historia es, por sobre todas las cosas, un instrumento de combate político. Su argumentación histórica es un alegato a favor de «la nación mexicana» y no de un caudillo, es una proclama a favor de un régimen republicano que no olvide el carácter popular de la insurgencia. De ahí que el principal villano en la historia bustamantina sea Agustín de Iturbide, el general que después de pactar la independencia se proclamó emperador y abolió el congreso.
A riesgo de simplificar demasiado, podemos afirmar que esta visión de la historia patria fue reivindicada por la generación de la Reforma encabezada por Benito Juárez, luego de derrotar al Segundo Imperio de Maximilano de Habsburgo y de restaurar la república. Posteriormente, al régimen de la dictadura porfirista le fue muy útil el horizonte prehispánico como cuna de la nacionalidad, aunque los líderes de la insurgencia popular resultaban demasiado incómodos, de ahí que se eligiera a Benito Juárez como una figura alternativa del padre de la patria. El Estado que surgió como producto de la Revolución Mexicana integró a su legitimación dicha visión histórica: los grandes momentos de la histórica los constituían el glorioso Imperio Azteca, la Guerra de Independencia liderada por Hidalgo y Morelos, la guerra de Reforma y restauración de la república encabezada por Juárez y, por supuesto, la Revolución Mexicana engalanada por el agrarismo de Zapata y Villa, la democracia de Madero (figura incómoda), el constitucionalismo de Carranza, y la institucionalización de Obregón y Calles. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) siempre se asumió como legítimo heredero de cada uno de los episodios referidos, y difundió su visión de la historia plasmándola en los libros de texto oficiales para la educación primaria.
Este relato histórico fue cuestionado desde los primeros años de la vida independiente del país. Debemos a Lucas Alamán, lúcido historiador y político de filiación conservadora, la confección de «la otra» versión sobre la historia de México.
La visión histórica de Alamán, vertida en su Historia de Méjico, [4] puede sintetizarse con esta idea: todo cuando existe en México tiene su origen en «la prodigiosa conquista». Por todo Alamán entiende la religión católica, el idioma español, las distintas ramas del comercio y de la industria, las costumbres y tradiciones criollas, producto del sincretismo cultural entre lo indígena y lo español, forjadas a lo largo de tres siglos. La época virreinal es el periodo de gestación del país. México no existe antes de Hernán Cortés. Para Alamán la guerra de independencia se hizo a un costo demasiado grande, pues dejó como saldo un país en bancarrota y una situación política inestable. En los ejércitos de Hidalgo y Morelos ve sobre todo rapiña y destrucción, al punto de afirmar que si la independencia sólo podía promoverse por esos medios, no debió de intentarse nunca. Alamán ve a la independencia como un «accidente» histórico. Los insurgentes son los villanos de esta historia, y el héroe que nos dio patria es el general realista Agustín de Iturbide, abanderado de los intereses de la élite criolla, quien combatió a los insurgentes hasta 1821, año en que llegó a un acuerdo con el líder rebelde Vicente Guerrero para desconocer al gobierno español y proclamar la independencia.
Así, la visión alamanista se completa de esta forma: la cuna de la nacionalidad mexicana es la prodigiosa conquista española, ¿el padre de la patria? Agustín de Iturbide, (aunque Alamán le retiró su simpatía al proclamarse emperador), ¿nuestra fecha de nacimiento? El 27 de septiembre de 1821, cuando Iturbide entró a la ciudad de México al mando del Ejército de las Tres Garantías, poniendo fin a la guerra.
Curiosamente, esta visión criolla no fue adoptada de manera oficial por ningún gobierno, ni siquiera en los momentos de mayor conservadurismo. Durante el Segundo Imperio, Maximiliano I trató de ganarse la simpatía de los indígenas mostrándose respetuoso con los próceres populares, como Hidalgo y Morelos. Por su parte, el régimen de la dictadura porfirista recuperó elementos de «glorioso pasado azteca» para fincar su nacionalismo. Podría suponerse que, con la derrota del PRI en el año 2000 y después de una década de gobiernos del Partido Acción Nacional (PAN), sería el escenario propicio para la emergencia de la historia alamanista, pero, como veremos más adelante, el panismo renunció implícitamente a reivindicar cualquier tipo de discurso histórico. Sin embargo, el caldo de cultivo de la historia alamanista fueron las escuelas privadas y religiosas a lo largo del siglos XIX y XX, incluyendo varias universidades y centros de estudios superiores (en los cuales se formaron muchos de los empresarios y políticos que hoy dirigen al país). La historia alamanista también ha florecido en el ámbito académico de los historiadores profesionales, tanto en México como en Estados Unidos.
