En medio de la cuarentena, y en plena popularidad del gobierno de Alberto Fernández, de pronto la oposición –conformada esencialmente por la prensa canalla, los dueños del capital y un cortejo de políticos subordinados y de comunicadores feudatarios de sus patrones- abandonó la cautela y comenzó a hostigar al oficialismo de manera desembozada.
Al unísono, los megáfonos opositores silenciaron el respaldo de los gobernadores a la continuidad de la cuarentena, alegaron un supuesto rechazo de la Corte Suprema a la solicitud de la vicepresidenta, fabularon un ficticio retiro del Mercosur, se indignaron con los médicos cubanos, mostraron desagrado por la oferta hostil a los bonistas, y explotaron con la inverosímil liberación masiva de los presos de las cárceles. Exceso de emisión monetaria, riesgo de hiperinflación, dólar incierto: como si el mundo no estuviese teñido por estos tiempos de catástrofes e incertidumbres, los voceros del poder establecido despabilaron en coro para anunciar la inminente presencia del infierno dantesco.
A partir de la aparición del proyecto de impuesto a las grandes fortunas, la furia se desató como un vendaval sobre el gobierno. Primero fogonearon un cacerolazo en defensa de los miserables que despiden trabajadores, como el dueño de Techint, y a favor de una reducción de los sueldos de la política. Luego fue el esperpento de la travesía por la democracia, en la que los diputados de Juntos por el Cambio sobreactuaron el reclamo de sesiones presenciales en el Congreso, pero cuya única finalidad consistió en petardear el proyecto para gravar a los megamillonarios. ¿Quién fue el cerebro de semejante fantochada? ¿Se puede llegar más lejos en el espíritu rastrero de estos personajes anodinos de la política? Muchos de ellos fueron oficialismo hasta hace cinco meses. Demasiado barato le costaron sus tropelías, inmoralidades y silencios de entonces como para ejercitar el ridículo a sólo meses de hundir a la Argentina.
A los pocos días se oyó en la Capital y en varias ciudades del interior un estruendoso cacerolazo en contra de la liberación de presos. Bien conocida es la incidencia de los medios y sus troles de envenenar las consciencias de algunos sectores de la sociedad. Pero, lejos de apelar a una cierta racionalidad, la clase política que los representa se hunde cada vez más en las ciénagas del absurdo. Hablaron primero de un avance comunista, dijeron que los médicos cubanos son “médicos de familia, muy malos” (Pichetto dixit), y elaboraron hipótesis surrealistas acerca del coronavirus y los presos liberados para someter a los ricos y gobernar en sintonía con Cuba y Venezuela (?), tal como expresó, lisérgicamente, una senadora provincial de Juntos por el Cambio.
¿Tanta desesperación por compartir un mísero espacio en la prensa adicta? Un diputado del radicalismo decadente, Mario Negri, luego de la payasesca travesía hacia el Congreso, abandonó el recinto parlamentario en el que estaba para ir a TN, el canal insignia de Clarín. ¿Creerá que su popularidad se disparó, después del épico viaje? ¿Tanta necesidad de obedecer a los dictados de sus amos y protectores políticos? ¿Tan poco amor propio como para someterse a las exigencias de quienes los desprecian pero que, sin embargo, los utilizan para sus propios fines?
La siempre desaprensiva titular del PRO, Patricia Bullrich, declaró en un programa televisivo en el que se vinculaba coronavirus con populismo: “Podría pensar esta respuesta. 70/70. Setenta días de coronavirus, terrible. Setenta años de populismo, terrible”. Y, sin embargo, recibió una sonrisa por toda respuesta. Nadie le cuestionó nada, ni siquiera que sus años como funcionaria quedaban incluidos en el período al que tan campante designó con el nombre de populismo. Y este tipo de expresiones son las que se divulgan a través de las redes sociales y se cristalizan como verdades incuestionables. Para luego hacerse imparables en las consciencias extraviadas. “Es más fácil engañar a la gente –postuló Mark Twain- que convencerlos de que han sido engañados”.
