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El Kirchnerismo en la encrucijada

Fuentes: Rebelión

Cumplidos con holgura los primeros cien días de gobierno de Cristina Fernández, el kirchnerismo, en tanto proyecto político, se halla en una encrucijada decisiva para la definición, tanto de su futuro, como del futuro del país. El proyecto que, casi sin oposición y con absoluta comodidad, ganaba las elecciones de octubre pasado, prometiendo una sutil […]


Cumplidos con holgura los primeros cien días de gobierno de Cristina Fernández, el kirchnerismo, en tanto proyecto político, se halla en una encrucijada decisiva para la definición, tanto de su futuro, como del futuro del país. El proyecto que, casi sin oposición y con absoluta comodidad, ganaba las elecciones de octubre pasado, prometiendo una sutil combinación de continuidad y cambio, muestra en los instantes en que escribo estas notas, todas sus fisuras, todas sus contradicciones, todas sus debilidades y, por qué no decirlo, varias de sus miserias.

Lo paradójico es que, en cierto sentido, buena parte de esta crisis es el resultado del propio éxito del gobierno de Néstor Kirchner. Los principales indicadores muestran un buen desempeño de la economía, con una tasa de inflación lógica y adecuada a la tasa de crecimiento anual. El desempleo ha bajado en una proporción sencillamente espectacular, y algo similar ha sucedido con la indigencia y la pobreza. Tampoco aparecen expectativas claras de crisis en el futuro inmediato. El liderazgo del gobierno en ambas cámaras, y su presencia dominante en casi todas las provincias muestran a las claras un panorama de fortaleza institucional, refrendado tanto por la contundente victoria electoral, como por los giros y las indecisiones de una oposición política que no acierta, ni en las formas, ni en los contenidos del discurso para capitalizar de algún modo las oportunidades de la coyuntura.

Posiblemente, ese sea el principal problema: no existen graves dificultades, ni económicas -tal vez con excepción del impacto inflacionario-, ni políticas -al menos, en el rango de la representación institucional-, que surjan de algún mal estructural irreparable. Se trata de un ciclo de crecimiento sostenido, conducido, hasta ahora, con relativa facilidad por un gobierno de cuyo caudal popular ningún analista se animaba, hasta ahora, a dudar. Precisamente debido a dicha convicción, determinados sectores de la sociedad, representados antes en el plano corporativo que en el débil plano del sistema de partidos, han salido a cuestionar abiertamente la legitimidad del proyecto hacia el futuro. Entre estos sectores, se cuentan las fracciones predominantes de la burguesía agraria, el capital financiero transnacional y ciertos grupos rurales subalternos, socialmente insatisfechos, políticamente encuadrados en la Federación Agraria Argentina.

No puede decirse que este conjunto de grupos sea, realmente, un bloque con aspiraciones hegemónicas. Ni siquiera lo pretende: su reclamo es estrictamente sectorial, y no asume en ningún momento la bandera del interés común. Sin embargo, el carácter no institucional de su cuestionamiento a las estructuras y acciones de gobierno pone en jaque, por definición, a la estructura republicana de la que el peronismo es usuario habitual: lo interpela en un terreno distinto, peligroso, difícil de controlar: el terreno del poder real. No nos engañemos: esta puja no tiene por origen una discusión de orden tributario. Lo que está en discusión, planteado en términos simples, es si el gobierno tiene o no la potestad, la legitimidad, la capacidad y la autoridad para intervenir en los gigantescos negocios que genera la recuperación sostenida de la economía. En otras palabras, hablamos del Estado, de quién lo controla, y de los intereses a los que sirve.

En algún sentido, es bueno que esto suceda. Ningún proyecto de cambio, por más tímido que sea, por más limitado que parezca, puede prescindir de la redefinición del actor estatal. En el fondo, es esto lo que se viene disputando, al menos desde el retorno de la democracia en la Argentina. El proyecto alfonsinista fracasó por su incapacidad para darse un espacio de autonomía respecto de los grandes grupos económicos, que terminaron por enviarlo al infierno. Menem, en cambio, optó por pactar con dichos grupos un esquema de gobernabilidad en el cual los sectores privados avanzaron sobre todas las posiciones del aparato estatal que habían quedado en sus miras tras la última dictadura: privatización de los servicios públicos, consolidación del poder financiero, control absoluto de la política económica, fiscal y monetaria, etc. En pocas palabras, de un Estado débil en los años ochenta, pasamos a un Estado capturado en los años noventa. A medida que la Convertibilidad fue mostrando sus límites, estos grupos prepararon su propia salida, y mientras el país se hundía en el marasmo económico más importante de su historia, en 2001 más de cuarenta mil millones de dólares dejaban el país.