Hemos delineado entonces las formas básicas de las visiones históricas en pugna: 1810 o 1821, 15 de septiembre o 27 de septiembre, Hidalgo o Iturbide, indigenismo o hispanismo, glorioso pasado azteca o prodigiosa conquista. México o Méjico.
Estas oposiciones fueron el horizonte de reflexión histórica de los festejos Centenarios del siglo XX y del Bicentenario del siglo XXI. Como ha señalado Annick Lempériére, el centenario del inicio de la rebelión de Hidalgo, en 1910, fue celebrado por una dictadura con ínfulas aristocráticas al servicio de la oligarquía, mientras que el centenario de la consumación de la independencia, pactada entre los criollos conservadores y el último virrey, fue celebrado en 1921 por uno de los primeros gobiernos emanados de la Revolución Mexicana. [5] Podría agregarse que el bicentenario de la Independencia y centenario de la Revolución, hechos fundacionales de la mitología histórica priísta, fueron celebrados en 2010 por un gobierno panista. En el país de la impuntualidad, los centenarios nunca llegan a tiempo. Ironías de la historia.
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Los festejos del Centenario de la Independencia de México ponen de manifiesto que, durante la época porfirista, la historia era un instrumento de poder, de construcción de la nación y de la conciencia histórica. Un instrumento que influye poderosamente en la manera de pensar, al grado de que la conciencia histórica sea considerada como el modo de la conciencia por excelencia. [6]
En 1907, con el impulso de Justo Sierra, Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, se creó la Comisión Nacional del Centenario de la Independencia. Aunque la Comisión estuvo a cargo de políticos, eso no impidió que se realizara una exhaustiva investigación bibliográfica y documental, la cual abarcó catorce meses, sobre «todo lo que existe escrito en la historia del país», además de contar con el asesoramiento de destacados historiadores (entre ellos el propio Sierra).
El modelo a seguir era el del Centenario de la Revolución Francesa de 1889: promoción internacional, invitando a delegados de las potencias de la época, inauguración de monumentos y edificios para transformar el paisaje urbano, protagonismo de la educación en los festejos (inauguración de los edificios de la nueva Sorbona, en París, reconstitución de la Universidad Nacional en México). No obstante, el punto de convergencia más importante entre los festejos franceses y mexicanos, fue la idea de asociar la conmemoración histórica con la celebración del progreso. [7]
En efecto, 1910 fue, sobre todo, la fiesta de las conquistas materiales del porfiriato, un régimen inspirado por el positivismo. De ahí que se alardeara de la red ferroviaria, el telégrafo, el crecimiento de ciertas industrias, el desarrollo urbano, etc. Además, el Centenario alentó un extenso programa de obras públicas en todo el país. En cuanto a la producción bibliográfica, no sólo se publicaron textos de historia patria, sino historias sobre diversas ramas del saber y quehacer en México, en particular el científico, obras que daban cuenta del adelanto intelectual del país. [8] El ejemplo más claro del mensaje que el régimen intentaba proyectar, fueron los cerca de medio millón de focos que se instalaron en el centro de la ciudad de México, en septiembre de 1910, produciendo un destello de 168 millones de watts. Las fiestas del Centenario fueron el «júbilo de las luces». [9]
El discurso histórico del Centenario tenía un propósito bien definido, enaltecer al máximo prócer de la patria: general Porfirio Díaz, héroe de la guerra contra la Intervención Francesa, restaurador de la paz y promotor del progreso. Hay una legitimación histórica bien construida. El pasado prehispánico se reivindica bajo la premisa de «el indio bueno es el indio muerto» (excursión a las ruinas arqueológicas de Teotihuacan, en el marco del XVII Congreso Internacional de Americanistas, o la foto que se volvió famosa del presidente Díaz al lado del llamado «Calendario Azteca»). [10] Las figuras de Hidalgo y Morelos incomodan al régimen, por su carácter rebelde y popular, así que la solución fue santificarlos, transformarlos de próceres insurgentes a mártires del panteón nacional, en inofensivos santos de reliquia (traslado de los huesos de Hidalgo y Morelos a la cripta de San José, en 1895). Benito Juárez es el gran referente histórico con el que el régimen quiere emparentarse, el segundo padre de la patria, vencedor en la guerra de Reforma contra los conservadores, verdugo de Maximilano de Habsburgo y Benemérito de las Américas. De ahí que Porfirio Díaz asista a la tumba de «don Benito» a colocar una ofrenda floral, se asume como su heredero, sin importar los golpes de estado que fraguó contra su gobierno y el de sus seguidores (a los que terminó derrotando). La línea histórica de legitimidad trazada por el Centenario va del glorioso pasado azteca, pasando por el Hidalgo santificado y el Juárez reformista, hasta llegar al Díaz modernizador.
