Recomiendo:
0

El imperturbable oficial de los ‘vuelos de la muerte’

Fuentes: El Mundo

Scilingo escuchó ayer con extrema atención la lectura de los cargos en su contra que realizó el magistrado ponente de la sentencia, José Ricardo de la Prada. Mientras muchos de los familiares de desaparecidos durante la dictadura presentes en la sala se esforzaban para contener las lágrimas ante el relato sobre las torturas que tenían […]

Scilingo escuchó ayer con extrema atención la lectura de los cargos en su contra que realizó el magistrado ponente de la sentencia, José Ricardo de la Prada. Mientras muchos de los familiares de desaparecidos durante la dictadura presentes en la sala se esforzaban para contener las lágrimas ante el relato sobre las torturas que tenían lugar en el campo de concentración en que se había convertido la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) donde estaba destinado Scilingo, el rostro de éste se mantenía imperturbable.

Cuando el magistrado recordó que era a él, en tanto que jefe del taller de automotores, a quien sus colegas de armas encargados de los asados (cremaciones de cadáveres de prisioneros) solicitaban los neumáticos, gasolina y aceite para consumar su macabra labor, Scilingo seguía imperturbable. En ningún momento bajó la vista, estaba atento, como si controlara que el ponente hubiera reconstruido fielmente los hechos de los que él fue protagonista.

Así escuchó cómo el magistrado recordó su propio testimonio sobre dos de los vuelos de la muerte en los que reconoció haber participado. Cuando hizo aquellas declaraciones, describiendo ante la Justicia con puntillosidad cómo los prisioneros que el Grupo de tareas 3.3.2 (al que él pertenecía) fueron sedados con pentotal antes de ser cargados en un avión para arrojarlos luego mar adentro, Scilingo mencionó especialmente un hecho que lo dejaría «alterado de por vida». ¿Tuvo tal vez conciencia en ese momento del asesinato colectivo del que estaba participando y reaccionó ante ello? No, no fue eso precisamente lo que conmocionó a Scilingo.

Según sus propias palabras, lo que más marcó su vida de aquellos vuelos en los que decenas de jóvenes narcotizados eran lanzados al mar tras haber padecido durante meses y meses terribles torturas, fue el hecho de que en una ocasión él estuvo a punto de perder el equilibrio y caer también al agua al arrojar a una de sus víctimas. Scilingo no fue evidentemente ninguno de los máximos responsables de la dictadura argentina que en el periodo de siete años segó la vida de cerca de 30.000 personas. Hay muchos generales y otros altos mandos de las Fuerzas Armadas con las manos mucho más manchadas de sangre que él que siguen sueltos. Otros cumplen detenciones en sus domicilios o en cuarteles, arropados por sus camaradas de armas.

Pero Scilingo tampoco era un inocente, era un oficial con responsabilidades dentro de uno de los centros de tortura y exterminio más importantes que mantuvo la dictadura, uno de sus símbolos máximos. Ese señor que ayer escuchaba imperturbable la condena no fue cómplice del genocidio desde un puesto administrativo, elaborando simplemente relaciones de detenidos.

Como él mismo lo reconoció, participó como miles de oficiales en esa suerte de hermanamiento de sangre, trabajando activamente en la guerra sucia. Fue tanto chófer de vehículos en operativos de secuestros, como repararó picanas; recicló automóviles robados a desaparecidos y formó parte de los grupos encargados de los citados vuelos de la muerte.

A pesar de que la mayoría de los letrados de la acusación consideraban ayer que el tribunal tendría que haber calificado de genocidio los delitos cometidos por Scilingo más que de lesa humanidad, todos coincidían en valorar el gigantesco paso dado a favor de la justicia universal.

La condena de ayer es histórica porque 22 años después del fin de la dictadura argentina, se convierte en la primera que recibe uno de los miembros de sus cuerpos represivos tras ser procesado con su presencia por un tribunal extranjero. El tristemente célebre represor Alfredo Astiz, también de la Armada, fue condenado en 1990 por un tribunal de París a cadena perpetua por el secuestro y asesinato de las monjas Alice Domon y Léonie Duquet, pero tuvo que ser juzgado en rebeldía.

Por eso la condena supone un importante precedente y un innegable estímulo para la acción de la Justicia argentina.