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El criterio

Fuentes: Rebelión

No hace mucho, una amiga sobre cuya inteligencia y honradez tengo pocas dudas, tras una acalorada discusión sobre el derecho de autodeterminación del pueblo vasco, me decía consternada: «Yo ya no tengo criterio. Cuando hablo contigo, me parece que tienes razón; pero cuando hablo con los que dicen lo contrario que tú, también me parece […]

No hace mucho, una amiga sobre cuya inteligencia y honradez tengo pocas dudas, tras una acalorada discusión sobre el derecho de autodeterminación del pueblo vasco, me decía consternada: «Yo ya no tengo criterio. Cuando hablo contigo, me parece que tienes razón; pero cuando hablo con los que dicen lo contrario que tú, también me parece que tienen razón».

No hay muchas personas tan sinceras como mi amiga, pero su caso es, en estos momentos, el de la inmensa mayoría. Y también el de buena parte de la minoría supuestamente ilustrada, aunque muy pocos reconozcan su falta de criterio. «Mucha gente se queja de su mala memoria, pero nadie de su mala inteligencia», decía un famoso humorista, y el criterio no es más que la inteligencia aplicada a la comprensión de una realidad concreta.

Y, además de inteligencia, la comprensión –el criterio– requiere conocimiento de causa, y hoy día el conocimiento sale muy caro. Hay que pagar por la información veraz un alto precio en tiempo, esfuerzo y sufrimiento. Y ya se encarga el sistema de que tengamos poco tiempo «libre», de agotar nuestras fuerzas en tareas «productivas» y de convertirnos en blandos hedonistas adictos a los placeres más banales (y, por ende, insensibles al dolor ajeno e hipersensibles al propio).

Tener criterio lleva, ante todo, tiempo. Todo el mundo es consciente de su derecho a la información, y algunos son conscientes incluso de su deber de mantenerse informados. Pero la mayoría considera cubierto su derecho (y cumplido su deber) hojeando diariamente algún periódico, viendo algún informativo en la televisión y/o escuchando algún debate radiofónico. Y, hoy más que nunca, los grandes medios no solo no garantizan la información veraz, sino que, deliberada y arteramente, libran contra la verdad una batalla tan despiadada como la que los terroristas judeocristianos libran contra la justicia en todos los países ocupados u ocupables. El cerdito orwelliano que controla los medios en el Estado español (por no hablar de su modelo, el grotesco Ubú que los controla en Italia), con la abyecta colaboración de los escritorzuelos y escritorzuelas apesebrados en su «cuadra» (nunca mejor dicho), ha hecho más daño material y moral que Aznar y Felipe González juntos. Cada vez más gente se percata de ello, pero aún se cuentan por millones los papanatas que diariamente acuden a «informarse» a sus fábricas de mentiras.

Hay que cambiar radicalmente las rutinas informativas. El viejo rito de comprar el periódico por la mañana y enchufar la tele por la noche ya no sirve más que para intoxicarse. La información está en Internet y en los denominados medios alternativos, por suerte cada vez más pujantes y mejor articulados. Pero cambiar de hábitos lleva tiempo, sobre todo cuando no se los puede sustituir mecánicamente por otros hábitos rutinarios. Rastrear la información veraz en la Red o en las radios libres (aunque uno acabe familiarizándose con los circuitos más fiables) es una aventura permanente, una búsqueda que se resiste a la ritualización.

Y, además de tiempo, el cambio de hábitos informativos requiere esfuerzo. Los medios oficiales nos instalan en una cómoda pasividad, emblematizada por la simpsoniana imagen del teleespectador arrellanado en un sillón, mientras que los medios alternativos exigen participación, búsqueda y elección permanentes.

Pero, sobre todo, descubrir y asimilar la verdad no manipulada es doloroso. Nos obliga a reconocer que estamos en el bando de los malos. Que los verdaderos terroristas son quienes supuestamente defienden nuestra «democracia». Que nuestros gobiernos y nuestros ejércitos son responsables de expolios y masacres atroces. Que los llamados «terroristas islámicos» y sus desmanes son, en última instancia, una respuesta a los abusos y los atropellos de Occidente, incomparablemente más abyectos y devastadores. Que en el Estado español se tortura como durante el franquismo, y que el terrorismo de Estado es, aquí como en resto del mundo, el padre del otro «terrorismo» (y el otro lo pongo entre comillas porque el único terrorismo digno de ese nombre es el de Estado).

Reconocer todo eso es difícil y doloroso. Y arriesgado. No es fácil esforzarse en buscar una verdad cuyo conocimiento nos revela nuestra condición de cómplices y nos enfrenta, por tanto, a la exigencia moral de ir en contra de nuestros propios privilegios y de poner en peligro nuestra mezquina «seguridad». Cuando juzguemos a los alemanes que no quisieron enterarse de que a pocos kilómetros de sus casas había campos de exterminio, preguntémonos si no merecemos el mismo veredicto que ellos.

¿Por qué voy a hacer un trabajo de autoformación duro, difícil y peligroso que va a obligarme a reconocer que soy un cobarde aferrado a sus viles privilegios? ¿Para qué quiero tener criterio, si solo me va a servir para entrar en conflicto con mi mundo y, en última instancia, conmigo mismo? ¿Por qué habría de convertirme en una persona incómoda para el poder, susceptible, por tanto, de ser marginada, represaliada o incluso perseguida? Estas son las preguntas que, más o menos conscientemente, todos nos hacemos. La respuesta es muy sencilla, aunque nos resistamos a verla: porque de lo contrario nos convertimos en cómplices, cuando menos por omisión, de crímenes tan repugnantes como los del nazismo (o los del franquismo del que nuestra «democracia» es heredera). Porque de lo contrario merecemos que los desposeídos y los ultrajados, los millones de desesperados de todo el mundo, nos consideren sus verdugos y nos traten como a tales.