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Argentina frente al abismo

El pacto con EE.UU. entrega soberanía y reactiva viejos privilegios británicos

Fuentes: Rebelión

La Argentina acaba de firmar un entendimiento con Estados Unidos que no puede describirse como acuerdo: es una claudicación lisa y llana, un gesto propio de un país que ha renunciado a decidir su propio destino.

El documento, presentado como un avance hacia “mercados abiertos”, funciona en realidad como una llave maestra que habilita una injerencia extranjera sin precedentes desde la posguerra. Y, lo más paradójico —o lo más grave— es que esa cesión de soberanía no solo favorece a Washington: reactiva automáticamente prerrogativas históricas del Reino Unido, nuestro adversario militar en 1982. Es decir: retrocedemos cuarenta años para reinstalar en silencio los mismos desequilibrios por los que la Argentina pagó con vidas y territorio.

Lo que se presenta como pacto económico es, en esencia, un pliego de condiciones. Estados Unidos no negocia: exige. La Argentina no discute: acata.

La asimetría es tan profunda que desnuda un problema mayor: estamos aceptando normas redactadas unilateralmente y, encima, en un idioma que no es el nuestro, con el detalle simbólico —pero no menor— de que solo la versión norteamericana es considerada oficial. La diplomacia argentina, otra vez, reducida a espectadora.

La metáfora es inevitable: firmamos con la lapicera ajena un contrato que otros ya habían escrito.

Washington obtiene acceso preferencial a casi todo el mercado argentino: medicamentos, químicos, maquinaria, insumos tecnológicos, dispositivos médicos, vehículos, productos agrícolas.

La Argentina, en cambio, recibe un beneficio limitado y condicionado: aranceles reducidos para recursos “que EE.UU. no produce”. Es decir, obtenemos ventajas solo sobre aquello que a la economía estadounidense no le importa.

El déficit comercial bilateral —hoy en torno a los dos mil millones de dólares— no solo quedará intacto: es probable que se agrande.

Y esto es apenas el comienzo.

El pacto habilita la importación directa de alimentos, insumos, carnes y productos elaborados bajo métodos regidos exclusivamente por normativas estadounidenses.

Eso implica que Argentina deberá aceptar mercaderías sin poder exigir controles propios. Es decir: renunciamos a estándares sanitarios que costaron décadas de construir.

Se trata de una renuncia inédita: permitir el ingreso de productos que pueden vulnerar nuestra legislación alimentaria, debilitar los sistemas de control epidemiológico y desplazar producciones locales enteras.

Un golpe directo al corazón del interior productivo.

Lo más insólito —y peligroso— es que todo beneficio otorgado a Estados Unidos activa automáticamente los privilegios previstos para el Reino Unido en los acuerdos firmados durante la década del ’90, cuando se consagró la cláusula de “nación más favorecida”.

En otras palabras: lo que le damos a Washington también se lo regalamos a Londres.

Así, un entendimiento con EE.UU. se transforma, por la puerta trasera, en un triunfo diplomático para el país que ocupa ilegalmente territorio argentino desde 1833.

Los funcionarios que avalaron este texto —desde el Presidente hasta los responsables de Economía y Cancillería— parecen ignorar esta derivación. O, peor aún, parecen no considerarla relevante.

El documento no solo regula el comercio bilateral. Condiciona, incluso, nuestro vínculo con terceros países.

La Argentina queda obligada a alinearse con la estrategia de Washington en materia de “prácticas no orientadas al mercado”, una formulación que podría afectar las relaciones comerciales con China, el bloque BRICS o incluso con el propio MERCOSUR.

Se trata, en la práctica, de una delegación inadmisible: Estados Unidos obtiene la potestad de influir sobre nuestras decisiones geoeconómicas más sensibles.

Es como entregarle el timón de un barco para que decida no solo hacia dónde vamos, sino también con quién navegamos.

Otro punto de enorme cinismo: las obligaciones ambientales recaen exclusivamente sobre Argentina, mientras Estados Unidos —responsable histórico de la mayor porción de gases de efecto invernadero— no asume compromisos equivalentes.

Exigencia sin reciprocidad: una constante en todo el texto.

No estamos ante una discusión técnica. Estamos ante un problema civilizatorio: ¿queremos ser un país que define sus políticas puertas adentro o uno que necesita pedir permiso para existir?

La Argentina ya vivió momentos en los que su soberanía fue negociada como si fuera mercancía. Cada vez que eso ocurrió, la historia terminó igual: endeudamiento, desindustrialización, fuga de capitales, pérdida de empleo y retroceso estratégico.

Hoy, otra vez, estamos frente a ese cruce de caminos.

Revertir esta situación no es una tarea menor: requiere decisión política, consenso social y, sobre todo, memoria histórica. No podemos permitir que la necesidad coyuntural justifique un despojo estructural.

La Argentina tiene recursos, talento, territorio y potencia productiva para construir otro destino. Pero para eso debe recuperar algo más importante que cualquier moneda: su autonomía.

Si no lo hacemos ahora, otros seguirán escribiendo nuestra historia por nosotros.

Y no será una historia justa, ni digna, ni propia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.