En el territorio arrasado que emergió después de la crisis, pocas cosas eran más improbables que las que sucedieron. Después de tocar fondo y rebotar unas cuantas veces, la economía argentina demostró, una vez más, una sorprendente capacidad de recuperación. Al mismo tiempo, el liderazgo renovador de Néstor Kirchner saldaba varias de las cuentas pendientes del Estado: con los acreedores externos, con los sectores más golpeados por la crisis, pero sobre todo con su propia historia reciente. En este sentido, la inclusión de los derechos humanos como un eje clave de la agenda pública implicó un sinceramiento, no solamente del papel que jugó el terrorismo de Estado en tanto maquinaria de exterminio masivo, sino también en tanto instrumento de dominación económica y social. En este caso, en tanto instancia de destrucción, condicionamiento y subordinación del propio Estado a los intereses privados.

Que el proyecto político kirchnerista haya llegado tan lejos dando tan pocas definiciones de fondo es, en buena medida, el resultado del descrédito sin atenuantes que sufrieron los discursos públicos neoliberales explícitamente identificados con las gestiones de los años noventa, en una sociedad en la cual dichos relatos habían calado muy hondo, hasta constituir una suerte de «sentido común». Dicho sentido común, vale recalcarlo, no desapareció con la marea de 2001. Antes bien, se reconvirtió en un discurso de corte netamente antipolítico, que fue tomando, a medida que avanzaba la gestión de Kirchner, un contenido de clase cada vez más antipopular. Pero, por su propia naturaleza no institucional, su potencial conflictivo permaneció, en general, en estado de latencia. Pero esa capacidad para acumular legitimidad, por así decir, «en el vacío», surgió también de la convicción generalizada de que, en la instancia excepcional desatada por la salida de la Convertibilidad, el Estado era el único actor con capacidad de redefinir las reglas del juego, a fin de que permitiesen algún tipo de recomposición de la economía y la sociedad.

Esa idea – fuerza, generalizada entre 2001 – 2005, hoy es, no casualmente, el eje del cuestionamiento de la oposición corporativa. Las principales corporaciones agropecuarias del país ya no quieren un Estado que vele por sus intereses: en rigor, no quieren que el Estado intervenga en sus asuntos. Aunque pueden leerse matices en sus discursos públicos, late en ellos un rechazo global del intervencionismo estatal -ora en forma de retenciones, ora en forma de subsidios-. Las fracciones predominantes del capital agrario, una vez superada la crisis, no están dispuestas a compartir los beneficios de la bonanza con el resto de la sociedad. Tampoco están dispuestas a rendir cuentas. Por eso, ante la emergencia de un nuevo gobierno, sacaron a jugar todo su potencial reaccionario, todo su poder de convocatoria, no en el rechazo de una medida puntual, sino con el objetivo de condicionar al actor estatal, forzarlo a ceder, sacarlo de la ecuación. Pero la fuerza de su prédica no se explica meramente por la siempre presente «conjura» de los medios, como se empecina en creer un sector del oficialismo, sino por el fracaso del gobierno a la hora de dividir el bloque agrario con medidas efectivas para pequeños productores y arrendatarios. De este modo, convirtieron, quizás sin quererlo, a personajes como Luciano Míguens, presidente de Sociedad Rural, o a Alfredo de Ángelis, dirigente regional de FAA, en una suerte de caudillos «federales» del interior, con bases propias como nunca soñaron, enarbolando un discurso contrario al «centralismo» de Buenos Aires, en la tradición de Facundo Quiroga y Felipe Varela. Inútil constatarlo: en la mayoría de las ocasiones, el propio medio es el mensaje.

