La muerte de Néstor Kirchner parece haber traído aparejados más problemas a la oposición que al Gobierno, a contramano de lo que varios destacados analistas presagiaban en los momentos posteriores al conocimiento de la noticia. Aquellos opositores que contaban exclusivamente con su antikirchnerismo tuvieron que replantear su posicionamiento, mientras que aquellos que ostentaban un perfil […]
La muerte de Néstor Kirchner parece haber traído aparejados más problemas a la oposición que al Gobierno, a contramano de lo que varios destacados analistas presagiaban en los momentos posteriores al conocimiento de la noticia.
Aquellos opositores que contaban exclusivamente con su antikirchnerismo tuvieron que replantear su posicionamiento, mientras que aquellos que ostentaban un perfil que no abrevaba exclusivamente en el enfrentamiento con Kirchner, quedaron mejor parados.
El contexto cambió profundamente, y se hizo evidente que la opinión pública puso en perspectiva la actuación de Néstor Kirchner en la última década y revalorizó su gestión. Simultáneamente, se brindó un apoyo mayoritario a la presidenta Cristina Fernández quien, a pesar de todo su dolor, siguió con la misma energía de siempre al mando del Gobierno.
Paradójicamente, los que más atacaban la concepción schmittiana-kirchnerista del conflicto como esencia de la política fueron los más perjudicados por la desaparición del ex presidente, ya que, al fin y al cabo, tenían el privilegio de haber sido elegidos, precisamente, como enemigos, y de esa victimización sacaban su rédito político.
Es bajo el signo de estos reacomodamientos como hay que entender la discusión acerca del presupuesto nacional, que ha cobrado notoriedad no por discutirse la «ley de leyes» sino porque se transformó en el ámbito elegido para operar ese diferenciamiento/
Es cierto que ya algunos comenzaban a reevaluar cuál iba a ser su actitud con respecto al Gobierno. Uno de los más tempraneros, quizás por estar ya ducho en el arte del reposicionamiento, fue Felipe Solá, preanunciando la crisis que afectaría al Peronismo Federal, cuando Carlos Reutemann anunció su alejamiento de ese espacio más virtual que otra cosa. Lo de Reutemann es notable: dado su estridente ausencia, cualquier gesto suyo, por pequeño que sea, desata la furia de los hermeneutas de la nada, que pasan a interpretar «lo que en realidad quiso hacer».
Una de las versiones más creíbles es que el Lole está decidido a salir de boxes para asegurar (en un principio) el triunfo del peronismo en la provincia de Santa Fe. Otros, en cambio, consideran que una vez que se calce el buzo antiflama no se detendrá en una candidatura a la gobernación sino que seguirá acelerando, como cuando le indicaron desde su escudería que se conformara con un segundo puesto detrás del australiano Alan Jones, y lo pasó, escudándose luego en aquello de «no había visto los carteles».
El resto de los integrantes del Peronismo Federal ha quedado como esas patrullas perdidas de soldados japoneses de la Segunda Guerra a las que se descubría, décadas después del fin del conflicto, fusil en mano, en medio de la selva, creyendo que la lucha continuaba. Así, Eduardo Duhalde sigue proclamando a los cuatro vientos que no bajará su candidatura presidencial para 2011.
Pero, como siempre, la bomba que buscó, más que el reacomodamiento, la demolición fue lanzada por Elisa Carrió -quién si no-, que en medio de la discusión del presupuesto nacional denunció, tal su costumbre, la existencia de un pacto espurio entre el kirchnerismo y el radicalismo. «Pacto de Olivos II», así lo bautizó, concertado, primero, para lograr quórum y luego para obtener la aprobación en general del Presupuesto.
Como para acercar todas las metáforas antiperonistas y antirradicales, Lilita, con voz estentórea, afirmó que había corrido de nuevo «la Banelco», pero esta vez la de Cristina, como para dejar bien claro que para ella -Carrió- no había tregua por duelo ni mucho menos. Y que, en lugar de llamarse al recato, en realidad había decidido duplicar, triplicar o multiplicar la apuesta las veces que fuera necesario, con tal de salir del pozo en las encuestas en el que había quedado los últimos meses.