La mayor exhibición del discurso del porfiriato la encontramos en el Desfile Histórico del 15 de septiembre (un ejemplo clásico de la historia puesta al servicio del Estado). En la organización del desfile se gastaron 38 mil pesos (la quinta parte del presupuesto de las fiestas del Centenario), [11] y estaba compuesto por tres contingentes que representaban la conquista, la colonia y la independencia. El espectáculo fue visto desde las calles por 200 mil personas, mientras Porfirio Díaz contemplaba su obra desde el balcón de Palacio Nacional. [12] Alrededor de 800 personas (la mayoría indígenas) integraron el contingente de «La conquista», el cual representaba el encuentro del emperador Moctezuma con Hernán Cortés. La «Época de la dominación española», contingente compuesto de 300 personas, representaba la procesión de la Jura del Pendón, la ceremonia que se organizaba cada año para mostrar la lealtad de Nueva España hacia el monarca español, y de paso reafirmar el vínculo colonial. El tercer contingente, de «La independencia», era el más pequeño de todos, aunque las fuentes oficiales no especifican su constitución. Llama la atención que en el Centenario del inicio del movimiento insurgente (15 de septiembre de 1810), se prefiera representar en el desfile al Ejército de las Tres Garantías que entró victorioso a la ciudad de México el 27 de septiembre de 1821. Como afirma Virginia Guedea, se prefirió el ejército de Iturbide a las huestes harapientas de Hidalgo. [13]
Como vemos, se detectan elementos tanto de la visión de Bustamante como de la de Alamán. Sin embargo, consideramos que no se trata de una mezcla o una visión sincrética. El porfiriato fue lo suficientemente potente en su conciencia histórica como para construir su propia visión. Si atendemos a los mensajes del Desfile Histórico del 15 de septiembre, notaremos que lo que tienen en común los tres contingentes es la representación del poder político: los últimos destellos del poder azteca, representados en la figura del emperador Moctezuma, el poder del caudillo militar y conquistador Hernán Cortés, el poder de los virreyes de la Nueva España y del propio monarca, así como el poder del general Agustín de Iturbide al proclamar la independencia. La historia de México es la historia de los grandes jefes políticos, como el mismo Porfirio Díaz. En este discurso histórico no había lugar para los derrotados Hidalgo y Morelos. [14]
Como ya hemos señalado, Hidalgo fue reducido a la figura de santo patrono de México. En uno de los últimos acto del Centenario, el 6 de octubre de 1910, en el patio del Palacio Nacional, Porfirio Díaz depositó un arreglo florar en un catafalco dedicado a la patria, y pronunció este escueto discurso: «En nombre de la patria vengo a ofrecer a Hidalgo y a sus dignos colaboradores esta corona, que simboliza la gratitud de un pueblo hacia sus héroes». [15]
Porfirio Díaz es la encarnación misma de la patria, pues habla en su nombre, y su gobierno representa la fase más avanzada de la evolución del pueblo mexicano hacia el progreso. Este es el mensaje principal del Centenario. Muy pocos podían prever que se avecinaba un torbellino revolucionario que arrasaría con los cimientos del régimen porfirista. [16]
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Ciudad de México, 11 de agosto de 2010. Más de cien mil personas se reúnen en la capital para presenciar uno de los eventos más esperados del Bicentenario: la selección mexicana de futbol juega contra su similar de España, el equipo campeón del mundo. Los españoles salen a la cancha y se maravillan con el estadio Azteca, sacando de inmediato sus cámaras digitales para capturar el momento. Varios periodistas y «blogueros» los compararon con los soldados de Cortés, quienes al llegar a la Gran Tenochtitlan dijeron que les parecía «cosa de encantamiento». La expectativa era muy grande: abollarle la corona a España en el año del Bicentenario de la Independencia, sería sin duda alguna uno de los acontecimientos más simbólicos del festejo. «Chicharito» marcó el primero y amenazó con propinarle a los peninsulares su segunda «Noche Triste». Llegó el tiempo de compensación y la gente celebraba la victoria, pero un defensa mexicano equivocó la salida y David Silva aprovechó para marcar el empate, echando a perder la fiesta, sofocando el grito de miles de almas en el estadio (y otros tantos millones de telespectadores) quienes hubieran gritado como nunca el ¡Viva México! El presidente Felipe Calderón, quien vio el partido desde uno de los palcos, pasó completamente desapercibido, su presencia no se anunció por el sonido local ni su imagen apareció en las pantallas gigantes del estadio. La gente se retiró con la resignación a cuestas. Bienvenidos al Bicentenario de la Independencia de México.