Ante este desafío, debemos reconocerlo, los reflejos del kirchnerismo tardaron en aparecer. Y las respuestas distaron de ser las mejores. La iniciativa táctica, un eje absoluto de la presidencia de Néstor Kirchner, se perdió en la marea a medida que nuevos actores se sumaban al lock out, y se hacía evidente que no se trataba de «una medida más». La asociación de sectores urbanos a la protesta -que pudo haberle dado ese ribete discursivo de defensa del interés general al reclamo puramente corporativo del sector agrario- fue contrarrestada por acciones poco ingeniosas, que potenciaron el eje peronismo – antiperonismo, en lugar de reforzar la posición estatal.

Por su parte, la movilización masiva de seguidores del oficialismo, de nuevo bajo los símbolos de la liturgia peronista, debilitó la postura presidencial para negociar en nombre del interés común y las instituciones democráticas, que no son patrimonio de una corriente. Y la reactivación de la Ley de Abastecimientos -medida simbólica, de legalidad dudosa y, como mínimo, escasa relevancia práctica- trajo a la memoria de la población las escenas de caos y derrota en cuyo contexto fue pergeñada, allá por junio de 1974. En una palabra, el gobierno hizo mal todo o casi todo lo que podía hacer mal, frente a un desafío de recalcitrante contenido reaccionario, que no supo interpretar[1].

Y así llegamos a la disyuntiva del gobierno. En estos días, las entidades han anunciado que las medidas ofrecidas por el gobierno, incluidos millonarios subsidios al pequeño y mediano productor, no las satisfacen ni por asomo. Sea como medio de subir la apuesta, o porque en verdad interpretan la coyuntura política sobreestimando sus recursos, los principales referentes de la Sociedad Rural, Confederaciones Rurales Argentinas, Federación Agraria Argentina y CONINAGRO, han confirmado en horas recientes que podrían volver al lock out a partir del 2 de mayo, día en que expira la «tregua» declarada veinte días antes. La respuesta del gobierno parece consistir en un endurecimiento que supone una doble estrategia: por un lado, apostar al «ablande» de las posiciones más duras por el paso del tiempo, combinado con la represión selectiva de aquellos núcleos donde la táctica de piquete se renueve.

No está claro qué consecuencias políticas pueda traer aparejado este plan de contingencia. Si bien es cierto que, por una parte, las consecuencias del desabastecimiento y de los masivos incendios forestales han ido erosionando la simpatía urbana por la protesta rural, la eventual represión del bloque de sectores movilizados, al incluir necesariamente en el combo al espacio gremial de la pequeña y mediana producción que representa la FAA, clausuraría definitivamente las chances de reconversión de las políticas públicas en el campo, al romper lanzas con, eventualmente, su único interlocutor viable. Al mismo tiempo, la sensibilidad pública respecto de este tema es muy variable: la opinión pública, nunca más volátil e imprevisible, está exasperada, tanto por una escalada mediática de desinformación, como por una oposición empecinada en seguir el modelo de sus pares venezolanos: desestabilizar primero, pensar después.

En todo caso, después de esta encrucijada, el kirchnerismo ya no será lo mismo. La oposición, tanto en el nivel institucional como fuera de éste, no va a regalarle nada, y aún la medida más tibia ha de recibir respuestas hiperbólicas. La sociedad va a comenzar a reclamar soluciones concretas para problemas complejos, como la inflación y la inseguridad. En ese escenario, es más que probable que, aún con la tibieza que lo ha caracterizado, el kirchnerismo elija abdicar de sus objetivos públicos, priorizando la continuidad y la estabilidad. De ser así, se clausuraría el proceso de reformas políticas, económicas y sociales más impactante de los últimos treinta años. Y si no me creen, compren La Nación.

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[1] Quiero destacar, subrayar y aclarar que de ningún modo atribuyo estas falencias a la figura personal de Cristina Fernández. Al contrario, sin su hábil contrapunto, sin su sutil manejo del discurso, el sector del peronismo que responde al ex presidente Kirchner hubiese sufrido todas las zancadillas de la oposición. La falencia, vale recalcarlo, es de un proyecto, de rango nacional, cuyos límites la actual presidenta hereda, en todo caso sin la imaginación necesaria para superar. En la Argentina estamos demasiado acostumbrados a mirar hacia las alturas, sea para el elogio como para la descalificación. Huelga decir que no comparto esta clase de interpretaciones, «gorilas» por omisión, reduccionistas por defecto.