El viejo y desvencijado tractor que encabeza la descubierta de la marcha no arranca. Otros más han echado a andar sus motores y se preparan para rodar sobre Paseo de la Reforma. Faltan diez minutos para las cuatro de la tarde y miles de campesinos aguardan el banderazo de salida. Dos agricultores empujan la […]
El viejo y desvencijado tractor que encabeza la descubierta de la marcha no arranca. Otros más han echado a andar sus motores y se preparan para rodar sobre Paseo de la Reforma. Faltan diez minutos para las cuatro de la tarde y miles de campesinos aguardan el banderazo de salida. Dos agricultores empujan la máquina descompuesta para que funcione. El vehículo carraspea y tose, hasta que finalmente cede. La manifestación comienza.
El tractor se asemeja a la situación del campo mexicano. Trabajado en exceso, frágil y desprotegido en relación con las economías contra las que se le ha puesto a competir, el mundo rural mexicano sigue vivo gracias a los hombres y las mujeres que lo habitan, lo hacen producir y le mandan remesas desde sus nuevos hogares en Estados Unidos.
También tiene parecido con las movilizaciones contra el capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Después de un prolongado letargo de casi 14 años de retraso, interrumpido por unos cuantos episodios, las grandes protestas contra el libre comercio agrícola finalmente ocupan las avenidas de la política nacional.
Hace cinco años, un 31 de enero como hoy, se escucharon los primeros gritos masivos para renegociar el tratado en el agro. Miles de campesinos tomaron las calles de la ciudad de México. «Somos sobrevivientes que se niegan a desaparecer», dijo Alberto Gómez, en el mitin central de aquellas jornadas de lucha. No hubo, sin embargo, mucha fortuna. Las organizaciones campesinas perdieron en la mesa de negociaciones lo que habían ganado en las plazas públicas. La demanda original de renegociar el TLCAN se convirtió en, apenas, un compromiso de realizar un estudio para medir los impactos del acuerdo en el agro.
Pero más vale tarde que nunca. La movilización de ayer fue más grande que la de hace cinco años. Nació de una curiosa confluencia de centrales y convergencias campesinas de todo signo, en donde los líderes desconfían entre sí, pero se necesitan unos a los otros. Una convergencia en la que cada dirigente teme que el otro lo utilice para negociar sus reivindicaciones particulares, en nombre del conjunto. Una alianza que ha propiciado la emergencia de una protesta más grande que ellos; de una movilización que por su amplitud los rebasa, los desborda.
Se trata, además, de la más importante prueba de fuerza de masas entre el gobierno de Felipe Calderón y la oposición gremial. Porque lo que se fraguó en el Zócalo capitalino fue una alianza entre organizaciones sociales del campo y la ciudad, en la que la presencia de fuerzas político partidarias fue testimonial: estuvieron pero no contaron, por más que traten de capitalizarla. Un pulso en el que, mientras los campesinos gritan «¡Sacaremos a ese buey de la Sagarpa!», Germán Martínez Cázares, dirigente del partido en el gobierno, afirma, con bravuconería e insensibilidad, que «el PAN respalda ciento por ciento, con orgullo, al secretario de Agricultura, Alberto Cárdenas».
Son más de las cuatro de la tarde. Sobre Paseo de la Reforma, detrás del destacamento de tractores que abre camino se agrupa la descubierta de la marcha. Son todos hombres, en su mayoría mayores de 50 años. Son los líderes de las llamadas organizaciones campesinas nacionales y de una que otra regional. Han estado al frente de ellas durante tres o cuatro décadas. La mayoría participó en las luchas por la tierra de los 70 y algunos más en los intentos por desarrollar la autogestión campesina. Casi todos han participado en contiendas electorales. Los acompañan dirigentes obreros como Francisco Hernández Juárez.
El primer contingente después de la descubierta es el de la Confederación Nacional Campesina (CNC). Con mucho es el más numeroso, seguido por la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas (UNTA). Los destacamentos de la queniqué -como se le conoce en el medio- van encabezados por un grupo de danzantes sonorenses que, sin hacer caso al gobernador de su estado, Eduardo Bours -uno de los principales defensores del tratado-, critican el acuerdo comercial y funcionan como una especie de batucada indígena. Allí marchan camisas rojas madracistas del estado de México, coreando las consignas de la oposición de izquierda: «No somos uno, ni somos cien/pinche gobierno ¡cuéntanos bien!»
Curiosa ironía ver en las calles decenas de mantas cenecistas exigiendo la abrogación del TLCAN, cuando en el momento de su firma ellos fueron sus principales valedores en el campo. Una ironía que, en parte, se despeja con una pancarta en la que se muestra el corazón de la actual disputa de la queniqué con la administración de Felipe Calderón. «Reglas de operación aceptables para manejar el presupuesto al campo». O sea, objetan una maniobra mediante la cual el gobierno federal centraliza el manejo sustantivo de una parte de los recursos para el campo, que antes administraban los gobiernos de los estados y algunas organizaciones campesinas.
Durante largos trayectos, la manifestación es un ejercicio de protesta silencioso, apenas interrumpido por los contingentes de sindicalistas y estudiantes que rompen el orden establecido y se cuelan entre las filas de los labriegos, por un grupo de chinelos, y por las distintas bandas de música y tamboras que amenizan el acto. Sólo los destacamentos más vinculados a una tradición de izquierda, como la CNPA o la CIOAC, hacen sentir su presencia a gritos. La marcha es un recordatorio de que, por más que se pretenda presentar a México como sociedad urbanizada, el mundo rural se hace presente una y otra vez.
Lo sacan por la puerta de las estadísticas y los discursos oficiales, y se cuela por las ventanas de la realidad. Hace dos días, los productores de leche convirtieron al Monumento de la Revolución en una especie de establo, con vacas y piensos incluidos, al tiempo que regalaban 25 mil litros del lácteo. Así se debió ver la plaza cuando en 1910 Porfirio Díaz comenzó su construcción. Hoy, decenas de jinetes a caballo, como los que integran la Caballería Zapatista de Milpa Alta, con un estandarte con la imagen del general Emiliano Zapata al frente, recorren las calles del centro para decir: ¡aquí estamos!
Una pancarta enarbolada por cientos de manifestantes dice: «El TLCAN es muy bueno, pero para los pinches gringos…» Este 31 de enero, miles de campesinos y trabajadores de la ciudad tomaron las calles para decir que no quieren maíz y frijol proveniente de Estados Unidos, sino granos y leguminosas sembrados por ellos en México. Pretenden, como lo hizo el desvencijado tractor que encabezó la manifestación, seguir siendo una clase de supervivientes y no los perdedores de la alquimia neoliberal.