Hablaban en voz baja. Se saludaban con un beso silencioso. Una palmada en la espalda. Lloraban. Se abrazaban. Rezaban. Los hijos se reunieron alrededor de los restos del padre. Era un velorio. La particularidad era que los deudos lo eran desde hacía más de treinta años, pero sólo hace unas semanas tuvieron la certeza de […]
Hablaban en voz baja. Se saludaban con un beso silencioso. Una palmada en la espalda. Lloraban. Se abrazaban. Rezaban. Los hijos se reunieron alrededor de los restos del padre. Era un velorio. La particularidad era que los deudos lo eran desde hacía más de treinta años, pero sólo hace unas semanas tuvieron la certeza de serlo. El cadáver era ya un esqueleto, huesos que se acariciaban como si fueran la piel, los músculos, el cuerpo de Roberto Castillo. Como si el tiempo no hubiera pasado desde que fue secuestrado. Desde el 12 de enero de 1977.
Castillo es una de las víctimas de la última dictadura identificadas en el marco de la Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Desaparecidos (ILID). La ceremonia se realizó en la sede del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), cuando más de veinte familiares -sus hijos, nueras, yernos y nietos- fueron a buscar sus restos. Luego lo enterraron en un cementerio de Longchamps.
Desde el mes pasado y a medida que la Cámara Federal porteña concluye los trámites que permiten hacer entrega de los cuerpos, estos rituales, más públicos o más privados, se repiten. Llegarán a 42 el número de desaparecidos que el EAAF logró recuperar y ponerles nombre a partir de la ILID.
Juan Carlos Arroyo, secuestrado el 28 de octubre de 1976, fue enterrado el 8 de agosto pasado en Jujuy, en un acto del que participaron más de mil personas, integrantes de movimientos sociales. Luis Alberto Ciancio, desaparecido el 7 de diciembre de 1976, será inhumado el próximo viernes en el cementerio Parque de Berisso. El acto fue declarado de interés municipal.
Arroyo y Ciancio, como Castillo, habían sido enterrados como NN en el cementerio de Avellaneda. En el sector 134 de ese lugar, el EAAF encontró, en 1988, 336 cuerpos: es la fosa colectiva más grande hallada hasta ahora con restos de desaparecidos. A través del trabajo antropológico fueron identificaron 27 esqueletos en veinte años. El resto fue guardado y cuidado, a la espera de alguna pista que permitiera unir los cadáveres con alguna circunstancia de sus secuestros y asesinatos. Con la ILID, que implicó el entrecruzamiento de material genético de 598 esqueletos recuperados durante más de 25 años por el EAAF en distintos cementerios y la sangre de cinco mil familiares de desaparecidos, otros 21 restos de aquella tumba de Avellaneda tienen nombre.
Castillo desapareció el 12 de enero de 1977. Fue secuestrado en su casa de Lanús. Su familia no pudo conseguir ningún dato. Ni el centro clandestino, cuartel o comisaría donde lo llevaron. Ni el testimonio de algún sobreviviente que lo hubiera visto o hablado con él. Sus hijos y su mujer mantenían hasta hace poco la esperanza de encontrarlo con vida. «No pensamos que estaba muerto, pensábamos que estaba en otro país. A veces pensábamos que podía haber perdido la memoria, si le pegaron mucho. Cuando veía hombres perdidos en las plazas me fijaba si era mi papá», contó Betty, la hija mayor.
El año pasado, Betty vio en la televisión el aviso sobre la campaña del EAAF que contó con apoyo de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y del Ministerio de Salud y junto a Gastón, el menor de sus nueve hermanos, que no había llegado a conocer a su papá, fue a dejar su muestra de sangre.
Con el esqueleto de su papá sobre la mesa, los hijos quisieron saber qué información les traía el cuerpo, si la muerte fue rápida, si sufrió mucho, por qué algunos huesos estaban rotos. Los miembros del Equipo de Antropología acompañaron en el dolor y explicaron con paciencia los datos que el cadáver devolvía sobre su pasado. La familia, no habituada al contacto con organismos de derechos humanos, preguntó si alguien iba a responder por lo que pasó, si era posible encerrar a los culpables. Hablaron, entonces, de la causa judicial sobre los crímenes del Primer Cuerpo de Ejército que lleva a delante el juez Daniel Rafecas y de cómo el hallazgo de los restos permitirá sumar un cargo de homicidio para los represores involucrados en ese expediente. «Ahora por lo menos tenemos algo de él. Tenemos un lugar en el cementerio», se consoló Betty.
Penny
Laura Isabel Feldman era Penny. En 1972, a los doce años, cursaba primer año en la escuela Carlos Pellegrini y participó de sus primeras marchas. Colaboraba con la Federación Juvenil Comunista, pero luego de las elecciones del ’73 comenzó a militar en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), rama estudiantil del peronismo revolucionario. En el ’75 se cambió a una escuela de Barracas para trabajar y militar.
Fue secuestrada el 18 de febrero de 1978, pocas horas después que su pareja, Eduardo Alberto Garuti, «Angelito», estudiante del Otto Krause. Los padres de Laura, Mabel Itzcovich y Simón Feldman, presentaron hábeas corpus y denunciaron el caso en todos los lugares que pudieron, desde el Vaticano hasta la Embajada de Israel, donde les dijeron que Laura «era montonera y que seguramente estaba muerta».
Por testimonios de sobrevivientes pudieron establecer que pasó por el centro clandestino de detención El Vesubio. Ese era el último eslabón de la cadena hasta que el EAAF la identificó. Estaba enterrada junto con otros cuatro cadáveres en el cementerio de Lomas de Zamora. Y así se supo que los cinco fueron dejados el 14 de marzo de 1978 en las calles Virgilio y Urunduy y que Laura fue fusilada.
Ana Feldman, su hermana, es la organizadora de un homenaje que se realizará mañana en la escuela Carlos Pellegrini. Ana contó que, al igual que cuando murió su madre, tuvo problemas para que el diario La Nación publicara un aviso en donde se mencionaba a Laura como desaparecida. «Les molesta esa palabra», dijo a Página/12. Para Ana, por duro que suene, identificar a Laura fue «lo más maravilloso» que le pasó en la vida. «Lo mejor para el ser humano es saber -explicó-, necesitamos un duelo. Hace treinta años que hablo en presente, que digo ‘mi hermana está desaparecida’. Ahora digo ‘a mi hermana la fusilaron: la secuestraron, la desaparecieron y la fusilaron’. Sé lo que pasó. No me gusta, pero tengo el verbo final. Tengo sus restos y puedo demostrar que no tuvo un juicio, que la mataron y cómo la mataron. Tengo pruebas para decirles ‘hijos de puta’ con todas las letras.»
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-131457-2009-09-09.html