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El miedo a la revolución del saber

Fuentes: Página/12

La ignorancia siempre fue condición del sometimiento: hace doscientos años, en Estados Unidos, se penaba a quien enseñase a leer y escribir a un esclavo; si quien lo hacía era negro, la pena era de azotes. En la Argentina tuvimos la suerte de que los proyectistas del país oligárquico del siglo XIX montasen un control […]

La ignorancia siempre fue condición del sometimiento: hace doscientos años, en Estados Unidos, se penaba a quien enseñase a leer y escribir a un esclavo; si quien lo hacía era negro, la pena era de azotes.

En la Argentina tuvimos la suerte de que los proyectistas del país oligárquico del siglo XIX montasen un control social homogeneizante del variopinto transporte masivo de población europea, también mediante la enseñanza primaria obligatoria en la escuela pública y laica. Fue una ventaja innegable, por más que estuviese acompañada con una segunda etapa de domesticación de hombres mediante el servicio militar obligatorio y, para los indeseables, la «ley de residencia» del autor de «Juvenilia» y nuestra Siberia de Ushuaia. Con las mujeres no era necesario nada de eso, pues se las controlaba indirectamente mediante el patriarcado.

De toda forma, se repartió instrucción, aunque sin exagerar, porque el nivel universitario seguía estando reservado a una minoría. Con la Reforma de 1918 entró más plenamente la clase media a nuestra vida universitaria. La gratuidad la completó el peronismo en 1949. Sin Yrigoyen y Perón no sabemos cuántos de nosotros no hubiésemos podido llegar a la universidad. Por suerte, la historia no se escribe con potenciales.

Esa apertura a la clase media y a algunos esforzados más humildes, produjo toda clase de profesionales, muchos brillantes, pero no se debe pasar por alto que también salieron de nuestros claustros algunos personajes que Max Weber clasificaría en sus tipos ideales como «especialistas sin corazón», o sea, quienes saben todo de su especialidad, pero ignoran el resto y tampoco quieren saber al respecto.

Este producto se combinó frecuentemente con el «meritocrático» individualista radicalizado, que alucina que todo lo obtenido se debe a su esfuerzo personal, como si no existiese el Estado, la sociedad, la cultura, el prójimo, o sea, sólo él aislado en un autoclave. De esta ensalada resultó el «medio pelo» que caricaturizaba Jauretche, con las incontables variables de «sonseras argentinas» que siguen hasta el presente. Es decir, que nuestra universidad produjo personas brillantes y lúcidas, pero también contribuyó a sembrar el odio del eterno «gorilismo» argentino, antiyrigoyenista en 1930, antiperonista en 1955 y «anti» todo lo popular y solidario hasta hoy.

De todas maneras, la gratuidad universitaria no era suficiente para abrir las puertas de la vida académica a toda nuestra juventud. Los jóvenes humildes de los conurbanos profundos y los que vivían en las provincias alejados de las sedes universitarias, no podían ingresar a los estudios terciarios, salvo casos excepcionales de casi heroísmo o, al menos, de fuerte empecinamiento por el saber. Los pibes trabajadores debían viajar horas o tratar de sobrevivir lejos de sus familias, además de los inevitables gastos en textos, material, etc.

Fue en las últimas décadas que las nuevas universidades nacionales convocaron a los jóvenes de las clases trabajadoras, no sólo en el conurbano bonaerense sino también de los rincones lejanos de nuestras provincias. El impulso que recibieron esas universidades dio lugar a un espectáculo maravilloso. Hay pibes y pibas universitarios que viven en barrios precarios, en «villas». A veces nos emociona hallar al padre -jubilado que compensa su frustración juvenil- junto al hijo en la misma aula. No es cierto que los pobres no van a la universidad, se equivoca la gobernadora, quizá debió sincerar su pensamiento y decir que «los pobres no deberían ir a la universidad».

Por cierto, no faltan los críticos que observan que «hay mucha deserción». Es posible, pero al menos esos pibes y pibas llegaron a la universidad, y quienes desertan quizá sean mañana dirigentes sindicales, legisladores, intendentes, gobernadores, algo habrán aprendido, en modo alguno se trata de un esfuerzo o dispendio inútil para el Estado, salvo para quienes piensan que repartir conocimientos -aunque no terminen en un diploma- es algo socialmente negativo.

Lo que molesta al elenco gobernante y al «gorilismo» ancestral es que esta entrada de nuevos estudiantes provoca un cambio cualitativo al que temen los pocos lúcidos del pobre elenco gobernante y que los más, menos lúcidos, se limitan a intuir. Ese piberío de chicos y chicas que entró a la vida universitaria trae consigo sus vivencias infantiles y adolescentes, preguntan y van tomando consciencia de la larga discriminación clasista y hasta racista de que son víctimas los suyos y ellos mismos y, por ende, no se conforman con «especializarse», sino que quieren saber más y más sobre el resto, sobre la Nación, la historia, la sociedad, el mundo en que les toca vivir.