El diario El País de España, en un artículo titulado “Manual de la ultraderecha para desinformar”, desmenuza las estrategias de desinformación orquestadas por el ultranacionalismo de aquel país, un compendio de manipulación informativa que busca el beneficio de instalar su propia agenda. El diario –cuya línea editorial está insospechada de ser comunista- detalla las tácticas de troleo, conspirativas, de polarización, de descrédito y de exaltación de las emociones utilizadas para confundir a la población e instalar su discurso. Nada muy distinto a lo que ocurre en Argentina con la prensa dominante, sus satélites y el ejército trolero trabajando en tándem. Hace muchos años que los argentinos lo sabemos muy bien.
Como muestra basta la también sobreactuada indignación de los alcahuetes mediáticos, cada vez más diligentes a la hora de ganarse el favor patronal. Oponiéndose al impuesto a las grandes fortunas –que sus mandamases deberán pagar si se aprueba la ley- salieron en manada a advertir “que no subestimen la paciencia y la tolerancia de la sociedad”, que todo parece una jugada de “los sectores más radicalizados del cristinismo”, y que “quieren avanzar sobre la propiedad privada, por lo que detrás de esto hay una idea chavista de ir por todo”. Es decir, la réplica de todos los lugares comunes posibles del periodismo troll. No faltan a la mesa los panelistas que, sin inmutarse, afirman que “la casta política argentina nos empieza a llevar a velocidad de Fórmula Uno al socialismo”, o aquel otro que intuye que “Argentina empieza a tener un olor caribeño”.
Respecto de las domiciliarias a los presos, y con tal de agitar la angustia y el malhumor social, en estos días se han despachado con un show de consignas: hablaron de un festival de liberación de presos, de cerrar las cárceles, de una Justicia saca-presos que actúa con oportunismo ideológico; en fin, de una trama orwelliana en la que los presos son liberados mientras que los ciudadanos libres permanecen encerrados. Los medios carecen de sutileza a la hora de azuzar el descontento social para endilgarle la responsabilidad al gobierno, aunque el tópico de las salidas transitorias de detenidos constituye en sí mismo un punto controversial en una realidad que atraviesa a todos los países del mundo.
La furia contra el oficialismo se inició con el intento de gravar a los multimillonarios. Algunos cruzados salieron en su defensa, con mentiras del tipo “es el único país del mundo en donde se pagan impuestos a la riqueza”, o “quieren meterle la mano en el bolsillo al sector productivo”. A partir de allí, todo el establishment económico-mediático se alineó en bloque para hostigar con cualquier pretexto al oficialismo. Basta recordar la sugestiva boutade del diario “La Nación” sobre la flamante titular de ANSES, Fernanda Raverta, al mencionarla como una dirigente “de raíz montonera”, para calibrar el odio de una elite que no está dispuesta a sujetarse a las reglas de la política, en tanto pretenda beneficiar a las mayorías.
El mensaje es claro. El poder real salió junto a sus medios a defender a los bonistas (voceros como son de sí mismos) y a embestir contra un impuesto que los exaspera. No vacilarán en estimular el odio y la confrontación en la sociedad, algo que siempre les dio resultado. “Sembrar árboles para tapar el bosque”, alegorizó el periodista Mario Wainfeld. Es decir, lograr que se hable de los presos liberados o de los médicos cubanos en lugar de que se impugne a los millonarios por negarse a pagar el impuesto.
Nada hay de nuevo bajo el sol. Para colmo, el oficialismo persigue, temerariamente, la agenda que le propone la prensa hegemónica. Si no exhibe convicción, firmeza y eficacia, el gobierno de Alberto Fernández corre el riesgo de dilapidar su esfuerzo y popularidad.
Gabriel Cocimano (Buenos Aires, 1961) Periodista y escritor. Todos sus trabajos en el sitio web www.gabrielcocimano.wordpress.com