Lo que más salta a la vista en los festejos oficiales del Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución, es precisamente la falta de un discurso histórico coherente. Más allá de declaraciones aisladas y actos oficiales rimbombantes, el gobierno renuncia a enarbolar un discurso histórico, ya sea para legitimarse, transmitir una ideología o aumentar un poco su desgastada popularidad. Como decía Octavio Paz: la derecha no tiene ideas, tiene intereses. La conmemoración del inicio del movimiento insurgente fue transformado en la idea inocua de «El cumpleaños 200 de México», con el eslogan televisivo de «Orgullosamente mexicanos». Por otra parte, el Centenario de la Revolución Mexicana fue relegado a un evidente segundo plano. El gobierno panista se sentía muy incómodo con un festejo que le era ajeno, incluso repulsivo, pues el PAN se creó precisamente para combatir las reformas sociales del régimen posrevolucionario del general Lázaro Cárdenas, es un partido históricamente ligado a la Iglesia católica y los empresarios (aquellos sectores que combatió la Revolución Mexicana). [17]
Desde que se creó la Comisión de Festejos en 2007 (todavía en tiempos de Vicente Fox), tres presidentes renunciaron al cargo (por falta de acuerdos y de apoyo), hasta la designación de Manuel Villalpando a finales de 2008. Villalpando fue profesor de historia del presidente Felipe Calderón en la Escuela Libre de Derecho, además, es un prolífico escritor de libros de divulgación histórica, y guionista de las telenovelas «El vuelo del águila» y «La antorcha encendida», producidas por Televisa en 1994 y 1996, respectivamente. La polémica que generó la llegada de Villalpando a la presidencia de la Comisión, se debió a su falta de formación profesional como historiador, sobre todo en un país donde la institucionalización de la historia en tan fuerte, aunque se dejaba claro que se trataba de un cargo eminentemente político. Dejando del lado el recelo profesional de los historiadores, lo que más preocupaba era la visión histórica de Villalpando. Como se señaló en diversos artículos periodísticos, la concepción histórica de los festejos bicentenarios estuvo cargada de «presentismo», populismo historiográfico y maniqueísmo: la historia es una batalla entre buenos y malos. Los malos son «los otros» ¿y los buenos? Quién mas, México y los mexicanos. [18]
El concepto «bicentenario» resultó conveniente no sólo para efectos de difusión, sino para vaciar de contenido las conmemoraciones de dos luchas revolucionarias. Así se percibe en muchas de las mil trescientas actividades que organizó la Comisión: Fuego del Bicentenario, Regata Copa México Bicentenario, Parque Bicentenario, Niños por el Bicentenario, Expo Parque Bicentenario de Guanajuato, Festival Olímpico Bicentenario, etc. [19] Además de la frivolidad de los festejos y la construcción de «elefantes blancos», otro rasgo que predominó en el Bicentenario fue la cantidad de obras inacabadas, por mala planeación, falta de presupuesto o desvío de recursos. Pero quizás el signo más evidente de las celebraciones fue el despilfarro del presupuesto: la colocación de la primera piedra del monumento del Bicentenario costó más de un millón y medio de pesos, los gastos de imagen corporativa ascendieron a 260 millones, el alquiler de muebles y equipo de oficina para la Comisión costó 283 millones, se gastaron 28 millones de pesos en la instalación de relojes de cuenta regresiva en varias capitales del país. [20] El Bicentenario de 2010 debe calificarse, claramente y sin tapujos, como uno de los robos más grandes al presupuesto que se hayan cometido en la historia. Según cifras oficiales, el gasto reportado por la Comisión en el periodo 2008-2010, asciende a cerca de 3 billones de pesos (casi 247 millones de dólares). [21]