El elenco gobernante sabe o intuye que estamos enseñando al piberío pobre el «know how» que ellos querían monopolizar y que lo aprende rápido, al tiempo que van sabiendo que son víctimas del programa de endeudamiento (o de administración fraudulenta) del actual gobierno y de los que lo precedieron en las anteriores etapas de entreguismo colonialista que sufrió nuestra Nación.

Esto horroriza al elenco gobernante y al eterno «gorilismo», que con gritos chillones reclaman «la política fuera de la universidad», como si no fuese función de ella también la de generar buenos ciudadanos y no los «especialistas meritocráticos sin corazón». La universidad (la «univesitas», el «universo todo uno»), es por excelencia el lugar donde «todo» debe enseñarse, tratarse y discutirse. Reducir la universidad a una fábrica reproductora de ese producto híbrido de alta peligrosidad social es, sencillamente, pretender que pierda su esencia y su razón de ser que, justamente es lo que se proponen los pedigüeños que, con la escudilla en mano, se sientan en las escaleras del Fondo Monetario Internacional.

Los agentes de este totalitarismo corporativo financiero (sólo enmascarado con la ideología del «neoliberalismo»), saben muy bien que cuando los excluidos dispongan del «know how» disputarán con ellos y lo harán con ventaja, porque como son pobres tienen más tiempo que los títeres locales de transnacionales. Saben también que eso es incompatible con su proyecto de sociedad 30 y 70 (70% de excluidos), pero por sobre todas las cosas, algunos de los más lúcidos -pocos por cierto- saben algo que es mucho peor para ellos: el sistema no está hecho para resistir esa inclusión que, de producirse, lo hace estallar y pone en movimiento una nueva dialéctica.

Esa sería la verdadera revolución, la «revolución del saber», la «revolución pacífica» que no pueden tolerar. Los descendientes de quienes -para escándalo de nuestras oligarquías- en 1916 desataron las caballos del coche que llevaba a Yrigoyen a la Casa de Gobierno, de los que en 1945 refrescaron sus pies en la fuente de la Plaza de Mayo, de los que en 1955 fueron ametrallados en el mismo lugar, van siendo nuevamente incorporados, pero la incorporación en el siglo XXI debe ser por medio del «saber», del «know how», ahora no basta con adiestrar los brazos, es necesario preparar las neuronas, romper el monopolio del «saber» y empoderarse del conocimiento.

Hoy no se hace una revolución tomando por la fuerza, violentamente, el palacio de invierno y derrocando zares, porque, además de que la violencia provoca violencia y a la larga casi nada más, no hay más zares ni existe un poder concentrado en ningún palacio. El cambio social profundo, inclusivo, la revolución del siglo XXI se hace apoderándose del conocimiento, que la elite se empeña en monopolizar. La persona que carece de conocimiento está destinada a ser subalternizada en la sociedad actual, al igual que la nación que carece de desarrollo científico lo está en el concierto mundial. Las elites saben que financiar universidades nacionales es serruchar la rama en que están sentados. Por eso, tienen miedo.

El miedo impulsa al colonialista elenco gobernante a sostener que hay «demasiadas universidades», en una versión actualizada de la táctica esclavista bicentenaria norteamericana. Por eso no sólo reducen los presupuestos universitarios, desfinancian el desarrollo tecnológico, desmantelan proyectos, persiguen penalmente a los rectores (con el abuso de poder de algún fiscal de los que «ponen el cuerpo»), sino que incluso quieren acabar con lo rescatable del programa de control social del siglo XIX, insultan y difaman a los maestros y profesores, les retacean aumentos, precarizan escuelas, mandan matones a secuestrar maestras.

Los docentes de todos los niveles nos hemos convertido en un «peligro» para este gobierno que, cada día, parece más cercano a un «régimen» (si es que ya no lo es). Ahora no distinguen entre «esclavos y no esclavos» al penalizar a quienes cometen el tremendo delito de enseñar y a todos nos quieren tratar a los azotes.

En este contexto persecutorio y difamador, el oficialismo incurrió en la hipocresía de querer participar en un homenaje a Alfredo Bravo. Por suerte lo pararon, advirtiendo que Alfredo estaría hoy de «paro». Quienes tuvimos la suerte de conocerlo sabemos que no sólo estaría de «paro», sino que diría cosas irreproducibles, con las que también enseña un buen maestro cuando es menester decirlas. Nos falta Alfredo, Mary Sánchez y otros, pero tenemos maestros, universidades y nuestro piberío haciendo la revolución silenciosa del saber. No podemos detenernos.

E. Raúl Zaffaroni. Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.