A diferencia de Julio Cobos, quien quedó paralizado políticamente con la muerte de Kirchner, Carrió salió a despejar la cancha de tibios y a exasperar la consideración del kirchnerismo como anatema y eje del mal. Su ataque fue dirigido tanto a quienes -dado su postura y responsabilidad institucional- estimaban que no podían ni debían dejar al Gobierno sin presupuesto, como a quienes negociaban su apoyo a cambio de cuestiones de su estricta preocupación. Todos fueron puestos por Lilita bajo el manto de la duda, con lo cual otra vez se expuso como el más fiel y rutilante exponente del populismo antipolítico. Una especie de Tea Party pero con sólo algunos acólitos invitados, a los que no les importa en nada echar por la borda lo poco de credibilidad que le queda a las instituciones de la democracia argentina.
Si toda ley está abierta a la negociación con la Presidencia, más aún lo está el presupuesto nacional, el cual, y por algo la Constitución Nacional así lo establece, debe ser elaborado por el Poder Ejecutivo y ser aprobado por el Congreso. Es interesante aplicar la «prueba ácida» de la política que es preguntarse «quién se beneficia», en este caso, con la no sanción del presupuesto.
Como todo el mundo sabía, el principal beneficiado con la no sanción del presupuesto para el año 2011 iba a ser el gobierno nacional. Si no hay presupuesto para este año quedan vigentes las partidas, instrumentos y estimaciones estipuladas del presente año. Y todos los especialistas consideran mucho más favorable para el Gobierno el presupuesto del 2010, por la subestimación de ingresos e inflación (lo que le permitiría disponer libremente, en 2011, de más de 50.000 millones de pesos en un año electoral) y por la existencia de superpoderes más amplios que los que figuran en el proyecto que se está discutiendo.
Por otra parte, como lo repitió ad nauseam el jefe de la bancada kirchnerista, Agustín Rossi, ninguno de los congresos que precedieron a éste, negó al Poder Ejecutivo la aprobación de la herramienta presupuestaria. Y, ciertamente, bajo este contexto en el que, más que nunca, Cristina Fernández puede reclamar que no le pongan «palos en la rueda», el costo de decir que no a la Presidenta pasaría también al debe de la oposición.
Con su denuncia, Elisa Carrió buscó alterar esa ecuación, pero no para rescatar a la oposición de la encrucijada en la que la ponía el kirchnerismo (de «aprobame lo que te mando, si no lo otro será mucho peor»), sino juntando a Gobierno y Oposición Responsable bajo el rótulo de una «concordancia» que no existe en los hechos, para intentar quedar ella como la Gran Opositora.
Por eso, se vio a Ricardo Alfonsín muy enojado, como nunca hasta ahora, en lo que seguramente entendió como una traición de aquella dirigente a la que defendió tantas veces en el pasado frente a sus correligionarios. Y es que, en realidad, la acción de Carrió busca afectar especialmente al radicalismo, y amenaza con generar una dispersión mucho mayor en el escenario político.
Por eso, las corporaciones mediáticas opositoras dieron una cobertura extensísima y muy intensa al discurso de Carrió, y también a las declaraciones de las diputadas, dos (2), que habían recibido llamados desde el Gobierno. Los medios opositores son los primeros interesados en una reacción destemplada de Cristina que la embarque en una guerra de la que, se esperanzan, no termine como con la ley de medios o el matrimonio igualitario, sino que replique los resultados del añorado conflicto con el C.A.M.P.O.
Hoy estamos viendo una foto y nada más que una foto. Pero si la película que viene es una seguidilla de tomas como las que se están observando a partir de la muerte de Kirchner, las próximas elecciones serán, seguramente, una reedición de las de 2007. O sea, de nuevo Blancanieves y los siete enanitos.
Fuente original: http://www.revistadebate.com.