Uno de los actos más promovidos por el gobierno en 2010 fue la serie de radio y televisión «Discutamos México», compuesta de 150 programas donde se convocaron a 500 intelectuales y académicos de reconocido prestigio para debatir sobre la historia de México y los problemas de actualidad. En la ceremonia de presentación de la serie, el presidente Calderón declaró que en dichos programas «hasta se podía criticar». Sin negar la importancia del foro creado por «Discutamos México», cabe preguntarse el por qué una convocatoria tan amplia, como lo hiciera Enrique Martínez: «¿Por qué 150 programas y no 15? ¿Por qué 500 intelectuales y no 10 o 20?». Nuestra opinión es que «Discutamos México» fue el espacio creado por el gobierno para incluir a los académicos e intelectuales en las actividades del Bicentenario, ya que en general fueron ninguneados por los organizadores de los festejos, o relegados al papel de simples asesores (no siempre escuchados). Las cosas no podrían ser de otro modo, pues es el gobierno el encargado de subsidiar a la academia. El negocio del Bicentenario fue para los políticos, no para los historiadores.
Los programas de «Discutamos México» pueden descargarse gratuitamente desde la tienda virtual de iTunes, donde se lee una interesante reseña del usuario «Mexicano promedio»:
El podcast es un buen esfuerzo, pero el problema de Discutamos México es de origen, es un diálogo entre doctores expertos que muy pocos mexicanos pueden aprovechar, porque incluso el moderador es experto en el tema, entonces dan por hecho que los escuchas sabemos las bases de lo que están hablando y el tiempo es tan breve que ni ellos terminan de decir lo que quieren decir, ni los escuchas nos quedamos con nada. Hubiera sido buena idea que al menos el moderador fuera un comunicador profesional con los conocimiento de historia del promedio de los mexicanos, eso hubiera ayudado mucho, aún así me resulta interesante escuchar los podcast.
El papel desempeñado por los historiadores profesionales durante el Bicentenario sería tema de otro artículo, sólo diremos que es patente la desconfianza del público hacia la historia oficial, pero también hacia los académicos. Para amplios sectores de la población interesados en el pasado de México, los historiadores mienten, y si dicen la verdad no se les entiende. Esa situación quizás explique la proliferación de obras literarias, novela histórica, biografías, etc., que se venden al consumidor como «la verdad histórica», como las obras que se atreven a decir lo que los historiadores o el gobierno callan, libros que revelan los secretos mejor guardados y más vergonzosos de nuestra historia.
Entre las películas, series, telenovelas, dibujos animados y demás recursos audiovisuales producidos por el gobierno o los medios oficiales, lo que más llamó la atención fue la telenovela sobre la independencia de México «Gritos de muerte y libertad», producida por Televisa, con un costo de 3 millones de pesos por capítulo, alcanzando niveles de audiencia considerables. Una rápida revisión sobre los comentarios de la telenovela en distintos sitios de Internet, arroja que el público valora su buena manufactura, sobre todo por el vestuario de época. Sin embargo, se califica constantemente de «aburrida» por la cantidad de diálogos entre los protagonistas, cuando el público esperaría más batallas y escenas de acción. Las principales críticas obedecen a simplificaciones u omisiones de la historia. Más interesante para nuestro análisis resulta el hecho de que la serie circule por los sitios de intercambio de archivos como si se tratara del último estreno cinematográfico. No pocos usuarios de las redes sociales opinan que la telenovela es un excelente medio para conocer la historia de México, e incluso se recomienda como una herramienta pedagógica para las escuelas. Esto no es más que un reflejo del fracaso de la historia oficial en los últimos años: muchos mexicanos no conocen ni siquiera lo más elemental sobre la historia del país y carecen de herramientas para desarrollar hábitos de lectura de manera independiente (6 de cada 10 mexicanos no saben qué día se celebra la Independencia, 53% tiene claro que fue de España, 21% piensa que fue de Estados Unidos, y el 24% no sabe), [22] de ahí el atractivo de una telenovela histórica en el año del Bicentenario.
