El debate sobre la experiencia de un sector de la clase trabajadora argentina con el peronismo ha ido creciendo al calor de la emergencia del FIT y sus buenos resultados electorales. Y si bien alertamos contra las tendencias mediante las cuales el régimen intenta «integrar» a las expresiones antisistema, también planteamos que el modo más […]
El debate sobre la experiencia de un sector de la clase trabajadora argentina con el peronismo ha ido creciendo al calor de la emergencia del FIT y sus buenos resultados electorales. Y si bien alertamos contra las tendencias mediante las cuales el régimen intenta «integrar» a las expresiones antisistema, también planteamos que el modo más efectivo de combatirlas es utilizando el peso político logrado en función de la conquista de posiciones estratégicas, para ganar influencia real y creciente en la amplia vanguardia obrera; ya que la buena elección del FIT expresa a una franja de trabajadores que se inclinaron hacia la izquierda clasista. La reflexión sobre las tareas del Frente de Izquierda conlleva a su vez un componente de prefiguración del futuro desarrollo del movimiento de la clase trabajadora y su relación con los otros sectores populares oprimidos, cuáles serán los alcances de los elementos de ruptura con el peronismo, a través de qué formas organizativas y políticas se expresará, etc.
En este sentido, nos interesa profundizar algunos aspectos de lo que se plantea acá, sobre la propuesta de los compañeros del PO de poner en pie «un nuevo movimiento popular, esta vez bajo las banderas del socialismo».
En la historia del marxismo, la relación pueblo-clase obrera es un eje de la interpretación del desarrollo histórico de las revoluciones (esquematizado con gran inteligencia por León Trotsky en Resultados y Perspectivas, en la comparación entre 1789, 1848 y 1905) así como de los problemas estratégicos acerca de la alianza de clases a establecer y el rol de la clase obrera en la misma. Cuando el stalinismo impone la «teoría» de los Frentes Populares, impone asimismo una restauración de la vieja teoría menchevique de alianza con la burguesía democrática y revolución por etapas, pero también una relativa restauración del populismo y su dilución de la clase obrera en el pueblo. Sobre estas bases se desarrollaría luego el «eurocomunismo» en la segunda posguerra, con el que tiene elementos de continuidad el «posmarxismo».
Desde las Montoneras hasta el peronismo, los «movimientos populares» son considerados la «forma» por antonomasia de los movimientos históricos argentinos. Este tipo de enfoque subsume el rol de la clase obrera y más en general la existencia de la división de clases, al servicio de la justificación histórica de diversas variantes de alianzas de conciliación de clases. De ahí que sea un lugar común la idea, instalada por el peronismo y sofisticada por intelectuales de izquierda como Portantiero y Aricó, de que la clase obrera en la Argentina se constituye como clase al mismo tiempo que como integrante del «movimiento nacional» peronista. Se identifica el surgimiento de la clase justo con el mismo momento en que perdía su identidad diferenciada y quedaba subordinada a un «movimiento nacional y popular», por un largo periodo histórico; movimiento que avanza a pasos agigantados en su «domesticación».
El período del movimiento obrero previo al surgimiento del peronismo, que engloba las experiencias del anarquismo, socialismo y comunismo, si bien deja valiosas lecciones para la estrategia del proletariado y duró casi lo mismo o más que el «ciclo peronista» (si contamos desde las primeras sociedades obreras hasta las huelgas de la carne de 1943), aparece como un período en el cual el movimiento obrero actúa como un factor independiente (sin perder de vista el desarrollo creciente de sectores más proclives a la subordinación al estado expresado en la corriente «sindicalista»), pero sin hegemonía, es decir, sin un rol dirigente respecto de los restantes sectores oprimidos, en especial las capas medias urbanas (con la excepción de las alas izquierdas que surgieron en la Reforma Universitaria). Y esto era relativamente lógico porque las corrientes predominantes no tenían una estrategia «hegemónica»: El PS era puramente parlamentario, los anarquistas eran muy combativos pero tenían una concepción más cercana al «populismo», el PC, a pesar de su gran rol en la organización de la nueva clase obrera durante los años ’30, lo hizo bajo una orientación general ultraizquierdista, que después vira al Frente Popular con la «burguesía democrática» y los «sindicalistas» se integraron en el peronismo.
Resumiendo, en la teoría estamos frente a una retrogradación de carácter histórico en la cual de la teoría de la hegemonía proletaria entendida esta como predominio social y político del proletariado, se pasó a una concepción de «bloque popular» y «hegemonía sin determinación de clase».
En la historia argentina, estamos frente al dilema del movimiento obrero que actúa como sujeto de lucha, pero no logra ser hegemónico y su falsa superación por un «movimiento nacional-popular» en el que se diluye la clase obrera y su peso social en un «movimiento» más amplio, cuya unidad se suelda desde arriba con una identidad política. La resolución de esta oposición, difícilmente pueda darse bajo las formas «populistas» impuestas por el peronismo, pero con una identidad política «socialista». En este sentido, la formulación del PO, que a simple vista aparece como más «hegemónica», conlleva el peligro de que sin definición de un anclaje de clase, resulta en algo contrario a la hegemonía (proletaria).
Para que la izquierda revolucionaria pueda realmente poner en pie un movimiento profundamente «popular y nacional» (en el sentido de no corporativo); carácter que tiene que tener todo movimiento social que pretenda protagonizar una revolución, es necesario que la clase trabajadora se proponga dirigir al resto del pueblo.
Como planteamos en su momento acá, la «hegemonía» no la garantiza un partido que se atribuye tener el «punto de vista» de la clase obrera (como pensaban, más allá de sus diferencias de tiempo, lugar y posiciones específicas, Gramsci, el General Giap y el Che Guevara), sino que implica que la clase obrera ejerza el liderazgo real de los oprimidos a través de una alianza social, que a su vez tiene expresión política en un partido revolucionario que promueve esa alianza como parte de una estrategia conciente. En este contexto, un «movimiento popular» que realmente exprese las «banderas del socialismo» no puede pensarse sin el desarrollo de la independencia política de la clase obrera y su rol «hegemónico» respecto de los restantes sectores oprimidos, para lo cual la lucha por una nueva «identidad» política en la vanguardia de la clase obrera, no puede desligarse de la conquista de «centros de gravedad» (recuperación de comisiones internas y sindicatos) e instancias de coordinación («sovietismo») como dos aspectos centrales de una estrategia para vencer.
Del actual apoyo de sectores obreros y populares al Frente de Izquierda, pueden desprenderse dos alternativas: la de hacer una izquierda amplia tipo Syriza (como ya están pidiendo los que antes decían que el FIT era un acuerdo de pequeñas iglesias y ahora de pronto descubrieron todas sus virtudes) o la de avanzar en el debate sobre cómo construir un partido revolucionario, ligado estrechamente al desarrollo de la experiencia de ruptura de sectores de la clase obrera con el peronismo. Porque sino en vez lograr la hegemonía, se corre el serio riesgo de ser «hegemonizado».
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