El gobierno actual sufre una declinación que ya parece indetenible y se plantea la permanencia del kirchnerismo después de su opaco fracaso en su retorno a posiciones de poder en 2019.
El kirchnerismo languidece. Está atado al apoyo más o menos vergonzante a un gobierno que sigue las pautas del Fondo Monetario Internacional. En medio de irresolutos propósitos de diferenciación, en estos días han votado un presupuesto signado por el recorte de gastos, incluso en rubros fundamentales. Y respaldan el rumbo económico centrado en el favorecimiento de actividades exportadoras que puedan generar dólares destinados al pago de la deuda-estafa.
Al mismo tiempo avalan aunque sea con el silencio cómplice actos represivos como los cometidos en la escalada contra los mapuche. Una figura icónica como Sergio Berni sigue paseando su desparpajo ultraderechista en la cima del aparato estatal de la provincia de Buenos Aires. Aníbal Fernández, con sus frondosos antecedentes, ocupa la cúspide del aparato de seguridad nacional.
Una apariencia de fortaleza con bases endebles
Una debilidad de las corrientes afines a Cristina Fernández de Kirchner es su escaso arraigo en el movimiento social real. Unos pocos sindicatos en manos de dirigentes aliados, casi nula presencia en las organizaciones “piqueteras”. El costado “positivo” es que eso hace que no tengan unas bases organizadas y demandantes, que le hagan más difícil la política de concesiones al poder real.
Su organización de masas es La Cámpora, originalmente creada desde el aparato del Estado, muy ligada a capas medias de discurso más o menos progresista. Siempre entretenida por la disputa por cargos con la dirigencia tradicional del Partido Justicialista. Allí han alcanzado un margen de éxito gracias al manejo de la “lapicera” que suele delegarles “la jefa”.
Las propuestas del período más progresista de los gobiernos del Frente para la Victoria no han sido repuestas a partir de diciembre de 2019. Ni la ley de medios, ni las políticas de promoción del enfoque de género y diversidades volvieron con fuerza, por ejemplo. Y la acción en materia de derechos humanos no encontró nuevos objetivos, más allá de los juicios que prosiguen, sin ocupar un lugar central en la agenda pública.
Las acciones democratizadoras no ocupan ningún lugar. Hoy se agita la supresión de las PASO, que tienen aspectos controvertibles pero podrían ser consideradas un intento de abrir a mayor participación ciudadana.
Continúan sufriendo el ataque constante de los grandes medios. Los impugnan con un “republicanismo” cuyos patrocinados no practican. Y descalifican sus claudicantes políticas económicas en nombre del programa del gran capital postulado a pleno. El Poder Judicial insiste en su trabajo de demolición, con juicios por actos de corrupción reales o supuestos de la etapa anterior.
La denuncia del lawfare pierde filo, en cuanto es una apelación que nunca fue respaldada por acciones concretas. Hasta los medios que le son propicios presentan últimamente fisuras en su apoyo y ensayan críticas.
Ante una agresión flagrante como el ataque a la actual vicepresidenta quedó patente la renuncia a la movilización popular. Tras un amague inicial lo desactivaron con rapidez. El reclamo de investigación de las complicidades quedó remitido a los medios afines, y el esclarecimiento de la trama del atentado encerrado en la crónica policial y judicial.
La falla inicial
Sin duda la marca de origen de este período de gobierno condiciona mucho. Nos referimos al renuncio inicial de CFK. Pese a tener buenas posibilidades de ganar las elecciones presidenciales delegó la candidatura en un “moderado”, muy propenso a la conciliación con los poderes de hecho y con un largo historial de adhesión a políticas de derecha. Incluidas las de Carlos Menem y Domingo Cavallo.
El argumento de que no la iban a dejar gobernar trasuntó un posibilismo de bajo vuelo. La tentación de eludir las confrontaciones con los factores de poder nunca puede ser el respaldo de una acción política innovadora.
La presidencia de Alberto Fernández resultó lo que se podía prever. Sus escasos amagos de independencia frente al gran capital terminaron en retrocesos sin atenuantes. La “correlación de fuerzas” desfavorable fue convertida en pretexto para cualquier abdicación. En problemas mayúsculos, como la inflación creciente, se optó por un imposible enfoque “consensualista”, frente a empresarios que se mueven con comodidad entre constantes incrementos de precios que les permiten aumentar sus ganancias.
CFK y sus partidarios ensayaron la crítica “desde adentro”, sin decisión firme, hasta que la derrota en los comicios de medio término les advirtió desde la perspectiva de la derrota. A partir de allí ensayaron un viejo expediente del peronismo: Tratar de jugar como “oposición” sin desechar los puestos y privilegios anejos a ser gobierno.
Esa táctica tiene serias restricciones, la diferenciación siempre fue parcial e insuficiente. Y el alineamiento con las necesidades populares insatisfechas quedó en general remitido al plano discursivo.
A la hora de dar respuesta a una coyuntura cada vez más crítica, la “solución” fue la entrega del ministerio de Economía, con amplios poderes, a un aliado dilecto de sectores del gran empresariado y los centros del poder mundial. Alguien que representa algo bien diferente de las promesas iniciales de estimular el consumo y la satisfacción de las necesidades populares.
A esta altura resulta previsible una derrota electoral, incluso por amplio margen, del Frente de Todos. Defraudó las expectativas que indujeron a votarlo y eso suele pagarse caro en política.
Tal vez sólo un tardío éxito en materia inflacionaria, que hoy no se avizora, pueda atenuar o incluso revertir esa tendencia. La perspectiva de hoy, sin embargo, es el kirchnerismo desalojado del poder en 2023.
La experiencia de casi todas las elecciones del pasado anticipa como de difícil cumplimiento la expectativa de atrincherarse en la gobernación de Buenos Aires. Lo más probable es que queden reducidos a gobernar algunas provincias y a municipios bonaerenses.
Lo que vendrá
Queda el interrogante de si el kirchnerismo logrará sobrevivir a este declive. En el que es muy factible que sólo le quede la confianza en la lideresa indiscutible, algunos anclajes en Estados locales y sus frágiles sustentos en la sociedad civil.
El Partido Justicialista seguramente buscará sus propios acomodamientos, que pueden incluir una entente cordiale con el futuro gobierno de la derecha.
En el “abajo” social, la proyección es quedar de frente a un furibundo ataque, orientado por quienes aspiran a refundar “la República” y terminar de una vez con el “populismo”.
Las agresiones materiales y simbólicas contra los intereses populares pueden jalonar una nueva gestión de Juntos por el Cambio.
El escenario podría tornarse en conflicto social agudo. Acompañado por una disputa del sentido común frente a un esquema de poder que pondrá todas sus armas al servicio del desprestigio de las luchas populares.
Un problema estará en el sustento político de esos “combates”. Difícilmente se lo encuentre en un peronismo desprestigiado, que desperdició la oportunidad de intentar algún rumbo diferente al del “neoliberalismo” que gustan denunciar.
Nuevas fuerzas críticas e independientes de las clases dominantes y del Estado pueden encontrar un lugar nuevo. Las luchas defensivas tienen limitaciones. Plantear la crítica práctica al capitalismo y no sólo la denuncia de sus acciones más extremas puede constituir la clave para trazar un programa de cambio radical y encontrar el camino para una contraofensiva.
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