No obstante, el mejor ejemplo de lo que significó el Bicentenario para el gobierno calderonista lo encontramos en la noche de «el Grito», ceremonia que conmemora la noche del 15 de septiembre en la que el cura Hidalgo tocó la campana de la iglesia de Dolores y arengó al pueblo para iniciar la insurrección. Cada año, desde el balcón del Palacio Nacional, el presidente de la república toma la bandera tricolor y se dirige a la gente congregada en la plancha del Zócalo para dirigir el grito de «¡Viva México!».
La fiesta de «el Grito» de 2010 debía ser espectacular, y para organizarla se firmó un contrato millonario (700 millones de pesos) con el italiano Marco Balich y el australiano Ric Birch (organizadores de espectáculos para los Juegos Olímpicos). También se contrató al experto en detonaciones de cohetes Christophe Berthoreau. Estos contratos se realizaron con la intervención de los mandos del ejército, que pasaron a controlar el presupuesto del Bicentenario desde principios de 2009. Doce mil voluntarios participaron en la organización de «el Grito», quienes tuvieron que otorgar sus derechos de imagen, sin reclamación por accidente y gastos médicos. Con buen tino se ha señalado que la organización del evento reflejaba a la perfección la situación actual del país: el ejército como líder, las compañías extranjeras explotando los recursos y los mexicanos como carne de cañón sin goce de sueldo. [23]
No obstante, a pesar del derroche para hacer de la noche del 15 de septiembre un evento memorable, la semana previa al «grito» se caracterizó por el temor y la desconfianza. Dos años antes, en Morelia, capital de Michoacán (estado natal del presidente Calderón) estallaron dos granadas en la plaza donde se celebraba «el Grito», matando a ocho personas y dejando centenares de heridos. El incidente se atribuyó extraoficialmente al narcotráfico. En 2010 «el Grito» fue cancelado en Morelia. En Ciudad Juárez, donde murieron ese año dos mil personas a manos del crimen organizado, «el Grito» se realizó a puerta cerrada; en Chihuahua se suspendió la ceremonia en siete municipios; en Tamaulipas el gobernador obligó a cinco municipios a suspender «el Grito» y realizar una ceremonia en formato para la televisión local. El 13 de septiembre de 2010, el Secretario de la Defensa pidió públicamente al crimen organizado que no realizara ningún ataque durante «la noche del 15», situación que exacerbó los temores de la ciudadanía. [24]
La Plaza de la Constitución, también conocida como el Zócalo, se llenó desde muy temprano con funcionarios de nivel medio enviados por el gobierno federal, los cuales se identificaban portando un brazalete, dejando muy poco espacio para el público en general. La ceremonia patriótica por excelencia de los mexicanos fue convertida en algo efímero y trivial, en un espectáculo de fuegos de artificio para ocultar el lamentable manejo historiográfico. La obra se compuso de cuatro actos: El árbol de la vida (basado en dibujos de Pedro Friedeberg), Vuela México (coreografía aérea), El Coloso (escultura de treinta metros de un soldado) y la «sinfonía» de fuegos artificiales con 16 mil detonaciones. A las once de la noche el presidente Calderón dio «el Grito» menos emotivo de la historia de México, seguido de la explosión de 80 toneladas de pólvora. [25]
Ricardo Cayela ha escrito un excelente epitafio para aquella noche del 15 de septiembre de 2010:
Un borracho dormita aún en mitad de la calle y el olor a tabaco y vómito, alcohol y pólvora, lo dice todo: aquí hubo una fiesta mexicana. Relojes gigantes, construidos para dar la cuenta atrás, no saben qué marcar y miles de trajes típicos esperan en húmedas bodegas un futuro museo, inútil y vacuo antes de nacer. Un coloso descansa desmembrado en un lote baldío. México celebró doscientos años. [26]
El Bicentenario en México fue una coyuntura perdida, desperdiciada. El gobierno la transformó en una fiesta sin contenido, en un desmadre, en el cumpleaños de la patria. Para los que no estuvieran de acuerdo con esta visión del Bicentenario, el presidente Felipe Calderón envió un mensaje, vía twitter, el 17 de agosto de 2010: «México es na [sic] gran nación con una gran historia. Por supuesto q tenemos mucho que celebrar y lo vamos a hacer. El que no quiera, no lo haga». [27]
[1] Ejército Zapatista de Liberación Nacional y Ejército Popular Revolucionario, respectivamente.
[2] «Lleve, lleve, su Bicentenario», en Bi-Centenario, núm. 20, «Adiós al Bicentenario», Publicación mensual de la revista Proceso, noviembre de 2010, pp. 12-13.
[3] Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la revolución mexicana, comenzada en 15 de septiembre de 1810 por el ciudadano Miguel Hidalgo y Costilla, 5 vols., Imprenta de J. Mariano Lara, México, 1843-1846; Diario histórico de México, 1822-1848, del licenciado… , (disco compacto 1 / 1822-1834), 25 tomos en 50 volúmenes, diciembre de 1822-diciembre de 1834, Editores: Josefina Zoraida Vázquez Vera y Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva, El Colegio de México / ciesas , México, 2001.
[4] Lucas Alamán, Historia de Méjico, desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época actual, 5 vols., Imprenta de J. M. Lara, México, 1849-1852.
[5] Annick Lempérière, «Los dos centenarios de la independencia mexicana (1910-1921): de la historia patria a la antropología cultural», en Historia Mexicana, XLV: 2, 1995, p. 319.
[6] Lempérière, 1995, p. 321.
[7] Ibídem, p. 330.
[8] Virginia Guedea, «La historia en los centenarios de la independencia: 1910 y 1921», en Virginia Guedea (coord.), Asedios a los centenarios (1910-1921), Fondo de Cultura Económica / Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2009, p. 23.
[9] Bi-Centenario, núm. 1, «¿Qué celebramos», Publicación mensual de la Revista Proceso, abril de 2009, p. 10.
[10] Guedea, 2009, p. 31.
[11] Bi-Centenario, núm. 6, «La fiesta interrumpida», Publicación mensual de la Revista Proceso, septiembre de 2009, p. 14.
[12] Guedea, 2009, pp. 54-55.
[13] Ibídem, pp. 32-35.
[14] Lempérière, 1995, p. 332.
[15] Guedea, 2009, p. 64.
[16] El análisis del Centenario de 1921 exceden los límites de este trabajo, véase las obras ya citadas de Lempérière, 1995 y Guedea, 2009.
[17] Enrique Márquez, «Contra su bicentenario. ¿Por qué ha fracasado el programa conmemorativo de Los Federales?», revista Nexos, en línea, 01/06/2010.
[18] Véase como ejemplo Roberto Breña, «Historia compleja, festejo simple», revista Nexos, en línea, 01/09/2009.
[19] Gil Gamés, » Bicentenarios, arcas perdidas y un sabio», revista Nexos, en línea, 01/03/2010.
[20] Bi-Centenario, núm. 20, «Adiós al Bicentenario», Publicación mensual de la revista Proceso, noviembre de 2010, pp. 30-31.
[21] La cifra exacta es de $ 2,930,718,934.75. Véase el recuadro «Los gatos del Bicentenario», con datos del Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI), en Letras Libres, septiembre de 2010, p. 106.
[22] Bi-Centenario, núm. 20, «Adiós al Bicentenario», Publicación mensual de la revista Proceso, noviembre de 2010, p. 35.
[23] Ibídem, p. 9.
[24] Ibídem, p. 33.
[25] Ibídem, pp. 23-24.
[26] Ricardo Cayuela Gally, «Aplausos bicentenarios», Letras Libres, enero 2011, p. 108.
[27] Bi-Centenario, núm. 20, «Adiós al Bicentenario», Publicación mensual de la revista Proceso, noviembre de 2010, pp. 19-20.